«Semillas de esperanza»
Los sentimientos de Jesús

Autor: Padre Fernando Torre, msps.

 

Sentimientos explícitos en los evangelios

Para conocer los sentimientos de Jesús es necesario recurrir a los evangelios. En sus páginas encontramos narraciones sobre Jesús y palabras que él pronunció a través de las cuales podemos conocer su interior.

            En varios textos se nombran explícitamente cuáles eran los sentimientos que Jesús experimentó en determinada circunstancia.  

La compasión de Jesús es el sentimiento que más frecuentemente aparece. «Compadecido» del leproso, Jesús lo curó (Mc 1, 41). «Movido a compasión, Jesús tocó» los ojos de los ciegos de Jericó, «y al instante recobraron la vista» (Mt 20, 34). Al ver a la viuda de Naím que iba a enterrar a su hijo único que había muerto, Jesús «tuvo compasión de ella» y resucitó al joven (Lc 7, 13).

            Al desembarcar, Jesús «vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues eran como ovejas que no tienen pastor, y se puso a instruirles extensamente» (Mc 6, 34). En el texto paralelo a éste, que viene en el evangelio de Mateo, se dice que Jesús «sintió compasión de ellos y curó a sus enfermos» (Mt 14, 14).

            En otra ocasión, «Jesús recorría todas las ciudades y pueblos… Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor.» Esta compasión mueve a Jesús a invitar a sus discípulos a rogar «al Dueño de la mies que envíe obreros» (Mt 9, 35-38).

            En las narraciones que Marcos y Mateo hacen de la multiplicación de los panes, Jesús dice: «me da lástima esta gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer» (Mc 8, 2; Mt 15, 32).

            Hay que hacer notar que la compasión que Jesús experimenta, siempre se traduce en un bien para los demás: la curación, la resurrección del hijo de la viuda, la instrucción, el envío de obreros, el pan para comer.  

El pasaje de la curación del hombre con la mano paralizada nos permite conocer la fuerza interior de Jesús. Al obtener únicamente silencio como respuesta a su pregunta de si era lícito hacer el bien en sábado, Jesús miró a todos «con ira y con tristeza, porque no querían entender» (Mc 3, 5). No deja de ser significativo que los paralelos de Mateo (12, 9-14) y Lucas (6, 1-6) hayan omitido hablar de estos sentimientos de Jesús (¿tanto miedo le tenemos a nuestra agresividad?).

            Jesús, al ver que sus discípulos no permitían que los niños se le acercaran, «se enfadó y les dijo: “Dejen que los niños vengan a mí”» (Mc 10, 13-14).  

Aunque Jesús irradiaba alegría, y la buena noticia del Reino es fuente de gozo, este sentimiento no aparece frecuentemente nombrado en los evangelios. Sin embargo, hay un hecho bellísimo que Lucas nos relata. Cuando los setenta y dos discípulos regresaron de su misión, le contaron a Jesús cómo les había ido; «en aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo» y bendijo a su Padre porque había ocultado los misterios del Reino a sabios y prudentes y los había revelado a los pequeños (Lc 10, 21).

            En el evangelio de Juan, en el contexto de los discursos de despedida antes de su pasión, Jesús dice a sus discípulos: «Les he dicho esto, para que mi gozo esté en ustedes y su gozo sea colmado» (Jn 15, 11). La misma idea viene expresada, cuando Jesús se dirige a su Padre: «digo estas cosas en el mundo para que —los discípulos— tengan en sí mismos mi alegría colmada (Jn 17, 13)

            Tanto en el evangelio de Mateo como en el de Lucas, se dice que «Jesús quedó admirado» del centurión romano, pues había mostrado una fe tan grande, como Jesús no había encontrado ni en Israel (Mt 8, 10; Lc 7, 9).  

Con honda sensibilidad san Juan nos describe los sentimientos que Jesús tuvo ante la muerte de su amigo Lázaro. Viendo que María —la hermana de Lázaro— lloraba y que también lloraban los judíos, Jesús «se conmovió interiormente, se turbó… se echó a llorar». Versículos más adelante, repite: «Jesús se conmovió de nuevo en su interior» (Jn 11, 33-38).

            En dos ocasiones más, el evangelio de Juan nos habla de esta turbación de Jesús. En un texto que por varios motivos evoca la escena de Getsemaní, Jesús dice: «Ahora mi alma está turbada» (Jn 12, 27). La otra ocasión es cuando anuncia a sus discípulos que será traicionado: «Jesús se turbó en su interior y declaró: “Yo les aseguro que uno de ustedes me entregará”» (Jn 13, 21).

            Con referencia al misterio pascual, el evangelio de Lucas nos habla de los sentimientos de Jesús: «He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla» (Lc 12, 49-50). Sentado a la mesa con sus apóstoles en la última cena, Jesús les dijo: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con ustedes antes de padecer» (Lc 22, 14).

 

Todo el relato que san Marcos hace de la agonía de Jesús en el huerto está cargado de dramática emoción:

«Van a una propiedad, llamada Getsemaní, y dice a sus discípulos: “Siéntense aquí, mientras yo hago oración.” Toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir pavor y angustia. Y les dice: “Mi alma está triste hasta el punto de morir; quédense aquí y velen.” Y adelantándose un poco cayó en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de él aquella hora. Y decía: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero sino lo que quieras tú» (Mc 14, 32-36).

 

Hablar del amor de Jesús es hablar de lo más exquisito de sus sentimientos.

Jesús tiene la experiencia de ser amado por su Padre: «El Padre me ama» (Jn 10, 17),[1] la certeza de su presencia: «no estoy solo, porque el Padre está conmigo» (Jn 16, 32; cf 8, 29), y la conciencia de su unidad indisoluble: «El Padre y yo somos uno» (Jn 10, 30).

            Jesús experimenta dentro de sí esa fuerza afectiva que lo lleva a decir: «Amo al Padre» (Jn 14, 31). Su Padre centra toda su vida y sus afectos. A este Padre Jesús obedece «hasta la muerte» (Flp 2, 8).

            La palabra “Padre”, en labios de Jesús, revela la ternura filial que Jesús sentía hacia él. En el evangelio de Juan más de cien veces aparece la palabra “Padre”. En el trasfondo de esta palabra está la expresión aramea “Abbá” (cf Mc 14, 36; Rm 8, 15; Ga 4, 6), que es la manera cariñosa con que un hijo se dirige a su padre: «papá», «padre mío», «mi querido papá».

            Incluso el evangelio de Marcos, escrito en griego, ha conservado en arameo esta palabra; Jesús se la dirige a su Padre, cuando está luchando por aceptar su voluntad: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti…» (Mc 14, 36).

            Recordemos aquí la experiencia del P. Félix Rougier al respecto: «¡Oh, el PADRE!… Yo no puedo escribir ese nombre, ver sus letras, sin pensar en el amor tan tierno de Jesús para ESE PADRE tan amado de su Corazón, sin sentirme muy conmovido».[2]  

Respecto de sus discípulos —y de nosotros— el evangelio dice que Jesús, así como es sensible a nuestro rechazo (cf Jn 15, 24), es sensible también a nuestro amor: «ustedes me han querido a mí» (Jn 16, 27).

            Pero donde el evangelio pone especial énfasis es en mostrarnos lo extraordinario del amor de Jesús para con nosotros: «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Jesús tiene para con sus discípulos expresiones de exquisita ternura: «Hijos míos» (Jn 13, 33); y llega al grado de llamarlos «amigos», pues les ha revelado lo que ha oído a su Padre (Jn 15, 14-15). La comparación que Jesús emplea para expresarnos su amor, desvanece toda duda: «Como el Padre me amó, yo también los he amado a ustedes» (Jn 15, 9). La muerte de Jesús es el signo más elocuente de su inmenso amor por nosotros (cf Jn 15, 13).

 

Sentimientos implícitos en los evangelios

Veamos ahora otros textos en los que explícitamente no se dice qué era lo que Jesús experimentaba, pero, a través de las palabras que utiliza el evangelista, o bien por lo que Jesús dice, por los gestos que acompañan a sus palabras o por las acciones que realiza, podemos intuir cuáles eran los sentimientos de Jesús en esos momentos.

Palabras que revelan sentimientos

 

Un dato que nos puede sorprender, a primera vista, es el gran número de textos en los que el contenido de lo que Jesús dice es agresivo. «¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con ustedes? ¿Hasta cuándo tendré que soportarlos?», exclama Jesús, cuando sus discípulos, por falta de fe, no pudieron expulsar al demonio (Mt 17, 17; cf Mc 9, 19).

            Jesús manifestó a sus discípulos que debía ir a Jerusalén y ser condenado a muerte. Entonces Pedro trata de “hacerlo entrar en razón”. Jesús le reclama: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tropiezo eres para mí!» (Mt 16, 23).

            Duras en extremo son las palabras que Jesús dirige a los fariseos. Les llama «hipócritas», «guías ciegos», «insensatos», «ciegos», «llenos de robo y desenfreno», «sepulcros blanqueados», «llenos de hipocresía y de iniquidad», «hijos de los que mataron a los profetas», «¡serpientes, raza de víboras!» (Mt 23, 13-33).

Jesús también «se puso a maldecir a las ciudades en las que se habían realizado la mayoría de sus milagros, porque no habían creído: “¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida!… Y tú, Cafarnaúm…”» (Mt 11, 20-24).

            Fuerte reprimenda se llevaron los escribas y fariseos, cuando dijeron a Jesús: «“Maestro, queremos ver una señal hecha por ti.” Pero él les respondió: “¡Generación malvada y adúltera! Una señal pide, y no se le dará otra señal que la señal del profeta Jonás”.» (Mt 12, 37-39; cf 16, 1-4). El evangelio de Marcos nos dice que tal respuesta de Jesús fue acompañada por un gesto que indica ira y dolor: «Dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser, dice: “¿Por qué esta generación pide una señal?”» (Mc 8, 12).  

En varios textos se deja ver un tono de reclamo. Así aparece en el pasaje de los diez leprosos que fueron curados. Sólo uno —el samaritano— regresó a dar gracias. Entonces «tomó la palabra Jesús y dijo: “¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?”» (Lc 17, 11-19).

            Varias veces en los evangelios se nos dice que a Jesús le hacían preguntas para ponerle una trampa (cf Jn 8, 6; Mt 12, 10; Lc 20, 20). Le preguntan si es lícito pagar tributo al César o no. Antes de darles una respuesta, Jesús, «dándose cuenta de su hipocresía, les dijo: “¿Por qué me tientan?”» (Mc 12, 15).

            Jesús reclama a sus discípulos, echándoles en cara su incredulidad. «Hombres de poca fe», les dice, cuando estaban en la barca, en medio de la tempestad, y tuvieron miedo (Mt 8, 26). Lo mismo les dice, para invitarlos a confiar en la providencia del Padre y a no preocuparse por la comida y el vestido (Mt 6, 30). A Pedro, que se había lanzado hacia él caminando sobre el agua, y luego tuvo miedo y comenzó a hundirse, Jesús le dice: «hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14, 31).

            A la petición que Felipe le hace: «Muéstranos al Padre y nos basta», Jesús responde con un tono de reproche: «¿Tanto tiempo llevo con ustedes, y aún no me conoces, Felipe?» (Jn 14, 8-9).

            Jesús tampoco duda en reclamarle a Judas su traición: «¡Judas, con un beso entregas al Hijo del hombre!» (Lc 22, 48).  

 

Todo el discurso sobre «la obra del Hijo» (cf Jn 5, 19-47) es una larga defensa que Jesús hace frente a los judíos que trataban con empeño de matarlo (v 18). Ya lo había dicho Juan en su prólogo: «Vino a su casa y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11). En los discursos de la última cena, Jesús sintetiza su relación con quienes son del mundo: «Nos odian a mí y a mi Padre» (Jn 15, 24).

            Un testimonio de autodefensa de Jesús nos ha dejado el evangelio de Juan. Estando en el proceso, «el Sumo Sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y su doctrina.» Después de que respondió, «uno de los guardias que allí estaba dio una bofetada a Jesús, diciendo: “¿Así contestas al Sumo Sacerdote?”» Viene entonces el reclamo —estupendo— que Jesús hace al guardia: «Si he hablado mal, prueba en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18, 19-23). (¿Cuándo aprenderemos a reclamar lo que injustamente se nos ha hecho?).

            Después del discurso del Pan de vida, «muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?”» (Jn 6, 60). Versículos más adelante, el evangelista nos dice: «Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él» (v 66). Luego nos relata la dolorosa pregunta que Jesús hace a los Doce: «¿También ustedes quieren marcharse?» (v 67). Aunque en ese momento la respuesta de Pedro fue de fidelidad a su Maestro, bien pronto se contradijeron. Después de que prendieron a Jesús en Getsemaní, «abandonándolo, todos huyeron» (Mc 14, 50).

            El más bello ejemplo de un reclamo de Jesús lo tenemos en las narraciones que Marcos y Mateo hacen de la crucifixión. Jesús se siente abandonado por su Padre; entonces le grita: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34). Es un reclamo hecho a su Padre; por tanto, una oración filial. Es una queja de amor y un acto de confianza. Ciertamente éstas son palabras tomadas de un salmo (22, 2), pero en esos momentos Jesús no está recitando litúrgicamente unos versos, sino que está gritando su dolor y su sentimiento de abandono.  

Jesús dirige esta lamentación sobre la Ciudad Santa: «¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, y no han querido!» (Mt 23, 37).

            En muchos textos aparece la compasión de Jesús. Es uno de los sentimientos que con frecuencia nombran los evangelios. También las palabras de Jesús revelan su compasión. Habiéndose retirado todos los que pedían la muerte para la mujer sorprendida en adulterio, y estando ella sola frente a Jesús, «le dijo: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?” Ella respondió: “Nadie, Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”» (Jn 8, 10-11).

            Y qué admirable ejemplo de compasión nos muestra Jesús, cuando, crucificado, intercede por sus verdugos: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

            Un hondo sentimiento de satisfacción y plenitud encontramos en las palabras que Jesús dice a su Padre, en la oración sacerdotal: «Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17, 4). Lo mismo podemos intuir en la frase que Jesús dijo antes de expirar: «Todo está cumplido» (Jn 19, 30).

 

Acciones que revelan sentimientos

 

Otra manera de conocer los sentimientos de Jesús es a través de las acciones que realiza.

            Cuando expulsa a los vendedores, el evangelio nos dice que Jesús, «haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas». Además les dijo: «quiten esto de aquí. No hagan de la Casa de mi Padre una casa de mercado» (Jn 2, 13-17).  

 

Jesús manifiesta su afecto teniendo para los demás actitudes de acogida. Jesús iba rumbo a Betsaida con los apóstoles, «pero las gentes lo supieron y le siguieron; y él, acogiéndolas, les hablaba acerca del Reino de Dios, y curaba a los que tenían necesidad de ser curados» (Lc 9, 10-11).

            Qué bella “crítica” le hacen a Jesús los fariseos y los escribas, cuando dicen de él: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15, 2).

            San Marcos nos dice que Jesús, estando con sus discípulos, tomó «un niño, lo puso en medio de ellos, lo estrechó entre sus brazos» (Mc 9, 36). No deja de ser revelador que tanto Mateo (18, 1-5) como Lucas (9, 46-48) hayan omitido este gesto de Jesús.

            En aquel conocido pasaje donde Jesús dice: «Dejen que los niños se acerquen a mí…», Marcos escribe que Jesús: «abrazaba a los niños y los bendecía imponiendo las manos sobre ellos» (Mc 10, 16). De nuevo, Mateo (19, 13-15) y Lucas (18, 15-17) evitan hablar de este abrazo de Jesús. (¿Tanto miedo tenemos de nuestra ternura y de los gestos que la manifiestan?).  

El llanto es manifestación de que se está viviendo un intenso sentimiento. Cuando Juan nos narra la muerte de Lázaro, nos dice que «Jesús se echó a llorar» por su amigo muerto. Los judíos entonces dijeron: «¡Miren cuánto lo quería!» (Jn 11, 35-36).

            San Lucas describe cómo Jesús se va acercando a Jerusalén. Mientras va de camino, es aclamado por la multitud. Pero «al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella» (Lc 19, 41). Es el dolor del Mesías por la Ciudad Santa, que no reconoció la oportunidad que Dios le daba (v 44).

            El autor de la Carta a los Hebreos, al recordar la existencia terrena de Jesús, nos dice que ofreció a Dios «ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas» (Hb 5, 7).  

Después de la multiplicación de los panes, los que habían quedado saciados creyeron que Jesús era «el profeta que iba a venir al mundo». Luego nos dice el evangelista: «Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerlo rey, huyó de nuevo al monte él solo» (Jn 6, 14-15).  

En el evangelio de Juan, muy pronto queda manifiesta la hostilidad de las autoridades hacia Jesús, y la decisión de matarlo por blasfemo: «Los judíos trataban con mayor empeño de matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios» (Jn 5, 18; cf 10, 33). Jesús vive como un condenado a muerte, acechado constantemente por sus verdugos (cf Jn 7, 1.9.25; 11, 49-53).

            Después de un largo discurso en el que Jesús se ve obligado a defenderse, Juan concluye diciendo: «Entonces tomaron piedras para tirárselas; pero Jesús se ocultó y salió del Templo» (Jn 8, 59). Lo mismo sucede cuando Jesús se declara Hijo de Dios: «Los judíos trajeron piedras para apedrearle» (Jn 10, 31); versículos adelante, dice el evangelio: «Querían prenderle, pero se les escapó de las manos» (Jn 10, 39).

            En el capítulo cuarto de su evangelio, Lucas nos ha hecho una síntesis de la misión de Jesús. Como todo profeta auténtico, Jesús es rechazado por el pueblo: «Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero Jesús, se abrió paso entre ellos y se alejó» (Lc 4, 28-30). ¿Podemos imaginar la manera como Jesús «se abrió paso»? Ciertamente no fue pidiendo permiso.  

Otra manera como los evangelistas nos indican los sentimientos de Jesús es anotando la manera como pronunció determinadas palabras: lo hizo gritando (cf Mc 8, 12).

            Cuando san Juan relata «la fiesta judía de las Tiendas» (Jn 7, 2), nos dice que Jesús, en el templo, «gritó… diciendo: “Ustedes me conocen a mí y saben de dónde soy. Pero yo no he venido por mi cuenta; y el que me ha enviado es veraz, pero ustedes no lo conocen”» (Jn 7, 28). Luego nos dice: «El último día de la fiesta, el más solemne, Jesús puesto en pie, gritó: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí”» (Jn 7, 37-38).

            En las narraciones de la pasión, cuando Jesús expresa su sentimiento de abandono, Marcos nos dice: «A la hora nona Jesús gritó con fuerte voz: “Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?”, —que quiere decir— “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?”» (Mc 15, 34). Y Mateo cuenta este hecho escribiendo que Jesús «clamó con fuerte voz» (Mt 27, 46).

            Al relatarnos la muerte de Jesús, Mateo dice: «Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu» (Mt 27, 50). Y Lucas: «Jesús, dando un fuerte grito, dijo: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” y, dicho esto, expiró» (Lc 23, 46).

 

¿Conoces el corazón de Jesús?

En los dos apartados anteriores hablamos sobre los sentimientos de Jesús, tanto los que vienen explícitamente nombrados en los evangelios, como los que sólo se insinúan.

            A continuación hacemos referencia a circunstancias o acontecimientos de la vida de Jesús, en los que el texto evangélico nada dice sobre cuáles eran los sentimientos que Jesús experimentó. Sin embargo, son hechos que sin duda tuvieron una repercusión en su interioridad.

            Identifica dos sentimientos concretos para cada hecho. Trata de no poner sentimientos genéricos (se sintió «bien» o «mal») ni de repetir en todas las preguntas los mismos sentimientos.

 

¿Qué sintió Jesús…?

-          Al escuchar que su Padre le decía: «Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1, 11).

-          Cuando «permaneció cuarenta días en el desierto, siendo tentado por Satanás» (Mc 1, 13).

-          Al hacer la curación de un leproso (Mc 1, 40).

-          Al ser criticado, porque comía con los publicanos y pecadores (Mc 2, 16).

-          Al ser acusado de hacer curaciones en sábado (Mc 3, 2).

-          Al ver que los enfermos se le echaban encima para tocarle (Mc 3, 10).

-          Cuando sus parientes lo fueron a buscar, porque creían que estaba loco (Mc 3, 21).

-          Al oír que los escribas decían que estaba poseído por un demonio (Mc 3, 22).

-          Cuando, después de haber curado al endemoniado de Gerasa, los habitantes de esa región le rogaron que se alejara de su territorio (Mc 5, 17).

-          Al ver que lo seguía tanta gente que hasta lo oprimían (Mc 5, 24).

-          Al ver que sus paisanos se escandalizaron a causa de él (Mc 6, 3).

-          Cuando, al llegar a una casa en Tiro, «quería que nadie lo supiese, pero no logró pasar inadvertido» (Mc 7, 24).

-          Al escuchar a Pedro decirle: «Tú eres el Cristo» (Mc 8, 29).

-          Al anunciar su pasión a sus discípulos (Mc 8, 31; 9, 31; 10, 33).

-          En la Transfiguración, cuando sus vestidos se volvieron resplandecientes y conversaba con Moisés y Elías (Mc 9, 2-4).

-          Al escuchar que sus apóstoles discutían entre sí acerca de quién de ellos era el mayor (Mc 9, 34).

-          Al estrechar entre sus brazos a un niño (Mc 9, 36; 10, 16).

-          Al ver que el joven rico, prefiriendo sus riquezas, se alejaba de él (Mc 10, 22).

-          Al ver que Santiago y Juan le pedían tener un lugar privilegiado en su gloria (Mc 10, 35).

-          Al entrar en Jerusalén y ser aclamado por las gentes como el Mesías (Mc 11, 1).

-          Al expulsar a los vendedores que habían convertido el Templo en una «cueva de ladrones» (Mc 11, 15).

-          Al ser ungido en Betania, como preparación para su sepultura (Mc 14, 3).

-          Al suplicar: «¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14, 36).

-          Cuando en el huerto les reclamó a los tres discípulos escogidos, que ni siquiera una hora habían podido velar con él (Mc 14, 37).

-          Al recibir el beso con que Judas lo traicionaba (Mc 14, 45).

-          Al ser aprendido en el huerto de Getsemaní (Mc 14, 46).

-          Al decirles a los soldados: «como contra un salteador han salido ustedes a prenderme con espadas y palos» (Mc 14, 48).

-          Cuando lo condenaron a muerte (Mc 14, 53-64).

-          Cuando «algunos se pusieron a escupirle» (Mc 14, 65).

-          Cuando «le cubrían la cara y le daban bofetadas, mientras le decían: “adivina”», preguntándole quién le había pegado (Mc 14, 65).

-          Al escuchar a la multitud, que pedía la crucifixión para él y prefería que soltaran a Barrabás (Mc 15, 6-15).

-          Cuando «le visten de púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñen. Y se pusieron a saludarle: “¡Salve, Rey de los judíos!”» (Mc 15, 17-18).

-          Cuando «le golpeaban la cabeza con una caña, le escupían y, doblando las rodillas, se postraban ante él» (Mc 15, 19).

-          Cuando «le sacaron para crucificarle» (Mc 15, 20).

-          Al ser ayudado por Simón de Cirene a cargar la cruz (Mc 15, 21).

-          Al ser crucificado (Mc 15, 24).

-          Cuando lo insultaban y se burlaban de él, mientras estaba en la cruz (Mc 15, 29-31).

-          Cuando «lo injuriaban los que con él estaban crucificados» (Mc 15, 32).

-          Cuando «gritó con fuerte voz: ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34).

-          Cuando «lanzando un fuerte grito, expiró» (Mc 15, 37).

-          Al momento de resucitar (¿o acaso Jesucristo resucitado ya no tiene sentimientos?) (Mc 16, 9).

-          Al ver nuevamente a sus discípulos (Mc 16, 14).

-          Cuando «les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón por no haber creído a quienes le habían visto resucitado» (Mc 16, 14).

-          Al enviar a sus discípulos «a proclamar la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16, 15).

-          Al ser elevado al cielo (Mc 16, 19).

-          Al sentarse a la derecha de Dios (Mc 16, 19).

 

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Aquí sólo se han citado algunos textos del evangelio de san Marcos. Puedes leer los otros evangelios tratando de profundizar en los sentimientos que Jesús tenía en los diversos hechos que se narran.

Puedes utilizar estas páginas para hacer una reflexión con tu comunidad o tu grupo:

            Cada uno responde personalmente las preguntas.

            Se comparten las respuestas en el grupo.

            Luego responder:

                        . ¿Qué descubrí de Jesús?

                        . ¿Qué fue lo que más me impresionó?

                        . ¿Cómo puedo participar de los sentimientos de Jesús?



[1] Cf Torre Medina Mora F: Mi Padre me ama: La experiencia más íntima del Corazón de Jesús, en Encarnar el evangelio. Tlaquepaque (México), Editorial Alba, 1996, pp 115-118.

[2] Rougier F: Escritos. México, Edición privada, 1976, vol 2, p 27.