«Semillas de esperanza»
¿Por qué me persigues?

Autor: Padre Fernando Torre, msps. 

 

 

Venía Saulo de Jerusalén, donde el Sumo Sacerdote le había dado cartas para la sinagoga de Damasco, con las que se le autorizaba apresar cristianos y llevarlos atados a Jerusalén. No había llegado aún a Damasco cuando “de repente le rodeó una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?’ Él respondió: ‘¿Quien eres, Señor?’ Y Él le dijo: ‘Yo soy Jesús, a quien tú persigues’ (Hch 9,4-5).

Esta respuesta desconcertó a Saulo. Él no perseguía a Jesús sino a los cristianos. Además, hacía seis años que Jesús había muerto crucificado. Ciertamente se habían corrido algunos rumores de que Jesús había resucitado, se había aparecido a algunos y después había ascendido al cielo. Saulo se había propuesto acabar con aquellos que habían creído en esos rumores.

El desconcierto de Saulo se debió a que él no creía que Jesús, al que habían crucificado, hubiera resucitado, y a que no había escuchado aquellas palabras de Jesús: “En verdad os digo que cuanto hagáis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hacéis” (Mt 25,40).

Efectivamente, Saulo perseguía a Jesús, pues perseguía a los cristianos. “Jesucristo, exaltado, no se ha apartado de nosotros; vive en medio de su Iglesia […] y ha querido identificarse con ternura especial con los más débiles y pobres” (Puebla 196).

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A cuántos de nosotros nos diría hoy Jesús: “¿Por qué me persigues?” Y quizá le responderíamos: “Yo no te persigo. Voy a misa los domingos, doy limosna, pertenezco al grupo X, realizo mi apostolado cada semana, ayuno el miércoles de ceniza y el viernes santo y, además, soy amigo del padre fulano”.

Por eso es necesario recordar nuevamente las exigentes palabras de Jesús: “…cuanto hagáis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hacéis”.

¿Quiénes son esos “hermanos de Jesús más pequeños”?

ð  Son los niños golpeados por la pobreza desde antes de nacer, los niños que han nacido con deficiencias mentales y corporales incurables, los niños vagos y muchas veces explotados de nuestras ciudades.

ð  Son los jóvenes desorientados por no encontrar un lugar en la sociedad, los jóvenes frustrados por falta de oportunidades de capacitación y trabajo, los jóvenes drogadictos, alcohólicos, etc.

ð  Son los indígenas que viven explotados y en situaciones inhumanas.

ð  Son los campesinos que viven relegados de la sociedad y a veces privados de tierra, en una situación de dependencia, sometidos a sistemas de comercialización que los explotan.

ð  Son los obreros cuyo trabajo es mal retribuido y que tienen dificultades para organizarse y defender sus derechos.

ð  Son los sub-empleados y desempleados que han sido despedidos por las duras exigencias de crisis económicas y raciales.

ð  Son los marginados que no tienen lo indispensable para vivir, mientras que otros hacen ostentación de sus riquezas.

ð  Son los ancianos que han sido relegados de esta sociedad del progreso que trata de eliminar a personas que no producen.

En el rostro de cada uno de estos hombres deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo (cf. Puebla 31-39). 

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La causa de estos sufrimientos que vive el hombre es el pecado que, además de su dimensión personal, tiene una dimensión social.

El que existan ricos cada vez más ricos, a costa de pobres cada vez más pobres, es una “situación de pecado social” (Puebla 28), que es “producto de estructuras económicas, sociales y políticas […]. Esta realidad exige, pues, conversión personal y cambios profundos de las estructuras que respondan a las legítimas aspiraciones del pueblo hacia una verdadera justicia social” (Puebla 30). 

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Hoy, perseguir a Jesús es propiciar, directa o indirectamente, estructuras que engendran injusticia, o quedarnos callados y con los brazos cruzados ante tales estructuras que violan la dignidad de la persona humana y no respetan sus derechos fundamentales.

“La Iglesia ha aprendido […] que su misión evangelizadora tiene como parte indispensable la acción por la justicia y las tareas de promoción del hombre” (Juan Pablo II). Por tanto, no basta con dar de comer —de lo que nos sobra— al que tiene hambre; o regalar una prenda de vestir —que ya no usamos o que está pasada de moda— al que la necesita; o dejar que quien no tiene donde dormir pase la noche en la puerta de nuestra casa; o visitar al que está enfermo o que injustamente está encarcelado. Es necesario crear estructuras económicas, sociales y políticas que respeten y promuevan el derecho de todo hombre a la vida, a la salud, a la alimentación, al vestido, a la vivienda, a la educación, al trabajo, a la participación política y a la libertad.

Es necesario crear la civilización del amor […], inspirada en la palabra, en la vida y en la donación plena de Cristo y basada en la justicia, en la verdad y la libertad” (Puebla, Mensaje a los Pueblos de América Latina).