«Semillas de esperanza»
Los otros nueve, ¿dónde están?

Autor: Padre Fernando Torre, msps.

 

A las Misioneras Eucarísticas de la Santísima Trinidad,
como signo de mi gratitud
por ayudarme a agradecer a Dios el don de mi sacerdocio.

En la Semana Santa del 97, invitado por el P. Javier Saldívar, fui de misiones a “La Laguna de la Chaparra”, un pueblito maderero de la sierra de Durango. Fueron también ocho jóvenes del Apostolado de la Cruz. Al final de la misión, en la misa de despedida, los habitantes del lugar, con gran sencillez, nos agradecieron el trabajo que habíamos realizado. Hubo palabras de gratitud, un canto para “el padrecito” (con la música de un corrido), peticiones de que regresáramos el siguiente año, abrazos y lágrimas. Además de que durante los días de misiones nos habían dado de comer en sus casas, al despedirnos nos regalaron queso y pan elaborados por ellos; otros nos daban alguna fotografía o cualquier cosa que sirviera de recuerdo.

Los misioneros, ante los signos de agradecimiento y cariño, estábamos conmovidos, algunos hasta las lágrimas.

Me impresionó la capacidad que esa gente tiene para manifestar la gratitud que experimenta. ¿Y por qué agradecían así? Porque eran pobres.

Ø        Porque eran materialmente pobres. Algunos tenían animales; otros, una parcela en el bosque; otros, un taller o una tiendita; unos cuantos tenían camioneta o tractor. No tenían ahorros; vivían al día; trabajaban para comer.

Ø        Porque tenían un corazón pobre (la pobreza material y la pobreza de espíritu muchas veces van de la mano). Sabían que todo depende de Dios, que nuestra presencia allí era un signo de que Dios se interesaba por ellos. Puesto que eran pobres de espíritu, nos habían recibido en sus hogares con una festiva hospitalidad.

Ø        Porque habían sentido su pobreza de Dios. Habían ayunado de celebraciones litúrgicas, habían sentido hambre de Dios. Para ellos, celebrar una Semana Santa con la presencia de un sacerdote había sido algo extraordinario. El párroco iba, cuando mucho, cada mes; y nunca había estado con ellos en ese tiempo litúrgico.

¿Serán capaces de agradecer así los ricos, para quienes Dios es un artículo superfluo; o los que se sienten con derecho de que el sacerdote les sirva en lo que ellos quieren; o las religiosas, a las que cada día el capellán les celebra la Eucaristía; o los habitantes de Roma, que en Semana Santa tienen una celebración en cada esquina?

Fue muy agradecido

La gratitud es una virtud poco valorada hoy en día. Cuando nos han pedido nuestra opinión sobre una persona, hemos dicho que es simpática o antipática, más o menos inteligente, trabajadora, alta, etc. ¿Nos ha importado si es agradecida o no?

¿A quién de nosotros, de veras, le importa ser agradecido?

Mucho me impresionó conocer la vida y los escritos del P. Pablo Guzmán. Era un hombre eucarístico (en el sentido literal de la palabra), una acción de gracias personalizada. Agradecía a todos. Agradecía por todo. Agradecía siempre. Fundó la congregación de las Misioneras Eucarísticas de la Santísima Trinidad, para que le ayudaran a agradecer a Dios el sacerdocio de Jesucristo y la maternidad divina de María.

El P. Pablo falleció en 1967. En la lápida de su tumba[1] está escrito: «Fue muy agradecido». Es el mayor elogio que se puede decir de un hombre que entendió que su misión en esta vida era agradecer.

Personalmente, quiero ser agradecido; aunque muchas veces caigo en la cuenta de que no he agradecido un favor, un servicio o un regalo. Honda impresión me hizo leer por primera vez la recomendación —o el mandato— que san Pablo hace a los colosenses: «sean agradecidos» (Col 3,15). Lo sentí como palabra de Dios para mí. Desde entonces he tratado de agradecer, y he pedido al Espíritu Santo que me conceda la gracia de ser agradecido. Desde entonces procuro «nunca olvidar los beneficios de Dios»[2].

Diez curados, uno salvado

En el evangelio de Lucas (17,11-19) leemos que diez leprosos se acercan a Jesús y le piden ser curados. Jesús les dice que vayan a presentarse a los sacerdotes. «Y mientras iban, quedaron limpios». Después, sólo uno de ellos, un samaritano, regresa para agradecerle este milagro. Jesús le dice: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?» Estas palabras, a primera vista, nos pueden parecer extrañas. ¿Cómo es posible que Jesús pida que le agradezcan el milagro realizado? ¿No debería haber hecho la curación sin esperar recompensa?

Él no hizo el milagro para que le agradecieran; lo hizo para curar a los leprosos. Pero esto no quita que, como nosotros, Jesús fuera sensible a la gratitud de los demás. Sintió gozo al ver que un extranjero, «viéndose curado, se volvía glorificando a Dios en voz alta» y le agradecía su curación. Sintió tristeza al constatar que los otros nueve, habiendo sido curados, no supieron dar las gracias. Jesús era verdadero hombre; también en la sensibilidad a la gratitud de los demás, Él era igual que nosotros (cf Hb 2,17).

Pero Jesús quería la gratitud de los leprosos curados, principalmente porque ser agradecido es un inmenso bien para toda persona; también lo era para los nueve leprosos. Así lo dice el salmo: «Es bueno dar gracias al Señor» (Sal 92,2). Jesús se entristece y sufre, porque constata que los otros nueve no tienen un corazón agradecido. Por eso, reclama: «Los otros nueve ¿dónde están?» Hoy, Jesús nos dice: «¿Dónde estás tú, a quien tantos beneficios he concedido?»

Este pasaje del evangelio termina con unas palabras que Jesús dirige al samaritano agradecido: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado». Los diez leprosos quedaron curados en su piel; sólo el que regresó a dar gracias manifestó haber sido sanado también en su corazón. Diez fueron curados; sólo uno fue salvado.

La ingratitud es una enfermedad peor que la lepra.

Tanto agradezco, cuanto menos merezco

La persona que no es agradecida tiene una conciencia equivocada de sí misma y de los demás: se siente superior. La ingratitud es orgullo en acción.

No da gracias quien siente que tiene derecho a recibir por ser quien es, o que lo ha comprado con su dinero, o conquistado con su esfuerzo o que se lo merece por lo que ha hecho. Pero, si somos capaces de mirar más allá de la superficie, veremos que todo es regalo de Dios y de los demás: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1Co 4,7). Por eso, sólo quien da las gracias es justo.

La gratitud manifiesta un corazón noble, capaz de descubrir en todo la mano providente de Dios. Agradezco, porque sé que nada merezco: todo es don, todo es gracia, todo es regalo. «Tanto agradezco, cuanto menos merezco», leí en alguna parte.

Ser agradecido me ayuda a desarrollar la capacidad de percibir los dones, me hace tener conciencia de mi pobreza y pequeñez, me hace saborear la bondad de Dios y de los demás.

¡Gracias! Cuánta alegría podríamos producir con esta sola palabra. A veces pensamos que no tenemos por qué dar las gracias cuando el otro tiene obligación de hacer ese servicio (el profesor que da su clase, el empleado de una oficina que nos atiende), o cuando es un servicio por el que hemos pagado (la consulta de un médico, la comida en un restaurante). Pero, ¿qué nos cuesta dar las gracias? Agradecer es un signo de que valoramos el beneficio que hemos recibido.

Ø        «Mamá, muchas gracias por la comida, estuvo muy sabrosa».

Ø        «Gracias por invitarme a pasear / a ver el futbol / a ir al cine».

Ø        «Gracias por venir a visitarme».

Ø        Decir «muchas gracias» al bajarme del autobús o del taxi, al salir de una tienda…

Ø        Decirle «muchas gracias» al peluquero, a quien me vende el periódico o me sirve un café…

¿Qué de veras será tan difícil decir “gracias”, cuando hemos recibido un favor o un servicio?

La gratitud profanada

Una gratitud fingida es moneda falsa. La gratitud debe surgir del corazón, y no sólo de los labios. Debe brotar con sencillez y naturalidad, y no como una actitud estudiada y mecánicamente repetida: «Gracias por llamar a X», responde al teléfono una voz aburrida e impersonal, que tiene la obligación de atender al cliente.

Una gratitud interesada es una prostitución: doy las gracias calculando obtener con ello un beneficio.

Una gratitud sarcástica es una manera de agredir sutilmente: «¡Muchas gracias!», decimos con un tono de molestia y reclamo, en un oficina donde no nos han atendido.

Que nuestra gratitud sea recibida

Todos tenemos necesidad de agradecer y de que nuestra gratitud sea recibida. En una ocasión, a través de un hermano de la Congregación, solicité un donativo a la empresa X. Cuando lo obtuve, le pregunté el nombre de la persona a la que yo podría agradecerle; era la señora Z. Por teléfono le dije: «Le llamo para darle las gracias por el donativo que nos dio». Lacónicamente me dijo: «Sí, sí, de nada. ¡No tenga pendiente!» y colgó el teléfono. Su tono de voz me hizo entender que me decía: «¡No me moleste para darme las gracias!» Me sentí muy incómodo.

En otra ocasión, hace más de doce años, me eché un buen pleito con un sacerdote, que para entonces tendría unos 75 años. Estaba de visita en nuestra comunidad y durante la cena me pidió que le trajera un pan. Cuando se lo entregué, me dijo: «Muchas gracias». Le respondí: «De nada, padre». Entonces se enojó y me reclamó: «No me insultes: no soy tan menso para darte las gracias “de nada”; te doy las gracias, porque me trajiste el pan». Molesto, le dije que yo no había querido insultarlo; que esa manera de responder era una fórmula convencional, y que era un modo de expresar que no me había costado hacer ese servicio. «Pues entonces exprésate con propiedad», remató. Y yo pensé: «Tanto relajo de este viejo por un “de nada”».

Años después (con la experiencia del donativo que narré) entendí que ese “de nada” le había hecho sentir a ese sacerdote que yo no recibía adecuadamente su gratitud. Y aprendí la lección. Ahora, cuando me dicen: «Muchas gracias», trato de responder: «Con mucho gusto», o con otra frase parecida.

Cuando alguien nos expresa su agradecimiento, si sabemos recibirlo con sencillez, le estaremos dando la oportunidad de liberarse de un peso —una “deuda de gratitud”— y de sentir la alegría de experimentar que tiene un corazón que sabe agradecer los dones recibidos.

Dios siempre recibe nuestra gratitud. Se alegra de que seamos agradecidos.

“Pagar” el favor

Un error en el que frecuentemente caemos es querer “pagar el favor”. Si alguien me ha hecho un regalo, me siento “obligado” a regalarle algo, incluso mayor a lo que me regaló. ¡Qué equivocación! Si es un auténtico regalo, la persona que me lo da no espera que yo le dé algo a cambio. Por el contrario, lo que busca es mi bien o expresarme su cariño. Y lo que espera de mí es que reciba el regalo, que me alegre con lo que me dio; espera que el regalo me guste o me sirva.

Si tengo un corazón sencillo, y percibo que de veras es un regalo desinteresado, surgirá en mí el sentimiento de gratitud, valoraré el gesto de esa persona y crecerá mi afecto hacia ella. Y trataré de corresponder al regalo que se me ha hecho, pero no “pagándolo” con otro regalo mayor, sino recibiéndolo. Recibir con sencillez es ya una forma de manifestar agradecimiento[3]. Otra manera de corresponder al regalo es disfrutarlo: si me regalan un libro, lo agradeceré leyéndolo; si me regalan una camisa, usándola… Si alguien me da un chocolate e inmediatamente me lo como en su presencia y le manifiesto que está sabroso, ya le estoy expresando mi agradecimiento, y de una manera excelente.

La gratitud es “el pago” de los pobres. Agradecer sinceramente deja “saldada la deuda”.

El salmista se pregunta: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» Y él mismo se responde: «Alzaré al cáliz de la salvación, invocando su nombre» (Sal 116,12-13). En el Antiguo Testamento, la manera de “pagar” a Dios sus dones era el sacrificio de acción de gracias. Nosotros tenemos, para agradecer, algo mejor que el salmista. No es sólo un cáliz con vino sino al mismo Jesucristo. Él es el mayor don que el Padre nos ha concedido (cf Jn 3,16); Él es también nuestra mejor acción de gracias a Dios. Conchita Cabrera de Armida escribe a su director espiritual:

«Yo me siento con un peso de gratitud, padre Bernardo, como nunca. ¡Oh Dios mío! ¿qué haré yo para corresponder al monte de beneficios que me aplasta y anonada? Ofrecer al Verbo en acción de gracias, y con esto, queda saldada con creces, mi deuda de gratitud»[4].

Te doy gracias, Padre

En el evangelio hay dos textos donde aparece Jesús agradeciendo a su Padre. Uno es cuando los discípulos regresaron de la misión y contaron a Jesús el éxito obtenido. «En aquella misma hora —dice el evangelio—, Jesús se llenó de júbilo en el Espíritu Santo y exclamó: “¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! ¡Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien!”» (Lc 10,21).

El otro texto es cuando va a resucitar a Lázaro. Lo novedoso aquí es que Jesús agradece por adelantado. Aún no ha realizado el milagro y sin embargo se dirige a su Padre con estas palabras: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas» (Jn 11,41-42). ¿No será que Jesús quiere decirnos que para obtener lo que pedimos es necesario agradecer por adelantado?

Por su parte, san Pablo también expresa su gratitud a Dios: «Damos gracias sin cesar a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, por ustedes en nuestras oraciones, al tener noticia de su fe en Cristo Jesús y de la caridad que tienen con todos los santos» (Col 1,3-4). Y en sus cartas, san Pablo insiste mucho en la gratitud. Invita a los discípulos a que «den gracias a Dios en toda ocasión» (1Ts 5,18), pide a Dios que los colosenses puedan vivir «dando con alegría gracias al Padre» (Col 1,11-12) y «rebosando en acción de gracias» (Col 2,7).

La acción de gracias era una manera muy común con que los israelitas se dirigían a Dios. En el libro de los Salmos encontramos muchas oraciones de agradecimiento a Dios.

Þ      «Den gracias al Señor con la cítara,
toquen en su honor el arpa de diez cuerdas;
cántenle un cántico nuevo,
acompañando su música con aclamaciones» (Sal 33,2-3).

Þ      «¡Oh Dios!, que te den gracias todos los pueblos,
que todos los pueblos te den gracias» (Sal 67,4).

Þ      «Den gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia» (Sal 118,1).

Þ      «Tú eres mi Dios, te doy gracias;
Dios mío, yo te ensalzo» (Sal 118,28).

Un día a la semana para agradecer

Conchita Cabrera de Armida en una ocasión escucha que Jesús le dice: «Dediquen un día de la semana, tú y el Oasis[5], a darme gracias por tantos favores. […] Que los Oasis brillen, hija mía, por su gratitud a mis beneficios; que tus hijos sean muy agradecidos a mis bondades, ya que mis gracias se han derramado y se derramarán sobre ellos, sin medida»[6].

Qué bueno sería, para todos, hacer caso de esta petición. Un día en que nos detengamos a reflexionar sobre lo vivido en la semana, a fin de poder descubrir los beneficios que Dios nos ha concedido; un día para agradecer a Dios tantos favores. Yo he escogido los jueves.

Le doy gracias a Dios:

ü      por su amor hacia mí: un amor personal, eterno, fuerte, tierno y misericordioso;

ü      por mi bautismo, que me ha injertado en Jesucristo; por la gracia, la fe, la incorporación a la Iglesia;

ü      por mi vocación —tan hermosa— de Misionero del Espíritu Santo y sacerdote;

ü      por mi familia: mis papás, hermanos y demás familiares; por todo lo que Dios me ha dado a través de cada uno de ellos;

ü      por existir; por mí mismo —soy un regalo de Dios para mí—; por mi historia, cada uno de los instantes que me ha concedido; por cada hecho, circunstancia, acontecimiento que he vivido; por vivir hoy;

ü      porque me ha llenado de ilusión y deseos; porque me impulsa a ser mejor;

ü      por mis amigos; por el afecto de tantas personas con las que me he encontrado;

ü      por la capacidad de amar y servir que Él me ha dado;

ü      por las personas que ha puesto en mi camino y que yo he podido acercar a Él;

ü      por la eucaristía, por el perdón, por la predilección que María me tiene;

ü      por la confianza que Él me tiene y por la que me tienen tantas personas;

ü      porque le puedo agradecer; si no pudiera hacerlo, reventaría.

Esto es lo que le agradezco. Pero hay otras cosas que le debería agradecer y que no lo hago suficientemente: por la cruz, por las crisis y pruebas, por la crítica de los demás, por los fracasos, por la enfermedad, por mis limitaciones de todo tipo… Y digo que debería agradecer esto, pues me ha hecho mucho bien.

Hablando de la gratitud por mi vocación, quiero citar aquí unas palabras de mi fundador, el P. Félix de Jesús Rougier. En 1937, con ocasión del 50º aniversario de su ordenación sacerdotal, escribe una carta titulada Nuestra hermosa vocación. Después de recordar la elección gratuita de Dios y la manera como Él nos hizo descubrir su llamado, el P. Félix concluye: «¡La gratitud es el aire que respiran nuestras almas!» En los siguientes párrafos explica que, para agradecer a Dios un don, debemos vivir plenamente el don recibido. «El único modo de agradecer la gracia de nuestra vocación es el don completo, hecho a Dios, nuestro Padre amantísimo, de todo lo que somos»[7].

Aprender a agradecer

Para ser agradecidos, sin duda es importante haber recibido una adecuada educación en la familia y la escuela. «Niños, ¿cómo se dice?», nos preguntaba mi mamá una y otra vez después de haber recibido algún regalo. Y a coro respondíamos mis hermanos y yo: «¡Muchas gracias, papá!»

Sin embargo, no basta la educación. Sólo el Espíritu Santo nos da la conciencia de que nada merecemos, de que todo es don. Sólo Él nos ayuda valorar el don recibido y nos hace descubrir la bondad de quien nos lo dio. Sólo Él nos da la gracia de ser pobres de espíritu y suscita en nuestro corazón la necesidad de agradecer.

Pero no dejemos toda la responsabilidad a la educación o al Espíritu Santo. Si queremos ser agradecidos, tenemos que ejercitarnos. Al igual que se aprende a hablar una lengua o a tocar un instrumento musical, la gratitud es algo que podemos aprender con nuestro esfuerzo y con la práctica cotidiana.


[1] Sus restos descansan en la cripta del templo de San Felipe de Jesús, Cd. de México.

[2] Rougier FJ: Escritos, circulares y cartas, I-II. España, 1989, 174.

[3] Torre Medina Mora F: «La mejor manera de dar: saber recibir», en Encarnar el Evangelio. Tlaquepaque, Editorial Alba, 1996, 24-28.

[4] Cabrera de Armida C: Cuenta de conciencia 30,340-341: 9 ago 1908.

[5] Con el nombre de “Oasis” se designaba a las casas de las Religiosas de la Cruz.

[6] Cabrera de Armida C: Cuenta de conciencia 30,339-340: 9 ago 1908.

[7] Rougier FJ: Escritos, circulares y cartas, I-II, 76-77.