Nuevos sacerdotes para evangelizar

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

Un joven se acerca a la sede del celebrante. El obispo le impone, en silencio, las manos. El joven vuelve al altar, se pone de rodillas, espera.

El obispo pronuncia las palabras de ordenación. Desde ese momento, el Espíritu Santo desciende. Un cristiano empieza a ser sacerdote “para siempre”.

¿Qué ha ocurrido antes de esos momentos? ¿Cómo llega cada joven a darle un sí total a Cristo?

Un niño nace en un hogar cristiano. Sus padres le ofrecen el regalo más grande: el bautismo. Empezó a ser, desde entonces, hijo de Dios. Luego recibió una formación católica. En su casa, en la parroquia, tal vez también en la escuela.

Descubría, poco a poco, quién es Jesucristo, qué hizo por nosotros, por qué murió en una Cruz, quién es la Virgen María, cómo escuchar y vivir con el Espíritu Santo. Recibió la confirmación, fue madurando en su fe, se preparó para decidir su futuro.

Un día, Dios le hizo ver que lo quería sacerdote. ¿Cómo? Es difícil explicarlo. Cada vocación tiene una trayectoria muy personal. Algunos lo descubren de repente, en una homilía, en un paseo, al acostarse. Otros, al leer un libro sobre la vida de un santo o sobre misioneros que trabajan en Asia, en África, en América. Otros, al hacer amistad con un sacerdote que muestra lo hermosa que es la vida de quien dice un sí total a Dios para servir a los hermanos. Otros... no saben exactamente cuándo. Un día, casi sin darse cuenta, empezaron a pensarlo: Dios me llama, Dios me quiere sacerdote.

Llega entonces la hora, para algunos difícil, de aceptación. Dios no impone sus planes. Ofrece, presenta, invita. Con mucho respeto, con mucho cariño.

La Biblia nos presenta ese Corazón de Dios que sufre por las penas y pecados de los hombres, que desea ofrecer una palabra de consuelo. Es entonces cuando Dios pregunta: “¿A quién enviaré?” (Is 6,8).

El joven empieza a escuchar. Tenía sus planes, quizá una novia. Soñaba con una carrera, con formar una familia, con hacer tantas cosas.

Dios vuelve a susurrar: “¿A quién enviaré?” El joven sabe que puede decir “no”, presentar excusas, encerrarse en sus proyectos personales. Pero empieza a darse cuenta de que si Dios pide un cambio de planes, aunque cueste mucho, es para dar algo más grande. 

No hay nada más bello que el poder decirle sí a Dios. Porque entonces la propia vida se convierte en una luz que lleva el Evangelio a los hombres, que presenta la misericordia del Padre, que enseña cuál es la riqueza del matrimonio, el gran tesoro de la apertura a la vida, la maravilla del mandamiento del amor.

Cada año muchos jóvenes (también algunos adultos), se ponen delante del obispo. Con un corazón humilde: saben que son de barro, saben que son débiles, saben que también ellos tendrán que pedir, muchas veces, perdón. Con un corazón generoso: no serán ellos quienes hagan milagros, sino Cristo. Pero un Cristo que trabaja con corazones disponibles. Como el de tantos y tantos servidores del Evangelio que han dicho sí y que hoy siguen con su mano en el arado.

Cada año la Iglesia queda enriquecida con la ordenación de nuevos sacerdotes. Pedimos por ellos, para que sean santos. Para que cada sacerdote “fresco” viva su ministerio, su servicio, en el amor y en la esperanza. Para que enseñe la fe y ofrezca el perdón en el sacramento de la penitencia. Para que distribuya, a manos llenas, algo que lo supera infinitamente: la Eucaristía. Para que conforte a los enfermos y ofrezca al moribundo la única palabra que salva: Cristo dio su vida en una cruz porque te ama...