«Semillas de esperanza»
La respuesta al sufrimiento

Autor: Padre Fernando Torre, msps. 

 

 

El sufrimiento es un misterio. Nunca llegaremos a entenderlo. El sufrimiento es una escandalosa realidad en nuestra vida, en la vida de todo hombre.

Quizás el sufrimiento es el enemigo contra el cual el hombre ha luchado con más ímpetu. Y, sin embargo, el sufrimiento sigue presente en cada hombre, en cada situación, en cada actividad. Apenas hemos conseguido una victoria sobre el sufrimiento, éste aparece con nuevo rostro, con mayor fuerza. Entonces, sólo nos queda aceptar que hemos sido derrotados en nuestra lucha contra el sufrimiento.

Espontáneamente, ante un sufrimiento, brota de nuestros labios un porqué. ¿Por qué este sufrimiento?, ¿por qué a mí?, ¿por qué ahora?, ¿por qué aquí? Si no encontramos una respuesta a nuestros porqués, poco a poco el tono de nuestra pregunta va cambiando hasta convertirse en un porqué casi blasfemo, en el que reclamamos a Dios ese sufrimiento y lo hacemos culpable de él. Ante el misterio del dolor, la rebeldía es la tentación que está siempre al acecho[1].

No hay otra respuesta al misterio del sufrimiento. La única respuesta es Cristo.

La realidad del dolor no cambió después de la muerte y resurrección de Cristo: el sufrimiento sigue existiendo. Y, aunque Cristo iluminó el misterio del dolor, no podemos afirmar que lo haya esclarecido del todo: sigue siendo un misterio.

Cristo sufrió, Cristo murió, Cristo resucitó. He aquí la única respuesta al misterio del sufrimiento.

Cristo, al asumir el sufrimiento, le dio un valor salvífico: lo hizo medio para reconciliar al hombre con Dios y a los hombres entre sí. Al morir en una cruz, cambió el sentido del dolor: de enemigo del hombre lo transformó en su colaborador. Al resucitar, nos mostró el término definitivo del sufrimiento: la gloria, donde el dolor y la muerte no tienen ya ciudadanía.

Cristo compartió nuestros sufrimientos: “eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba” (Is 53,4). Nuestro sufrimiento, de alguna manera, ya ha sido sufrido por Cristo. En Él, todo sufrimiento ha adquirido una capacidad de convertirse en instrumento de salvación.

Estamos llamados a asociar nuestros sufrimientos a los sufrimientos de Cristo. Es así como el sufrimiento adquiere su eficacia salvadora, pues es Cristo mismo el que, en los miembros de su Iglesia, sigue sufriendo, continúa su pasión.

Para el cristiano, sufrir es “participar en los sufrimientos de Cristo” (1P 4,13), es estar crucificado con Él (Ga 2,19), es parecerse a Él (Flp 3,10), es colaborar con Él en la obra de la salvación (2Tm 2,10). Sufrir a causa de Cristo es ser bienaventurado (Mt 5,11-12) y debe ser motivo de profunda alegría (1P 4,12-17). Quien sufre con Cristo, será glorificado con Él (Rm 8,17); quien muere con Cristo, vivirá con Él (2Tm 2,11).

Sólo el Espíritu Santo, que fue quien impulsó a Cristo a la cruz (Hb 9,14), puede hacer que aceptemos en nuestra vida el misterio del dolor. Él nos hará comprender el valor salvífico de nuestro sufrimiento. Él mantendrá viva nuestra esperanza en el sufrimiento y no permitirá que nuestro corazón se vea derrotado por el desaliento y la desesperación. Él nos dará la alegría de sufrir a causa de Cristo (Hch 5,41). Él nos impulsará a unir nuestros sufrimientos a los de Cristo y a ofrecérselos al Padre. El Espíritu Santo, en los momentos de prueba y sufrimiento, hará que, como Jesús, nos abandonemos filialmente en las manos del Padre y le digamos: “¡Abbá, Padre!, todo es posible para ti; aparta de mí este cáliz, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú” (Mc 14,36).

El Concilio Vaticano II, en su mensaje a la humanidad, dijo a los pobres, a los enfermos y a todos los que sufren:

¡Oh vosotros que sentís más pesadamente el peso de la cruz! Vosotros que sois pobres y desamparados, los que lloráis, los que estáis perseguidos por la justicia, vosotros sobre los que se calla, vosotros los desconocidos del dolor, tened ánimo; sois los preferidos del reino de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida; sois los hermanos de Cristo paciente, y con Él, si queréis, salváis al mundo.

El sufrimiento es un misterio. El sufrimiento, en Cristo, es un misterio salvífico.


[1] En este punto, de 1982 al 2000 cambió mi manera de pensar. Ahora creo que sí podemos reclamarle a Dios y, sin temor, expresarle nuestra rebeldía. “Por más que las demandas y lamentos parezcan una falta de respeto a Dios, o incluso una blasfemia, pueden ser, por el contrario, una manifestación de amor a Él. Un amor desesperado, dolido, triste o angustiado; pero ¡amor!, genuino y adulto amor a Dios. Reclamarle a Dios es una forma de confiar en Él. El amor se expresa con osadía filial a través de un grito que es el estallido de un corazón que sufre” (Torre Medina Mora F: Grítale a Dios. México, Editorial La Cruz, 2000, 40-41).