«Semillas de esperanza»

Conversión intelectual

Autor: Padre Fernando Torre, msps.  

 

 

Por abril de 1991 los periódicos informaron que muchas líneas telefónicas habían sido “intervenidas”. En esos días apareció en La Jornada un artículo de Guadalupe Loaeza titulado «Oídos sordos». Allí se narran varias hipotéticas conversaciones telefónicas y la reflexión que se hace el clandestino receptor. Copio aquí una de ellas:
Entre un ejecutivo de cuenta de la Bolsa de Valores y su cliente: Primera voz: «¿Se enteró ayer del nuevo repunte? El volumen negociado totalizó 59 millones 836 mil 71, 48 fueron a la alza y 17 a la baja. Perdone, pero creo que hay un ruido extraño en la línea. ¿Me escucha?»
Segunda voz: «Claro que me enteré. ¿Supo, en cambio, que hubo pérdidas en Nueva York? El promedio Dow Jones de industriales retrocedió un poquito. Ay caray, ¡qué ruidito tan molesto! Le hablo al ratito. Oiga, si sube, venda. Y si baja, compre. ¿Okey?»
Receptor: «Esos 50 millones, se han de referir a los próximos votos […]. Qué bueno que haiga cada vez más repunte pa'nuestro partido. ¿Quién diablos será ese […] Jones? Estuvo bien que le dijera que si bajaban los votos había que comprar a los escrutadores».
Qué duda cabe: lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente. En el ejemplo citado, es fácil descubrir cuál es la mentalidad del clandestino receptor. Y nosotros, ¿somos conscientes de cuál es nuestra manera de pensar y cuáles son los filtros que obstruyen, seleccionan o modifican lo que recibimos? Esto, por no hablar de los filtros inconscientes que todos tenemos.
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Cada uno tiene su propia mentalidad, una manera original de pensar, un modo característico de ver las cosas. No nacimos pensando de una determinada manera; nuestra mentalidad se fue formando a lo largo de la vida: en el seno de la familia, en la escuela, con los amigos; a través de las lecturas y de los medios informativos; por las experiencias que hemos tenido. La cultura en la que vivimos —con sus prejuicios y tradiciones, con sus valores y antivalores— ha condicionado nuestra forma de percibir y juzgar. La educación recibida contribuyó a formar en nosotros una manera de pensar.
Y de una determinada manera de pensar, se sigue ordinariamente una forma de actuar. Si pienso que lo único importante en la vida es que yo me la pase bien, entonces… Si pienso que hay pobres porque son flojos, entonces… Si pienso que el fin justifica los medios, entonces… Si pienso que la honestidad no es un valor, entonces… Si pienso que Dios no existe, entonces…
Hay quienes tienen una recta manera de pensar y tratan de ajustar su vida a ella: pienso que se debe decir siempre la verdad, que hay que hacer el bien, que hay que respetar y amar a los demás, que es necesario luchar por la justicia…
Cuando me doy cuenta de que mi manera de actuar no corresponde con lo que quiero vivir, o cuando en la práctica soy incoherente con mis valores, se suscita en mí un sentimiento de insatisfacción o de culpa que me hace buscar un cambio de conducta. Me siento llamado a una conversión moral. Aunque simultáneamente se me presenta también la tentación de modificar mis valores, de rebajar mis ideales.
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Pero no basta con ser auténtico y honesto; no es suficiente vivir de acuerdo con lo que se piensa y actuar conforme a los propios valores. Es necesario ser verdadero: percibir cabalmente la realidad, pensar de manera correcta, vivir conforme a los valores objetivos, actuar conforme a la verdad —o mejor aún, con mayúscula: conforme a la Verdad— (cf Jn 14,6). Para esto se requiere una conversión intelectual . Esta es más difícil que la conversión moral. Reconocer que no estoy actuando de acuerdo con lo que pienso o en conformidad con lo que me hace bien o con una ley, es relativamente sencillo. Pero decir: «estoy en un error», «mis criterios están equivocados», «mi manera de pensar no está de acuerdo con el evangelio», ¡qué difícil es!
¿Por qué les fue casi imposible a los fariseos reconocer que Jesús era el Mesías? Por su mentalidad. Porque ya tenían formada una idea de cómo debía ser el Mesías (cf Jn 6,41 43; 9,1 41). Y lo mismo sucedió a los judíos ante la libertad de Jesús frente al sábado (cf Mc 2,23 28); y a Pedro ante la posibilidad de que Jesús muriera en la cruz (cf Mt 16,21 23); y le sucedió a Pablo en el Areópago (cf Hch 17,22 33).
Lo mismo sucedió con el trato que los conquistadores dieron a los indios de América; y con las resistencias que santa Teresa encontró para hacer la reforma del Carmelo; y con los campos de concentración de los nazis; y con la bomba atómica sobre Japón; y con el asesinato de Martin Luther King, de Mons. Romero… Y lo mismo sigue sucediendo con la discriminación racial en Sudáfrica y Alemania; y con el aborto; y con la explotación de los obreros; y con la corrupción en nuestro país; y con la falsedad en la información; y con el machismo; etc. Todo esto resulta de una determinada mentalidad.
Por eso se requiere una conversión intelectual: «el vino nuevo hay que echarlo en recipientes nuevos» (Lc 5,38). Este cambio de mentalidad es una gracia; hay que pedirla constantemente con humildad.
¿Habrá que tener, entonces, una apertura indiscriminada al cambio? San Pablo nos da la respuesta: «examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1Ts 5,21). ¿Hacia dónde debe ir dirigido el cambio? Hacia la realidad, hacia la verdad, hacia los valores objetivos, hacia el evangelio. ¿Cuál debe ser mi nueva mentalidad? La de Jesús.
Jesús, tal como lo presenta el evangelio, es la norma objetiva, es el criterio absoluto.
Sin embargo, cuando nos encontramos con las paradojas que Jesús nos propone en el evangelio, creemos que son ironía. ¿De veras creemos que sólo el que pierde su vida la encuentra (cf Mt 10,39); que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de Dios (cf Lc 18,25); que el que tiene autoridad debe ser el primero que sirva (cf Lc 22,26); que sólo puede seguir a Jesús quien ha renunciado a sí mismo y ha tomado la cruz (cf Lc 14,26 27)? Todo esto nos parece, más bien, estupidez y necedad (cf 1Co 1,23; 2,14).
Al leer las bienaventuranzas, ¿no nos sentimos tentados a pensar que la felicidad está precisamente en lo contrario a lo que Jesús propone? 
¡Qué difícil es la conversión intelectual! Por eso Pablo nos ordena: «no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12,2).
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Ordinariamente la conversión intelectual no es una evolución del pensamiento sino una revolución mental. Para cambiar de mentalidad se requiere una experiencia de tal magnitud que rompa los rígidos esquemas de nuestra manera de pensar. Y puesto que naturalmente tendemos a justificar nuestra conducta, es necesario modificar nuestra manera de vivir para favorecer el cambio de mentalidad.
Para que nuestros criterios sean los de Jesús, se requiere haber tenido un encuentro con él. Cuando nos encontramos con Jesús y le abrimos nuestro corazón se realiza la conversión religiosa. Sólo el enamorado está dispuesto a cambiar. El encuentro con Cristo fue lo que cambió la mentalidad de Pablo: lo que él consideraba ganancia, después lo juzgó como pérdida; sus antiguos criterios y valores, los tuvo por basura (cf Flp 3,7 8). La conversión intelectual es consecuencia de la conversión religiosa. 
El Espíritu Santo es el único que puede romper la rigidez de nuestra cabeza y cambiar nuestra actitud mental (cf Ef 4,18.23). Sólo él es capaz de cambiar nuestros criterios por los de Jesús. Y ¿cómo realiza esto? Haciéndonos descubrir a Jesús, su vida, sus palabras, sus valores.
Podemos secundar la acción del Espíritu con la meditación (lectura pausada, repetida y saboreada) del evangelio. Leer una y otra vez la palabra de Jesús nos irá haciendo descubrir que hay otra manera de ver las cosas, otra forma de actuar, otros valores, otros criterios de juicio, otra mentalidad. Para pensar y vivir como Jesús, hay que saber cómo pensó y vivió él.
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Un ejemplo que bellamente ilustra qué es la conversión intelectual, lo tenemos en la actitud de Pedro frente a Cornelio (cf Hch 10,1— 11,18).
La ley judía prohibía comer algunos animales por considerarlos impuros (cf Lv 11). Pedro, en éxtasis, vio que del cielo bajaba una lona que contenía diversas clases de animales, y escuchó una voz venida del cielo que le decía: «sacrifica y come». Como fiel israelita, Pedro se negó: «De ninguna manera, Señor; jamás he comido nada profano e impuro». Entonces la voz le dijo: «Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano» (cf Mt 15,10 20). Se le propone a Pedro una conversión intelectual.
Habiendo descendido de su éxtasis, Pedro se enfrenta con una situación existencial, análoga a la de la visión: es llamado por unos hombres enviados por Cornelio (centurión romano), para que vaya a Joppe. Otra vez Pedro está frente al dilema de permanecer encadenado a la ley —que le mandaba no contaminarse por el contacto con los paganos (cf Dt 7,1; Es 9 10)— o ir a donde es llamado. Escucha entonces la voz del Espíritu que le dice: «Baja al momento y vete con ellos sin vacilar». Pedro es dócil: va y anuncia la buena nueva a Cornelio y a los suyos. Dios envía al Espíritu Santo sobre todos los que escuchaban la palabra, confirmando así que Pedro había hecho lo correcto. Pedro entonces les confiere el bautismo.
En la iglesia de Jerusalén no faltaron quienes reprocharan a Pedro su conducta: le decían: «Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos.» El explicó que no había actuado irracionalmente o contra la Ley, sino que actuó así para ser dócil al Espíritu. «Al oír esto se tranquilizaron y glorificaron a Dios». De esta manera, la comunidad aprueba y alaba la decisión de Pedro. La iglesia de Jerusalén, gracias al testimonio de Pedro, vivió también su conversión intelectual.
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Si para todos es difícil tener una actitud mental abierta, mucho más lo es para quienes creen poseer la verdad. ¿No será ésta la razón por la que a los cristianos nos es tan difícil la conversión intelectual? Nos aferramos a nuestros puntos de vista creyendo que poseemos ya la verdad (cuando en realidad sólo somos buscadores de ella). Qué extraño nos suena oír: «tenemos que cambiar nuestra manera de pensar». De ahí tantas resistencias a los cambios que el Concilio trató de promover; tanta lucha para no perder privilegios clericales; tanta resistencia a dejar que los laicos asuman su papel en la Iglesia; tanta negligencia en el trabajo por el ecumenismo; tanta controversia respecto de la opción preferencial por los pobres; tanta ceguera para descubrir las semillas del Verbo en las diferentes culturas; tanta dificultad para encontrar a Dios en la historia…
Y para los que han manipulado el evangelio con el fin de justificar sus acciones o defender sus puntos de vista, la conversión intelectual es prácticamente imposible: «Para qué trabajar por los pobres, si Jesucristo dijo que siempre iba a haber pobres» (cf Jn 12,8). «Qué sentido tiene luchar por la liberación de los oprimidos, cuando san Pablo recomienda a los esclavos obedecer a sus amos y no buscar su libertad» (cf Ef 6,5 8; 1Co 7,21). «¿Qué tiene de malo que yo no le hable a mi papá?, si el evangelio dice que debo odiarlo» (cf Lc 14,26). No olvidemos que la Inquisición se hizo con la Biblia en la mano.
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Hoy nos es urgente una verdadera conversión intelectual. El Espíritu Santo quiere realizarla en nosotros: «El nos llevará a la verdad completa» (Jn 16,13). Debemos poner en tela de juicio nuestra manera de pensar, nuestros criterios (si el examen de conciencia no fuera sólo examen de actos…). Hay que tomar nuevamente el evangelio, leerlo y meditarlo. Es necesario ponernos frente a Jesús y preguntarle: «¿Cómo quieres que piense?»