«Semillas de esperanza»
Una semana zarandeado por el Espíritu

Autor: Padre Fernando Torre, msps.

 

 

Domingo 24 de mayo de 1998

A las 10 de la noche estaba viendo la televisión con el P. Alejandro González. En eso sonó el teléfono; era el P. Vicente Monroy. Las palabras que me dijo como preám­bulo me inquietaron: «Siéntete en libertad. Te lo digo con toda confianza, para que me respondas con toda confianza». ¿De qué se trata?, me preguntaba.

Yo había llegado a Guadalajara en la madrugada, después de cinco semanas de estar fuera: cuatro en Valle de Bravo, participando en el Capítulo General de nuestra Congregación, y una en México, haciendo la redacción definitiva del Documento final del Capítulo. Ese domingo había tratado de poner orden en mis cosas y de ver algunos de los papeles que me habían llegado durante el tiempo que estuve fuera.

Me sentía muy cansado. Anhelaba estar unos días tranquilo, en casa (aunque la Casa Provincial ya no era “mi casa”, pues desde el 9 de mayo pertenecía a la comunidad de la Casa General).

La herida del cambio de comunidad aún sangraba: andaba tristón y nostálgico. Después de haber vivido seis años en Guadalajara, me tenía que trasladar a la Cd. de México. Necesitaba tiempo para asimilar el cambio.

Siguió Vicente: «Desde hace meses, los grupos de Renovación y del Apostolado de la Cruz, de El Salvador, vienen preparando la fiesta de Pentecostés. Han organizado tres días de reflexión —jueves, viernes y sábado—, y una gran concentración en el estadio el domingo». Yo pensaba: ¿Y a mí, qué?

«El P. Anselmo Murillo iba a ir, pero yendo de camino, en Guatemala, se enfermó de cólera, y no podrá asistir. En El Salvador han hecho mucha propaganda de que asistirá un Misionero del Espíritu Santo, de México». Entonces malicié de qué se trataba.

«Te llamo para ver si tú puedes ir. Con toda confianza respóndeme “sí” o “no”; pero respóndeme ahora. Allá no pueden esperar más; hoy necesitan saber quién irá. Si tú no puedes, buscaré a otro Misionero».

Inmediatamente se desató en mí una revolución. ¡Señor, ¿qué quieres que haga?! Yo quisiera ir. Me gustaría hablar del Espíritu Santo. No tengo nada preparado. Tengo mucho trabajo pendiente. «Amar al Espíritu Santo y hacerlo amar», nos había dicho el P. Félix de Jesús. ¡Hablar en un estadio! Estoy muy cansado. ¿Podré conseguir los vuelos? El lunes 1º de junio hay reunión del Consejo Provincial y tengo que preparar la agenda y el material. Entonces ¿para cuándo soy Misionero del Espíritu Santo?

Le respondí a Vicente: «Sí quiero ir, pero déjame pedirle permiso al P. Alejandro. Te llamo en unos minutos».

A Alejandro le pareció bien. Incluso, para darme oportunidad de llegar a tiempo a la reunión del Consejo Provincial, estaba dispuesto a cambiar para la tarde la sesión del lunes.

«Monroy, ¡sí voy!», le dije por teléfono.

«Voy a llamar a El Salvador, para que se comuniquen directamente contigo; espera su llamada hoy mismo. Gracias por aceptar; nos sacas de un apuro». Y a mí me metes en otro, pensé.

A las 11:30 p.m. sonó el teléfono. Era la Sra. Liz de Nieto que me llamaba desde El Salvador. «Padre, qué bueno que haya aceptado venir». Lo decía con un tono de alivio. Había vivido una semana de zozobra: «Ya teníamos todo organizado. Habíamos anunciado que vendría de México un Misionero del Espíritu Santo; y en el último momento no sabíamos si iba a venir o no». Luego me dio explicaciones de las actividades que yo debía realizar en El Salvador cuatro días después.

Colgué el teléfono y me metí en la capilla. No pude decir nada; pero sin duda Dios escuchó lo que le estaba gritando a través de mi miedo, mi preocupación y mi alegría.

Lunes 25

Dormí mal. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a decir? Desde que me levanté experimenté un nuevo entusiasmo. Me sentí envuelto en un torbellino que me arrastraba.

Hablar sobre el Espíritu Santo me obligaba a vivir, aunque fuera durante tres días, lo que iba a decir: «predica lo que crees y vive lo que predicas», me había dicho el obispo el día de mi ordenación diaconal.

Para ser un instrumento menos indigno, en la mañana me fui a confesar con el padre Chepito (José Quezada). A través del sacramento, Jesucristo purificaba mi corazón y me regalaba nuevamente su Espíritu Santo.

Consciente de que la palabra del evangelizador, para ser eficaz, necesita de la oración de la Iglesia, fui a ver al H. Eduardo García. Un hermano coadjutor de 83 años que pasa buena parte del día orando en la capilla (nunca la palabra “coadjutor” me había parecido tan adecuada). Me ofreció pedir por mí. Su promesa me dio paz.

Al mediodía me llegó un fax con los horarios de las pláticas, los temas propuestos, los datos de los vuelos, etc.

Por medio de fax respondí diciendo que estaba de acuerdo en lo que me proponían; sólo les pedía que mi vuelo de regreso fuera el domingo, y no el lunes, como ellos querían, pues ese día yo tenía trabajo en Guadalajara. Les preguntaba algunas cosas prácticas, como el clima que hacía, etcétera.

Yo conocía muy poco sobre El Salvador. Tenía idea de su ubicación en el mapa; sabía de “la guerra del futbol” contra Honduras, del asesinato de Mons. Romero, del asesinato de los jesuitas, de la guerrilla, y nada más.

Para obtener más información sobre el lugar al que el Espíritu Santo me enviaba, en la noche hice algunas búsquedas en Internet. Imprimí unas cincuenta páginas sobre su historia, geografía, organización política, cultura…

Con esos papeles me fui a la capilla a orar por el pueblo salvadoreño. Pedí a la Virgen María que fuera disponiendo el corazón de las personas que días después me escu­charían.

Martes 26

Ya desde la mañana de ese día, en mi oración comencé a pensar qué iba a decir en las pláticas. Aunque me habían dado la lista de los temas, me dejaban en libertad para que yo hablara de lo que quisiera, teniendo, desde luego, relación con el Espíritu Santo.

Más que preparar pláticas, fui anotando en unas hojas de mi carpeta todo lo que se me ocurría: textos bíblicos, ideas, ejemplos… Tenía que juntar material para cuatro pláticas. «Mons. Romero, ¿qué le digo a ese pueblo tuyo, por el que derramaste tu sangre?»

Nuevamente me llamó por teléfono el P. Vicente. Le pedí algunas referencias sobre El Salvador, la Iglesia local, el grupo del Apostolado de la Cruz. «Me da mucho gusto que vayas. Te envidio, pues allí hay personas que quiero mucho».

Le llamé a la H. Gloria Luz Márquez, para informarle de mi viaje a su patria y para pedirle oraciones. Se alegró mucho. «Llénate del Espíritu Santo, para que se lo transmitas a los guanacos».

En la tarde recibí otro fax. Ya estaban confirmados los vuelos de jueves y domingo entre México y El Salvador. Ahora tenía que conseguir boletos para el viaje entre Guadalajara y la Cd. de México.

Miércoles 27

Fui a celebrar la eucaristía con las Religiosas de la Cruz. Había ido para despedirme de la comunidad antes de mi cambio a México. Aproveché para pedirles sus oraciones por el pueblo salvadoreño. Sabía que iban a realizar bien mi encargo.

A cuanta persona encontré o llamé por teléfono, le pedí que me encomendara, para que yo pudiera realizar con fidelidad la misión que el Padre me había confiado.

En la tarde me entregaron los boletos de avión. Cuando Dios quiere algo, se sale con la suya.

En esos tres “breves” días que estuve en Guadalajara, a marchas forzadas pude sacar lo más urgente del trabajo de secretaría que tenía pendiente.

Las palabras del padre Félix de Jesús Rougier, nuestro fundador, me iluminaban, me daban paz y me entusias­maban:

debemos ser “Apóstoles del Espíritu Santo”, trabajando para que sea conocido y amado, y que reine en los corazones, y en las familias y en la sociedad[1].

Serán los propagadores incansables de la devoción al Espíritu Santo, explicando claramente a los fieles su acción en la Iglesia, en cada una de nuestras almas, y dando a conocer, con todo amor y paciencia, sus dones, sus frutos y la necesidad de amarlo de manera especial, y de acudir a Él constantemente, para hacer más seguros y rápidos progresos en la vida espiritual[2].

Jueves 28

A media mañana ya estaba en el aeropuerto de Guada­lajara. Allí comencé a leer con atención el material bajado de internet, tratando de memorizar algunas cosas impor­tantes. Mucho me sirvió para conocer mejor a ese pueblo salvadoreño que Dios ya había metido en mi corazón.

En el aeropuerto de la Cd. de México empecé a preparar el tema de la plática que iba a dar llegando. Eché mano de lo que había ido anotando en mi carpeta.

En San Salvador, a la salida del aeropuerto me estaban esperando Liz, Irene y Ana, coordinadoras del centro local del Apostolado de la Cruz. Como no nos conocíamos, habíamos acordado que el símbolo para reconocernos era que yo llevaría al pecho la Cruz del Apostolado. Ellas también la llevaban. Desde que nos saludamos nos sentimos hermanos.

Como el avión llegó con una hora de retraso, del aeropuerto nos fuimos directamente a la parroquia de San Benito. El P. José Zaldaña, encargado diocesano del Movimiento de Renovación Cristiana en el Espíritu Santo, me saludó diciendo: «Ya lo están esperando».

Me pasó al salón. Había unas 300 personas. Habían estado “haciendo tiempo” una media hora, mientras llegaba el padre Anselmo Murillo.

El P. José explicó: «Los caminos de Dios no son nuestros caminos. Habíamos invitado al padre Anselmo, pero no pudo venir, pues se enfermó. Pero el Espíritu Santo nos envió al P. Fernando Torre».

Me impresionó pensar que, desde toda la eternidad, Dios ya sabía que yo iba a estar ese día en El Salvador. ¡Y yo sin saberlo cuatro días antes!

Me acogieron con mucha fe. Me brindaron una atención demandante. No cabe duda que ser escuchado es una forma privilegiada de sentirse amado. El tema de mi reflexión fue: «Jesús nos da su Espíritu Santo». Hablé con entusiasmo; las ideas me fluían.

Después de la plática varias personas se acercaron a saludarme. Recuerdo a Roxana, una muchacha con síndrome de Down; llevaba su Biblia fuertemente abrazada.

Para celebrar con el Misionero del Espíritu Santo que había llegado de México, los miembros del Apostolado de la Cruz acordaron ir a tomar juntos una pizza. Es un grupo unido y entusiasta. Por allí llegó Camila, una muchacha de quince años, hija de la Sra. Liz, que quería conocer al padrecito (parece que pasé “la prueba”, pues en otros momentos me volvió a buscar).

Viernes 29

La mañana fue tranquila. Después de la eucaristía y el desayuno, tuve tiempo para preparar la plática de la tarde y para orar con calma. Hasta para una “siesta de perro” me alcanzó.

La comida fue apresurada, “tipo éxodo” (Ex 12,11), pues a las 3 de la tarde me esperaban en el periódico para una entrevista que había concertado el P. Zaldaña. Salió publicada al día siguiente en El Diario de Hoy.

De camino hacia el lugar donde iba a ser la plática, pasamos a visitar la Cruz del Apostolado. Se había erigido el 3 de mayo anterior, en un jardín anexo al templo de la Virgen de Guadalupe. Pude hacer allí un rato de oración. Recordé las palabras de Jesús a Conchita: La Virgen de Guadalupe y la Cruz del Apostolado salvarán a México[3]. También salvarán a este país, donde nuevamente se han juntado.

La plática fue en el “Ricaldone”: un amplio auditorio de una escuela de los Salesianos. Hablé sobre «Los dones del Espíritu Santo».

-          ¿No había sido una imprudencia de mi parte haber aceptado ir a El Salvador, estando tan cansado después del trabajo del Capítulo General?

-          ¿Entonces para cuándo quieres mi don de forta­leza?

-          ¿No era falta de “responsabilidad profesional” haber aceptado dar unas pláticas casi sin haberlas preparado?

-          ¿Cuándo aprenderás a confiar en mí, que te doy entendimiento y consejo?

«No serán ustedes los que hablarán, sino el Espíritu del Padre es el que hablará en ustedes» (Mt 10,20).

Luego fui a cenar con Lucy, Ana Lydia e Irene, integrantes del Apostolado de la Cruz, que habían asistido a la plática.

Sábado 30

Me levanté a las 6 para preparar la plática. La di a media mañana en el “Ricaldone”. Hablé sobre «El Espíritu Santo y la comunidad». Traté de no echar rollo sino compartir mi fe en la acción del Espíritu Santo. Aproveché la oportunidad para hablar sobre la vocación. Luego una muchacha me expresó su deseo de ingresar con las Religiosas de la Cruz, a quienes ya había escrito a Guatemala y Costa Rica.

Al igual que el día anterior, después de la plática los asistentes me hicieron algunas preguntas, que yo traté de responder. Quizá habían esperado unas pláticas más “carismáticas”, pues varias de las preguntas iban en esa dirección: «Padre, ¿y los descansos en el Espíritu? ¿Qué relación hay entre dones y carismas?…»

Como fruto de esos días de predicación, se reavivaron en mí algunas llamas “carismáticas” que dormían bajo las cenizas.

En la tarde hice un rato de oración y luego presidí la misa de 6. Celebrábamos la vigilia de Pentecostés y los “quince años” de una muchacha.

Junto con el P. Zaldaña fui a cenar con la familia de Eduardo y Liz. Los salvadoreños son gente abierta y cariñosa.

Luego fuimos a Radio Luz, pues el padre había concertado una entrevista. Primero lo entrevistaron a él; luego, de 10:30 a 12 de la noche, me tocó mi turno. Un locutor, ameno y creyente, me hacía preguntas que me daban pie para hablar de los Misioneros del Espíritu Santo, de Conchita Cabrera de Armida y el Padre Félix Rougier, de mi vocación… La Sra. Liz habló sobre el Apostolado de la Cruz y sobre los grupos de esa Obra que hay en El Salvador. Cada media hora hicimos un corte, mientras al aire pasaban cantos del P. Marcos Alba. Le regalé tres cassettes a la difusora. El locutor se puso feliz, pues le había llevado «material nuevo y de buena calidad», según dijo.

Domingo 31

Habiendo dormido poco, a las 6 me levanté para preparar la plática. Un desayuno de carrera y… al estadio de La Flor Blanca.

Al entrar al estadio me sentí pequeñito. Calculan que había unas 20 mil personas. Busqué un sitio (¿refugio?) para acabar de poner en orden los puntos de la plática. El lugar que encontré fue el palco de transmisiones. Pero allí me topé con el locutor de la noche anterior y quiso que nuevamente hablara por radio (adiós “orden”). Luego otra radiodifusora católica, Radio Paz, también me hizo una entrevista. Tuve que cortar, pues ya era la hora de mi plática.

El tema fue: «Llamados a la santidad». ¿Queremos ser santos? ¿A qué tipo de santidad nos impulsa el Espíritu? Aproveché para decir una palabra sobre Mons. Oscar Arnulfo Romero y sobre Mons. Juan Gerardi (martirizado días antes en Guatemala). Se renovó mi anhelo de ser santo y de amar hasta entregar mi vida.

Me esforcé por hablar claro y no correr. Me distraía el ruido de mis propias palabras, que yo escuchaba por las bocinas unos instantes después de haberlas pronunciado. Por el lugar donde habían colocado el estrado, no lograba ver a muchos de los asistentes que estaban a mis espaldas, ni ellos me podían ver; esto hacía que fuera mayor el reto de mantener su atención durante casi una hora.

Hablé con entusiasmo; grité con libertad. Como decía Conchita (refiriéndose a su primer diálogo con el P. Félix): «yo me oía hablar con un fuego… con una facilidad, con algo muy grande que no era mío… era de la Palomita Divina»[4].

Sudaba por el calor que hacía, por el nerviosismo que sentía y por el fuego del Espíritu que me quemaba por dentro. Acabé empapado. Pero, como ya me conozco, había llevado ropa para cambiarme.

A las 12 fue la eucaristía que presidió el Arzobispo. A pesar de que empezó a llover, la gente no se movía de sus lugares (los sacerdotes estábamos bajo un toldo, que algo nos resguardaba de la lluvia: “privilegios clericales”). Como ya me sentía liberado de la tensión de las pláticas, a la hora de la segunda lectura comencé a cabecear (¿serán esos los “descansos en el Espíritu”?); a duras penas logré mantenerme despierto.

A las 4 tenía que estar en el aeropuerto. Después de empacar de carrera, fuimos a comer a casa de Jorge y Ana. Se juntaron unos doce miembros del Apostolado de la Cruz. Aunque también la comida fue con tiempo limitado, tuve oportunidad de contar algunos chistes y de disfrutar un aromático café salvadoreño.

A las 5:10 despegó el avión. Adiós, querida república de El Salvador. Es un pueblo que recientemente ha sufrido la guerrilla. Aunque ya hay paz en la nación, en muchos corazones existen heridas que aún no han cicatrizado.

Antes de que el sueño me venciera, me invadió una enorme gratitud hacia Dios por haberme enviado a ese país a hablar sobre el Espíritu Santo, y por haberme permitido hacer algo de bien a los salvadoreños. Por consecuencia, también le di gracias por la enfermedad del P. Anselmo. Perdón, Chelmo, pero si no te hubieras enfermado, yo no habría ido. San Agustín dijo, refiriéndose al pecado: «Oh feliz culpa, que mereció tal Salvador»; yo pude decir: «Oh feliz cólera, que me permitió ir a El Salvador». Su gente me llenó de cariño y me compartió su fe. Haber anunciado el Evangelio aumentó en mí el deseo de seguirlo anunciando.

Llegué a la Cd. de México a las 9.45; mi conexión para Guadalajara era a las 10. Aún tenía esperanzas de alcanzar el avión. Pero tuve que pasar migración, esperar la maleta, pasar la revisión de aduana (me tocó semáforo rojo)… A pesar de que corrí por todo el aeropuerto, perdí el vuelo.

Tomé un taxi hacia la Central de Autobuses, y a las 11:15 ya iba rumbo a Guadalajara.

Lunes 1º de junio

A las 6:30 llegué a la casa (mi “ex-casa”). Entré a la capilla y le di gracias a Dios, porque tuvo la confianza de haberme enviado, tan intempestivamente, a El Salvador.

Si yo hubiera tenido tiempo para preparar, quizá habría pensado que el fruto de esa misión se debía a mí. Pero, con lo mal que me sentía antes de ir y con tan poca preparación, para mí era evidente que todo había sido obra de Dios. Mi único mérito, si acaso tuve alguno, fue haber dicho «sí» a una invitación que Dios me hizo a través del P. Vicente, y haberme arriesgado a confiar en la acción del Espíritu Santo: «Si Tú me das esta misión, Tú me darás los dones que necesito para realizarla». ¡Y así fue!

Después de bañarme, desayunar y participar en la oración comunitaria, a las 10 de la mañana ya estaba en la sesión del Consejo Provincial, tomando notas para hacer el acta.

Esa semana me sentí zarandeado por el Espíritu, al igual que Pablo; él quería ir a Asia y Bitinia, pero el Espíritu Santo se lo impidió, y lo lanzó a evangelizar a Macedonia (cf. Hch 16,6-10). Yo quería descansar, poner en orden mis cosas y asimilar mi cambio de casa, pero el Espíritu me lanzó a evangelizar a El Salvador.



[1] Rougier, F.J., Escritos, circulares y cartas, I-II. España 1989, 103.

[2] Rougier, F.J., Escritos, circulares y cartas, I-II. España 1989, 284.

[3] Cf. Cabrera de Armida, C., Apostolado de la Cruz, 78.

[4] Cabrera de Armida, C., Cuenta de conciencia 18,27: feb 1903.