Psicología, sociología y ética

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

La psicología estudia estados mentales y emocionales. La sociología analiza comportamientos y actitudes tal y como aparecen en la vida social. La ética nos presenta lo que debemos ser.

A veces la ética nos pone frente a decisiones que encierran una gran dosis de tensiones y problemas. Pensemos, por ejemplo, en un país totalitario. Una persona sufre la presión de los servicios secretos, la propaganda, el miedo. En un cierto momento, es involucrada en una denuncia política: se le pide que acuse a un inocente en un proceso judicial preparado de antemano. La tensión psicológica puede llegar a niveles altísimos. Dejar rienda al miedo y formular una declaración falsa evitaría muchos problemas. Sociológicamente, someterse a la opresión es algo bastante “normal”: muchos lo hacen. Pero la conciencia y la ética siguen allí, como una voz que susurra: “no lo hagas, sé honesto, no acuses a un inocente...”

En situaciones menos dramáticas se dan choques parecidos. Pensemos en el mundo de los adolescentes. El grupo inicia una serie de juegos y “experimentos”. Un día se organiza en equipo una broma pesada a un profesor. Otro día se prepara una trampa al “empollón” de la clase para dejarlo en ridículo. Más tarde, llegan los primeros cigarrillos de marihuana, y todos observan al “bueno” para ver si será “menos hombre” que los demás o si esta vez va a ceder ante la presión del grupo. Mientras, la conciencia grita, habla o susurra tímidamente: “esto está mal”; “no lo hagas”; “no te dejes llevar por lo que veas en los demás”...

Lo que ocurre entre los adolescentes ocurre en el mundo de los adultos. En la vida universitaria, en el trabajo, en una fiesta, se presentan mil situaciones en las que la tensión asoma: o seguir lo que todos hacen para quedar bien, o decir un “no” sereno pero firme, y parecer un tímido, un reprimido, un cobarde.

Al leer algunos programas de educación sexual se descubre una fuerte dosis de ideas de tipo psicológico y sociológico, pero uno se pregunta si se ofrecen criterios verdaderamente éticos. Decir, por ejemplo, que recomendar la abstinencia es irrealista, porque sociológicamente muy pocos pueden controlar sus deseos sexuales, o porque la castidad puede crear alguna tensión psicológica, es quedarnos en lo periférico y no ir al centro del problema. Una educación sexual (como una educación en los valores de la justicia y de la tolerancia) tiene que enseñar principios éticos. De lo contrario, se limitará a aceptar hechos consumados (presentará “lo que se hace” como algo normal, desde el punto de vista sociológico) y a dar indicaciones bastante genéricas y, en ocasiones, en contra de los más elementales principios éticos.

Conviene romper con esa mentalidad que cree que nuestros adolescentes (o que los mismos adultos) son como un manojo de impulsos sin capacidad de control alguno. De lo contrario, los trataremos de un modo indigno a sus riquezas y a sus posibilidades. Es cierto que un joven en una pandilla puede involucrarse en un acto de vandalismo. Pero también es verdad que miles de jóvenes sacrifican días, meses e incluso años de su vida en actividades de voluntariado, de servicio a los más pobres, de asistencia a los enfermos o ancianos.

Algunos, también hemos de reconocerlo, no tienen formada su conciencia de modo correcto, porque siempre han recibido testimonios y ejemplos negativos. Pero ello no quita que puedan recibir una ayuda. Si aceptásemos, por ejemplo, que en una situación cultural concreta, la violencia contra las razas distintas fuese algo socialmente permitido, no por ello podríamos quedarnos con los brazos cruzados. Una acción ética deberá proteger a los agredidos, desarmar o neutralizar a los agresores, y promover, poco a poco, una educación al respeto y la paz. De lo contrario, volveremos a presenciar situaciones tan injustas como el genocidio de los hebreos o la eliminación sistemática de pueblos o ciudades en los que había personas con ideas contrarias a las del partido o de la raza dominante.

Esto no significa decir que vivir de modo ético nos permita estar siempre tranquilos, sin tensiones. Ser éticos, ser honestos, ordenar las propias energías vitales según el principio del bien, nunca ha sido fácil. Por lo mismo, el joven que quiera llegar a su matrimonio sin haber tenido antes ninguna relación sexual completa, tendrá que pasar por dificultades no pequeñas. Lo mismo ocurre en algunas profesiones: mantenerse honestos e íntegros puede implicar no “ascender” nunca y, a veces, hasta perder el puesto de trabajo. La vida ética nunca ha sido un pasaporte para la tranquilidad ni para el conformismo. Las mujeres y los hombres íntegros han sido siempre luchadores contra corriente, han tenido que superar miedos personales y presiones sociales, a veces hasta el límite de la locura.

La ética no nos dirá nunca: “escoge aquello que te deje vivir tranquilo”. Tampoco podrá decirnos: “respeta las imposiciones del partido único, del grupo, del jefe de trabajo, de la moda”. Nos gritará, o nos susurrará: “sé siempre honesto, respeta a cada hombre o mujer que encuentres en tu camino, respétate a ti mismo”. Quizá este sea uno de los grandes retos para los programas de educación sexual y social que ofrezcamos a nuestros jóvenes.

Algunos, engañados por la ola dominante, nos tacharán de ilusos, de reprimidos o de cobardes. La ética es para los valientes, a pesar de las críticas. Proponer valores a nuestros jóvenes es demostrar que, de verdad, los apreciamos en sus enormes riquezas y potencialidades personales y sociales, que creemos que son capaces de mucho más de lo que digan las estadísticas o algunos estudiosos de moda. Es decir, sencillamente, que ellos, como seres humanos, tienen una libertad capaz de optar por el bien y la verdad, capaz de hacerlos grandes ante su propia conciencia y ante un mundo que necesita, hoy como siempre, ejemplos vivos de coherencia y de integridad ética.