¿Por qué hago el mal?

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Según Sócrates, nadie hace algo malo para perjudicarse a sí mismo.

Es cierto, nadie quiere hacerse daño a uno mismo. Pero también es cierto que muchas veces hacemos el mal. Lo hacemos, incluso, sabiendo que nos hacemos daño y que se lo hacemos a los demás.

¿Por qué? ¿Qué mecanismos profundos nos llevan a hacer cosas malas? Sócrates repetiría: porque no nos damos cuenta de que esto es malo, dañino, perjudicial: que esto nos aparta de la felicidad. Es decir, haríamos lo malo por ignorancia, y entonces nadie sería malo por “su culpa”, sino, simplemente, porque no sabe lo que hace.

Sin embargo, a veces lo tenemos muy claro: el exceso de cerveza o de tabaco, una infidelidad conyugal, una desidia y pereza monumentales en el trabajo... Sabemos que nos dañan, que arruinan tantos deseos buenos, que destruyen la convivencia familiar, que nos llevan a perder la salud y el trabajo... A pesar de saber todo eso, a pesar de ver claro que el mal nos destruye, lo hacemos.

La psicología materialista nos daría otras explicaciones. Diría que estamos condicionados por el subconsciente, por energías internas incontrolables, por defectos temperamentales, por presiones sociales, por errores educativos de otros... En otras palabras, la culpa de nuestras desviaciones estaría en la “naturaleza” (lo genético) o en la sociedad (lo cultural). Nosotros, nos repiten los materialistas, no somos culpables. Así que no habría por qué preocuparse tanto, pues nadie haría el mal por su culpa.

Pero desde dentro nos rebelamos a este tipo de interpretaciones llenas de mentiras. Mil condicionamientos no quitan nuestra libertad. Sólo la perderemos en ciertas formas de demencia profunda. Mientras no lleguemos a ese estado, la película que vi, la traición al amigo, ese pequeño robo en la caja de la empresa... fueron actos que nacieron de mí, son responsabilidad mía: soy culpable de esas derrotas, de esos males.

Entonces, de nuevo la pregunta: ¿por qué hago eso que, en definitiva, me disminuye, me daña, me aparta del verdadero bien, de la justicia, de la amistad, del amor? ¿Por qué prefiero el capricho a la entrega, la trampa a la honradez, la tacañería a la generosidad, el gusto de una comida peligrosa a los consejos del médico y de tantas personas que desean mi bien?

En cada acto malo hay una opción por algo (un placer, una ganancia, una venganza) inmediato, que se me escapa si no lo hago “ahora”. Al escoger ese algo, renuncio a proyectos más profundos y más bellos, a un horizonte de bien mucho más amplio, más rico, más verdadera.

Más en profundidad, en cada acto malo se esconde una ambición profunda que me lleva a “jugar a ser dios”, a querer ser yo quien diga qué es bueno y qué es malo según lo que en este momento me resulte ventajoso. Como si pudiese jugar con Dios y con mi conciencia, como si la verdad ética no fuese mucho más “ventajosa” y útil que el seguir falsedades que me halagan a través de instantes de placer fugitivo y, en el fondo, falso.

Cuando ponemos el dedo en la llaga, cuando tenemos el valor de llamar mal al mal y bien al bien, cuando dejamos de buscar justificaciones en algún psicólogo complaciente que nos dice que todo está bien, que disfrute del sexo y de la gula sin escrúpulos, entonces hemos dado el primer paso para que ese mal no nos destruya.

Seremos débiles, tendremos de nuevo malos momentos, haremos otra vez eso que prometimos no volver a cometer nunca más. Lloraremos la copa de más, la mentira al novio o a la novia, la flojera en los compromisos del trabajo o de la escuela. Pero con ese primer paso, con esa valentía de decir que me destruyo cada vez que hago el mal que no detesto, puedo ponerme ante Dios, pedir perdón, confesar mis pecados a un sacerdote, y empezar de nuevo, con la mano en el arado y con la ilusión de ser bueno.

Caer es, tristemente, algo de cada día. Tener el valor de confesar las propias culpas es cosa de pocos. El heroísmo es la verdadera vocación cristiana. No porque seamos superiores, sino porque Dios nos abre los ojos para reconocer nuestro pecado, para ver tanto mal que hicimos y tanto bien que dejamos de hacer.

Al pedir perdón descubriremos que todo empieza de nuevo. Dejaremos que el Buen Samaritano, Cristo, nos cure las heridas y nos repita: “Vete en paz y no vuelvas a pecar”. Vino al mundo precisamente para eso: ser médico de los pecadores, Salvador de los humildes, Redentor del hombre. De cada hombre, con sus penas, sus sueños y sus deseos sinceros de ser, al menos hoy, un poco más bueno...