«Semillas de esperanza»

Y Tú, Jesús, ¿Que opinas?

Autor: Padre Fernando Torre, msps.

 

 

Desde hace tiempo han proliferado los programas de opinión[1].  Casi cada día se presenta en la televisión algún programa de éstos sobre los temas más variados. Así sucede en España, en Estados Unidos, en México, en Alemania...

De ordinario el conductor del programa (llámese Cristina, Nino Canún, Mercedes Milá, María Laria o como sea) invita a algunas personas notables para que opinen sobre un tema.

En ocasiones los argumentos son: las ventajas y desventajas de no tener automóvil, la presencia de animales domésticos en casa, la ropa de moda, el campeonato mundial de futbol... Sobre temas como éstos, perfectamente se puede tener una opinión u otra.

Pero cuando se habla sobre el racismo, el aborto, la corrupción, el divorcio, la pobreza en que viven los indígenas, la religión, las relaciones sexuales prematrimoniales, la eutanasia, la tortura, la injusticia, las drogas, la explotación de los emigrantes, la familia, la educación de los hijos, la muerte, los derechos humanos, la felicidad... no es razonable que cada uno opine lo que le venga en gana.

En el transcurso de esos programas, además de los invitados —que deberían conocer suficientemente el tema del que hablan—, muchas veces toman la palabra personas que no tienen la menor idea del tema ni capacitación alguna sobre la materia, y dicen una sarta de sandeces excusándose en que es su opinión. Más sensato sería no dar opinión alguna, arguyendo que no se tiene suficiente información, que no está enterado del asunto o que simplemente no sabe. ¿Por qué será tan difícil decir estas dos palabras: «no sé»? Y allí tenemos a una serie de parlanchines exhibiendo su ignorancia al hablar sobre las bisagras y las hojas de «la Puerta de Alcalá»; o dando su opinión acerca de los juegos olímpicos del año 2000 en Topilejo; o hablando de «Los Médicis», pensando que son médicos; o criticando el Catecismo de la Iglesia Católica, cuando ni siquiera por el forro se le conoce.

Al final de muchos de esos programas uno se hace la pregunta: «¿Y de todo esto, qué me quedó en claro?» Lo único claro es que cada uno tiene una opinión diversa al respecto. Uno dice que está en favor de la eutanasia, otro que no. Uno más opina que se debería eliminar a los mayores de ochenta años, mientras que otro dice que desde los sesenta. Como de ordinario en esos programas no se saca una conclusión ni se llega a dirimir la diferencia entre opiniones contradictorias, queda la idea de que todas las opiniones tienen la misma validez: «Esto es lo que yo opino; puedes opinar de otra manera.»

Error demasiado frecuente en el que se cae en esos programas es el confundir los planos. Si se habla de la mentira, se dice que mentir es algo “normal”, pues en una encuesta más del 95% de las personas aceptaron que alguna vez habían mentido. Se defiende la poligamia arguyendo que el islamismo la permite, que muchos hombres tienen un “segundo frente” y que es algo común entre los animales. El hecho de que prácticamente todos hayamos tenido algún dolor de cabeza o diarrea o temperatura elevada o malestar estomacal o hemorragia nasal o dolor muscular hace que estos signos sean comunes o frecuentes, pero no por ello dejan de ser síntomas patológicos.

El problema sería pequeño si todo quedara en el plano de las ideas; pero de allí se pasa a la acción. Ciertamente no de manera inmediata ni automática; pero toda idea contiene una acción en potencia. ¿Con qué idea se queda el que, sin el menor sentido crítico, durante horas y horas ha estado escuchando las diversas opiniones sobre el consumo de drogas o el suicidio, el narcotráfico o la prostitución...? Y, como decía, toda idea contiene una acción en potencia.

La diversidad de opiniones puede hacer que quien las escucha caiga en la confusión y el desconcierto. Y de allí se pasa al relativismo moral: «que cada uno piense como quiera, que cada uno haga lo que quiera.» Luego se llega a la arbitrariedad y a la violación de los derechos de los demás.  

Me pregunto qué sucedería si en uno de esos programas de opinión se interrogara también a Jesús: «¿Tú qué dices?» (Jn 8,5). Porque sobre muchos argumentos no se debe opinar como si Dios nunca hubiera dicho nada.

El Papa Juan Pablo I, con la sencillez que lo caracterizaba, poniendo el ejemplo de un automóvil explicaba la necesidad que el hombre tiene de seguir la ley de Dios para poder ser feliz. Decía el Papa:

Una vez, una persona fue a comprar un automóvil. El vendedor le hizo notar algunas cosas: «Mire que el coche posee condiciones excelentes, trátelo bien; ¿sabe?,  gasolina súper en el depósito, y para el motor, aceite del fino». El otro le contestó: «No; para su gobierno le diré que de la gasolina no soporto ni el olor, ni tampoco del aceite; en el depósito pondré champagne que me gusta tanto, y el motor lo untaré de mermelada». «Haga Ud. como le parezca, pero no venga con lamentaciones si termina con el coche en un barranco». El Señor ha hecho algo parecido con nosotros; nos ha dado este cuerpo animado de un alma inteligente y una buena voluntad. Y ha dicho: «esta máquina es buena, pero trátala bien»[2].  

Con el argumento de que somos libres, muchas veces equivocadamente pensamos que podemos hacer lo que nos venga en gana. Pretender que un coche funcione bien con champagne y mermelada es ser ignorante o estúpido.

El hombre actual vive una especie de adolescencia permanente: siente que cualquier norma, de quien venga, es un atentado contra su libertad. Basta que algo esté prohibido o mandado para que casi instintivamente se sienta impulsado a actuar de manera contraria.

Dios nos ha creado y, para que podamos “funcionar” bien, nos ha revelado los principios elementales que hemos de observar. El respeta nuestra libertad; no nos va a forzar a que cumplamos las leyes que nos ha dado; pero si no las cumplimos, nos destruimos y destruimos a los demás. ¿Qué sería del hombre y la sociedad sin normas como éstas: «no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo como a ti mismo»? (Mt 19,18‑19).

Es cierto que Dios no nos ha dicho absolutamente todo lo que quiere que hagamos; pero sí nos ha revelado los principios fundamentales de los cuales debemos deducir normas prácticas aplicables a diferentes circunstancias.

El evangelio no es una opinión más en el concierto de opiniones. Jesús nos ha revelado valores objetivos que no dependen de la época, las circunstancias o las personas. Jesús es «la Verdad» (Jn 14,16) y nos ha revelado las verdades que necesitamos para vivir como personas y convivir con los demás. Actuando conforme a esas verdades seremos felices en esta vida y en la otra. Nos dice el apóstol Santiago: «recibid con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas. Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos» (St 1,21‑22).

En los mentados programas de opinión, al no tener una referencia objetiva se llega a pensar que tan válida es una opinión como la otra. A lo mucho, en ocasiones se acepta como más valiosa la opinión de la persona que está más preparada sobre el asunto. Pero los argumentos de autoridad sólo logran convencer a unos pocos. Hay que afirmar que en esos programas no toda opinión es errónea; algunas son verdaderas cátedras de sabiduría, pero otras no son sino tonterías. En asuntos donde se toca la naturaleza del hombre o en los que se ven implicados los valores evangélicos, cada opinión tendrá tanto valor cuanto más se acerque a lo que Dios nos ha revelado.  

¿Es de veras la palabra de Dios la norma de nuestra vida? Debería serlo; pero creo —y ojalá me equivoque— que muy pocas veces, antes de hacer algo, le preguntamos a Dios qué dice él al respecto. Andamos como barcos a la deriva porque no miramos hacia el faro (Jesús) ni consultamos la brújula (la Biblia). Dios Padre nos dice: «Este es mi Hijo amado, escuchadle» (Mc 9,7). Escuchar a Jesús es la clave de nuestra felicidad.

Otra notable carencia actual es la falta de guías. No es fácil encontrar personas que nos ayuden a orientarnos hacia Jesús o nos enseñen a entender la Biblia. Por eso la gente le hace caso a la opinión que más le conviene o se convierte en discípulo de cualquier charlatán. Es urgente que sacerdotes, religiosos y laicos nos capacitemos para ser verdaderos mistagogos[3]: que sepamos conducir a los demás hacia el misterio de Dios. Por falta de guías la gente vive extraviada «por doctrinas llamativas y extrañas» (Hb 13,9).  

Si queremos que la persona, la familia y la sociedad “funcionen” bien, si queremos “funcionar” bien nosotros, es necesario preguntarle a Jesús qué es lo que él dice. Y luego, hacer lo que él nos diga (cf Jn 2,5).



[1]. Agradezco al P. Eusebio Elizondo, msps., que con su crítica a los programas de opinión me haya dado la primera idea para escribir sobre esta materia.

 [2]. Juan Pablo I: Orientaciones para ser buenos. L'Osservatore Romano, 10 de septiembre de 1978, p 4.

[3]. «Mistagogo» es alguien que ha tenido una experiencia de Dios y de su misterio, y es capaz de acompañar y conducir a otros en su camino hacia Dios.