Libertad religiosa: ¿ha cambiado el magisterio?

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha elaborado respuestas a distintos problemas que se presentaban sobre la fe y las costumbres. A través de tales respuestas, especialmente ante errores o dudas sobre temas importantes, ha podido comprender y explicar mejor el núcleo central del mensaje cristiano, con documentos concretos y asequibles para cada generación humana.  

A lo largo de este camino, algunas formulaciones pueden resultar modificadas en sus palabras concretas, sin que cambie la sustancia del mensaje. Un caso que ejemplifica este camino de la Iglesia es el de la libertad religiosa.  

En el siglo XIX, importantes pensadores defendían la idea de que la verdad sería inalcanzable para los hombres. También en lo que se refiere a Dios y a la religión. Desde este postulado, elaboraron una idea equivocada de libertad religiosa, que sería, según ellos, una especie de derecho a decir sí o no a cualquier religión, también a la religión cristiana, pues creían que el optar por una o por otra religión era algo indiferente.  

Los Papas de esa época denunciaron los errores que se escondían ante tal idea de “libertad religiosa”. En una forma breve, Pío IX condenó como errónea la siguiente tesis:  

“Todo hombre es libre en abrazar y profesar la religión que, guiado por la luz de la razón, tuviere por verdadera” (Sílabo, 8 de diciembre de 1864, proposición 15).  

Al condenar la anterior proposición, Pío IX señalaba lo erróneo que es afirmar que daría igual escoger cualquier religión basados en la idea de que, en cierta forma, todas las religiones serían iguales, o con el presupuesto de que no sería posible llegar a discernir cuál fuese la verdadera. En otras palabras, Pío IX se oponía de modo decidido al relativismo y al indiferentismo propio de una serie de pensadores que se consideraban a sí mismo como defensores del progreso y de la modernidad.  

Muy distinto es el contexto cultural en el que, un siglo más tarde, el Concilio Vaticano II afrontó la misma temática. El 7 de diciembre de 1965, Pablo VI promulgaba la declaración “Dignitatis humanae”, en la que consideraba la idea de libertad religiosa desde otro punto de vista. En esta declaración podemos leer lo siguiente:  

“Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, sea por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana; y esto, de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos” (“Dignitatis humanae”, n. 2).  

Algunos han afirmado, erróneamente, que el Vaticano II eliminaba la condena formulada por Pío IX y por otros papas contra la libertad religiosa. En realidad, el paso del tiempo había modificado el contexto en el que se formulaba una misma verdad. La misma “Dignitatis humanae”, en el n. 2, confirmaba las ideas de Pío IX al decir, contra todo relativismo, que los hombres “tienen la obligación moral de buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión”.  

Entonces, ¿cuál es la verdad profunda que siempre ha creído la Iglesia respecto a la libertad religiosa? Que el acto de fe sólo puede ser válido en un contexto de libertad, contexto que implica esa honestidad y esa apertura de mente que puede llevar a cada ser humano a adherirse a la verdad una vez que ésta haya sido encontrada.  

Lo explicaba el Papa Benedicto XVI al dirigir un importante discurso a la curia romana el 22 de diciembre de 2005. Vamos a recoger ahora algunos párrafos de este discurso.  

¿Cómo hemos que entender las condenas a la libertad religiosa durante el siglo XIX? La respuesta de Benedicto XVI fue la siguiente: “si la libertad de religión es considerada como expresión de la incapacidad del hombre para encontrar la verdad y, por tanto, se convierte en canonización del relativismo, entonces de ser una necesidad social e histórica se eleva impropiamente al nivel metafísico y queda privada de su auténtico sentido, con la consecuencia de que no puede ser aceptada por quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios y, en virtud de la dignidad interior de la libertad, está ligado a este conocimiento”.  

En otras palabras, la defensa de la libertad religiosa que se basa en el relativismo es inaceptable, y, por lo tanto, resulta claramente comprensible la formulación condenatoria usada por Pío IX.  

A continuación, el Papa Benedicto XVI observa el contexto y el marco en el que se desarrolló la declaración del Vaticano II sobre la libertad religiosa:  

“Algo completamente diferente es, por el contrario, considerar la libertad de religión como una necesidad que deriva de la convivencia humana, más aún, una consecuencia intrínseca de la verdad, que no puede ser impuesta desde el exterior, sino que tiene que ser asumida por el hombre sólo a través del proceso del convencimiento. El Concilio Vaticano II, al reconocer y asumir con el decreto sobre la libertad religiosa un principio esencial del Estado moderno, retomó de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Ésta puede tener conciencia de estar de este modo en plena sintonía con la enseñanza del mismo Jesús (cf. Mt 22, 1), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos”.  

Y explicaba el Papa: “La Iglesia antigua, con naturalidad, rezaba por los emperadores y responsables políticos, considerando que era su deber (cf. 1Tim 2,2), pero, al rezar por los emperadores, rehusaba adorarlos, y de esa forma se oponía claramente a la religión de Estado. Los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en ese Dios que se había revelado en Jesucristo, y precisamente por eso murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de profesión de su propia fe, una profesión que no puede ser impuesta por nadie, sino que sólo puede ser asumida con la gracia de Dios, en la libertad de la conciencia”.  

Entonces, ¿ha cambiado el magisterio? Podríamos decir, mejor, que han cambiado las formulaciones para expresar de un modo más adecuado, en distintas etapas históricas, las mismas verdades de nuestra fe.  

En las palabras de Benedicto XVI: “El Concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y algunos elementos esenciales del pensamiento moderno, analizó e incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta discontinuidad aparente mantuvo e hizo más profunda su naturaleza íntima y su verdadera identidad. La Iglesia, tanto antes como después del Concilio, es la misma Iglesia una, santa, católica y apostólica, en camino a través de los tiempos”.  

Para algunos bautizados ciertos cambios pueden ser difíciles de acoger, pero si tienen fe y si confían en el Papa y en los obispos, sabrán descubrir, en cada nueva situación histórica, en cada nueva formulación de nuestra fe, un tesoro que no cambia, porque viene de Dios Padre, que nos ha hablado a través de su Hijo Jesucristo.  

Si vivimos así, podremos caminar serenos, confiados, porque sabemos que la Iglesia se apoya en la Roca de Pedro, que, con la asistencia del Espíritu Santo, guía a todos los bautizados en el camino que nos lleva desde el tiempo hacia el encuentro eterno con el Padre de las misericordias.