Sombras

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Nos enamoramos de un atardecer, de un paisaje, de unos ojos que nos miran con cariño, de un libro que nos habla al corazón o de un monumento que evoca hazañas del pasado. Nos alegra el canto de un jilguero, el juego de un grupo de niños que viven (parece) sin problemas, la ternura que envuelve a dos enamorados en una banca de la plaza. Nos rejuvenece una brisa de verano en la cara, el baile de las olas en la playa, el capricho de los colores en primavera.

Somos amantes de lo hermoso. Una nube nos encandila, el arroyo del agua nos enajena, el canto de una tórtola nos habla de amores sin mentiras.

Pero la vida nunca se detiene. Termina el tiempo de estar junto a las olas. Los niños dejan de jugar y corren, deprisa, a sus casas donde la cena les espera. Los enamorados dejan la banca y se despiden, para soñar en un nuevo encuentro, tal vez mañana, para repetir un rito de amor que inicia y acaba cada día.

La vida transcurre, fluye, imparable. Aquel sueño que tanto anhelamos se desvanece ante la primera dificultad. El niño que jugaba a nuestro lado ha crecido mucho: ¡ya está terminando la carrera! El anciano que nos hablaba con cariño de sus reumas y sus nietos ha partido hacia mundos desconocidos.

Nada, aquí abajo, es eterno. La máxima emoción no puede llenarnos por completo. El deseo más intenso, una vez satisfecho, nos deja con un vacío extraño, como quien tiene que volver a caminar una y mil veces tras espejismos que brillan, atraen y desaparecen deprisa, en silencio.

La vida es un misterio. Nos agarramos a una música, a un amigo, a un rato de descanso en el cine o a un deporte que llena las horas de una tarde de verano. Luego, al caer el sol, las sombras se alargan, llega el cansancio, y hay que volver a casa, a algún rincón donde dormir en espera de un nuevo día que no nacerá para todos.

¿Queda algo? Tal vez. Para un cristiano, queda el amor, queda lo que hicimos por la familia, por un amigo, por aquel pobre que miraba sin mirar a la puerta de una iglesia o en la esquina de una calle iluminada con sus tiendas. Queda esa oración sencilla que ofrecemos, sin prisas, ante el sagrario, en lo alto del monte, junto a los hijos. Queda ese perdón que ofrecimos, entre lágrimas, a quien nos traicionó, a quien robó un poco de paz, de vida, de sueños.

Las sombras pasan, queda Dios en el silencio. Este momento, esta hora, corre veloz. Mis ilusiones más profundas podrán llenar un poco de tiempo, podrán alegrar el corazón unos instantes. Dejarán, tal vez, un buen recuerdo. Pero no basta. Estamos hechos para más.

Un niño agoniza mientras sus padres lloran junto al lecho. Mañana volará, por fin, hacia los cielos. Allí nos espera. No comprendemos su desgracia, nos duele el ver que no ha podido "disfrutar" de la vida, correr tras las sombras que llenan nuestras horas de consuelos. Desde el cielo nos mira y nos dice que no todo acaba con la muerte.

Allá arriba brilla una luz eterna, un amor indestructible. Las sombras pasan. El hombre que ama es recibido por un Dios misterioso, eterno, bueno, bello.