«Semillas de esperanza»
Misionero del Espíritu Santo ¡para siempre!

Autor: Padre Fernando Torre, msps.

 

 

                                                                                                                                               México, D.F., 5 de agosto de 1983

El próximo día 14, en el Noviciado de Querétaro, voy a hacer mis votos perpetuos. Para compartir contigo este momento tan importante de mi vida, te escribo algunas de las reflexiones que he hecho acerca de mí, de la llamada que Dios me ha hecho, y de cómo entiendo mi vida religiosa como Misionero del Espíritu Santo.

Desde el 13 de junio, estoy en lo que llamamos «Segundo Noviciado». Es un retiro de dos meses destinado a discernir por última vez los signos de vocación (descubrir si Dios quiere que yo sea Misionero del Espíritu Santo, o no) y a hacer la decisión definitiva que orientará toda mi vida (decidir si yo quiero responderle, o no).

Llevo diez años en la Congregación. Han sido años de esfuerzo, pero también un tiempo lleno de alegría y satisfacción.

Los motivos por los que comencé este camino siguen siendo válidos para continuar: consagrarme total y definitivamente a Dios como Misionero del Espíritu Santo, colaborar con Jesús en la construcción de un mundo más justo y fraterno, y servir a los demás como instrumento para que Dios llegue a ellos y para que puedan alcanzar su plenitud como personas.

Al ingresar a la Congregación, en 1973, veía con claridad que quería ser Misionero del Espíritu Santo y sacerdote, y estaba decidido a serlo. Pero no quise aferrarme a esta decisión, sino que conscientemente siempre estuve abierto a salirme, si éste no fuese mi camino. De hecho, hubo momentos en los que lo pensé seriamente. Sin embargo, a través de dudas y luchas, mi decisión fue madurando. Hoy puedo decir: ¡quiero ser Misionero del Espíritu Santo para siempre!

En estos días de Segundo Noviciado me costó mucho dar el último paso. Lo que me detenía es aquello de “para siempre”. ¡Qué difícil se me hizo decidir, en un momento, la orientación de todo lo que vendría después! Experimenté mi resistencia a asumir un compromiso definitivo, a optar por un camino hasta la muerte y, por lo tanto, a cerrar todas las demás posibilidades. En la primera profesión y en las renovaciones anuales era distinto; quizá porque hacer votos “por un año” deja aún abiertas las puertas para decisiones futuras. En fin, ahora es para siempre. Libremente elijo ser Misionero del Espíritu Santo. Por tanto, renuncio a cualquier otra manera de realizar mi vida. Esto me exige centrar todas mis fuerzas en ser fiel a esta vocación y tratar de crecer cada día como Misionero del Espíritu Santo.

He dado este paso movido por el Espíritu Santo y confiando sólo en su gracia. No he sido yo quien tuvo la iniciativa de ser Misionero del Espíritu Santo; yo sólo he respondido a la llamada de Dios; o mejor, me he dejado seducir por un Dios que está enamorado de mí. ¡Vaya gustos!

Dios me ha elegido simplemente porque me ama. No hay otras razones. Me ama y eso basta. Cierto que tengo cualidades —que Él me ha dado—, que soy de tal o cual manera; pero Él me ha llamado no por lo que tengo o lo que soy, sino porque me ama y le ha pegado la gana de llamarme. 

Quiero formar parte de una Congregación a la que amo profundamente, en la que he vivido diez años, a la que conozco —lo suficiente—, a la que acepto con sus cualidades y limitaciones (a nivel Congregación, comunidades y personas), y por la que quiero trabajar para que cada día sea mejor; comenzando por mí.

Mi vocación, como yo la experimento, es ser religioso y sacerdote. En muchos momentos, incluso para mí mismo, el aspecto sacerdotal ha opacado al de la vida religiosa. Durante este Segundo Noviciado he visto con claridad que mi sacerdocio debo vivirlo como Misionero del Espíritu Santo; esto es, con un espíritu característico, con una misión específica y según un estilo de vida que dé prioridad a la dimensión contemplativa y a la vida de comunidad.

Me siento identificado con el carisma de la Congregación: deseo ser transformado en Jesucristo sacerdote y víctima, para vivir como hijo del Padre y de María, y como hermano y servidor de todos. Me entusiasma también nuestra misión: promover la santidad en todo el Pueblo de Dios y así extender el reinado del Espíritu Santo. Me atrae el trabajo con sacerdotes, religiosos/as y Obras de la Cruz; valoro mucho el ministerio de la dirección espiritual, la pastoral litúrgica (sobre todo la celebración de la Eucaristía y del sacramento de la reconciliación) y el anuncio de la Palabra de Dios.

 

Dios me ha llamado a vivir para Él, a amarlo con un amor total e indiviso. Yo, movido por el Espíritu Santo y como respuesta de amor a ese llamado, voy a hacer voto perpetuo de castidad. Por medio de este voto me entrego totalmente a Dios y oriento definitivamente mi vida hacia Jesucristo y su Reino. Le consagro mi capacidad de amar y ser amado; capacidad que Cristo mismo toma, purifica y engrandece, para que pueda amar a todas las personas como Él las ama.

Ser llamado a vivir la castidad, al estilo de Jesús, es un don del Espíritu Santo, un privilegio para mí. Ya que Él me ha llamado a vivirla, Él me dará las gracias que necesito. Soy consciente de que este don implica renuncias muy concretas, entre otras: a vivir una relación esponsal con una mujer, a ejercer mi genitalidad, a la fecundidad biológica. Valoro profundamente estas realidades. Me encantaría compartir mi vida, ideales y todo lo que soy con una mujer; siento en mi carne y en todo mi ser la fuerza de la sexualidad; me fascinan los niños y vibro interiormente con el deseo de verme proyectado en unos hijos míos. Pero… me he encontrado con Jesucristo; su amor me ha cautivado. Vivir en amistad con Él me ha llenado plenamente. Por encima de todo, quiero ser totalmente de Él y vivir siempre para Él.

Voy a hacer también voto perpetuo de pobreza. Es una respuesta que le doy a Jesucristo, a su invitación a seguirlo dejando todo por Él. Con este voto hago de Dios mi único tesoro; en Él he puesto mi corazón. Vivir la pobreza religiosa significa esperarlo todo del Padre, siendo Él mi único apoyo; poner al servicio de los demás todo cuanto soy y tengo; y, como Jesús, tener un especial amor a los pobres y llevarles la Buena Nueva del Reino. Este voto implica ser pobre de hecho; usar de las cosas sin apegarme a ellas; no tener cosas superfluas y tratar de que cada día las “indispensables” vayan siendo menos.

El otro voto es el de obediencia. Me comprometo a hacer siempre y en todo lo que agrada al Padre. Es una entrega definitiva de mi capacidad de programar libremente mi propia existencia. Me oriento a realizar el plan de Dios en mi vida y actividades. Mi obediencia a Dios se expresa también en la sumisión a mis superiores. La fe me hace descubrir en sus decisiones la voluntad del Padre, y me da la certeza de que la mejor forma de realizarme como persona es cumpliendo fielmente lo que Dios quiere de mí. 

Dios me ha llamado a seguir a Jesucristo para transformarme en Él. Vivir la virginidad, la pobreza y la obediencia es el mejor camino para imitar el género de vida que históricamente Jesús vivió.

Dios me ha llamado a ser total y definitivamente de Él. Vivir consagrado a Él como Misionero del Espíritu Santo es la forma concreta como quiero responder a ese llamado.

Dios me envía a servir a mis hermanos y hermanas, para construir su reino de amor, justicia y paz. La vivencia auténtica de mi vida consagrada es mi mejor apostolado, pues es una proclamación de que Dios es «la perla» de mayor valor, de que por Él vale la pena dejarlo todo, y de que Él es capaz de llenar plenamente el corazón humano. Además, mi consagración a Dios me capacita para amar a todas las personas con el corazón de Jesucristo y me permite estar disponible para servirlas.

He sido llamado por Dios a seguir a Jesucristo no aisladamente sino en comunidad. Mi comunidad es un don del Espíritu para mí. La fraternidad es un renglón en el que mucho he invertido, y del que muchos beneficios he obtenido. Mis hermanos reciben lo que doy; me exigen lo que soy y tengo; me dan lo que necesito. La mayor aportación que me han hecho —en especial mis formadores— es haber conformado mi persona según el carisma de los Misioneros del Espíritu Santo. Soy quien soy gracias a las comunidades en las que he vivido (incluida mi familia). El bienestar que experimento en la comunidad es fruto del amor que recibo de mis hermanos y de la amistad que tengo con algunos de ellos.

Lo que arriba he escrito, más que una constatación de lo que vivo, es un ideal al que quiero llegar. Sin embargo, estoy muy lejos todavía. Soy consciente de mis limitaciones y debilidades. Saltan a la vista mi tendencia al individualismo, aunque deseo vivir en comunidad; mi inclinación al activismo, aunque estoy llamado a ser «ante todo contemplativo»; mi egoísmo y mi búsqueda de gratificaciones sensibles, aunque quiero reproducir el amor virginal de Jesús; mi inconstancia, aunque voy a comprometerme con Dios para siempre; mi avidez por conocer, tener y hacer, aunque opto por ser pobre, al estilo de Jesús; mi orgullo y mi impaciencia conmigo mismo y con los demás, aunque pretendo ser signo e instrumento del amor misericordioso del Padre; mi modo impositivo de ser y mi terquedad, aunque elijo vivir haciendo la voluntad de Dios.

A pesar de esto, y de todas mis demás limitaciones —las que conozco y las que ni me imagino—, quiero consagrarme a Dios para siempre. No confío en mis fuerzas sino en la acción poderosa del Espíritu Santo. Si Dios me ha llamado conociendo cómo soy, pues ése es su problema. Sé que va a tener que trabajar muy duro en mí, como Él sabe hacerlo; por lo tanto, debo disponerme a recibir su acción. Su sueño es hacer de mí una imagen viva de Jesucristo; y, como conozco a mi Dios, sé que va a salirse con la suya, cueste lo que cueste.

Confío también en la oración y la ayuda de mis hermanos de Congregación, de mi familia y de mis amigos. Tengo el convencimiento de que mi vocación no es sólo un don para la Iglesia, sino que también es de la Iglesia. Ha sido construida por muchas personas, que quizá ni lo sepan. De hecho, te envío estas reflexiones porque tú has contribuido en mi vocación; y puedes considerarla también tuya, porque lo es. 

Te pido que me ayudes a darle gracias a Dios porque soy Misionero del Espíritu Santo. No es algo que tengo o que hago; ni siquiera es algo que llegaré a ser: ¡lo soy! Es lo más profundo de mí. Cuando Dios decidió crearme, me pensó Misionero del Espíritu Santo. Lo sé, porque todo mi ser lo encuentro orientado hacia ello, porque durante el tiempo que he vivido en la Congregación he sido feliz, y porque al responder definitivamente al llamado de Dios he sentido paz y gozo, y he experimentado que dentro de mí todo adquirió armonía.

En 1975, estando en el Noviciado, pensé seriamente en salirme. Creía y sentía que no me era posible ser Misionero del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, ser yo mismo. Ahora veo que no sólo es posible, sino que mi mejor “yo” es ser Misionero del Espíritu Santo.

A nueve días de consagrarme definitivamente a Dios experimento mucha alegría, porque Dios me ama y porque me ha llamado a vivir para Él. Siento una profunda gratitud hacia Dios y hacia todos los que han hecho posible este momento; entre otros, tú. Tengo gran paz, a pesar de mis debilidades y limitaciones, pues sé que Dios es fiel: si Él me ha llamado, Él me dará su Espíritu Santo para responderle. Me siento acompañado: no estoy solo, María está conmigo. Ella ha querido ser mi amiga y fiel compañera en mi caminar hacia Dios y hacia los demás. Con Ella lo tengo todo.

He querido compartir contigo todo esto como un signo de gratitud por lo que has hecho por mí, y como una súplica para que me sigas apoyando con tu oración, tu cariño y tu palabra oportuna de aliento o corrección.

Fernando Torre Medina Mora —para siempre— msps.