«Semillas de esperanza»
Hacen falta oyentes

Autor: Padre Fernando Torre, msps.

 

 

Vivimos en la era de las comunicaciones. A través de la televisión podemos estar informados de lo que sucede en todo el mundo. Pero ¿sabemos lo que le sucede a nuestra esposa, a nuestros hijos, a nuestros padres? ¿Sabemos qué nos sucede a nosotros mismos?
El sistema telefónico, gracias a la fibra óptica y a los satélites, es un medio para comunicarnos casi con cualquier persona. Internet nos ha abierto amplias posibilidades de entrar en contacto, a muy bajo costo, con personas de Australia, Filipinas o Dinamarca. Pero ¿tenemos una auténtica comunicación con nuestra familia o con nuestros hermanos de comunidad?
Compartimos un mismo techo, pero nos sentimos distanciados a nivel afectivo. A pesar de que estamos rodeados por nuestra familia, por los compañeros de trabajo o de escuela y por las personas que viven en la misma ciudad, nos sentimos solos.
Queremos ser escuchados pero no hay quien nos escuche. Hemos tenido la experiencia de no haber sido escuchados, al hablar con el médico, el confesor, la maestra, el funcionario público. Muchos diálogos con el esposo o los amigos son sólo conversaciones superficiales sobre temas intrascendentes. Lo que realmente nos está quemando el pecho nadie quiere conocerlo.
Hacen falta oyentes, personas que sepan escuchar.



¿Qué es escuchar?


Oír es algo natural, involuntario. Los ruidos que llegan hasta nosotros hacen vibrar la membrana del tímpano y entonces -pasivamente- oímos.
Para escuchar se requiere, además, que la atención entre en juego. Esto puede suceder involuntaria o voluntariamente. En el primer caso, algo especial "nos ha llamado la atención": escuchamos un gran ruido, percibimos las notas de una melodía que nos gusta, alguien dijo nuestro nombre o una palabra significativa… En el segundo caso, "ponemos atención" -a algo o a alguien-, como consecuencia de un acto de la voluntad: ¡quiero escuchar! Se trata de una acción deliberada. Qué bien sabe un maestro, cuando realmente lo están escuchando; en los ojos de los alumnos hay una chispa de vida que manifiesta el deseo de aprender.
Para saber qué es escuchar hay que ver cómo "escucha" un sordomudo: está atento a cada movimiento de los labios, a cada gesto de la cara, a cada signo de las manos o del cuerpo; está atento a la persona que le habla.
Para escuchar no bastan los oídos. Cuando el salmista nos dice: "¡Ojalá escuchen hoy la voz de Dios!, no endurezcan su corazón" (Sal 94, 7-8), nos está revelando algo muy importante: se escucha con el corazón. Por eso el rey Salomón, para poder gobernar al pueblo, pide a Dios que le conceda "un corazón que escuche" (1 R 3, 9).



¿A quién escuchar?


Una excelente manifestación de nuestro amor a los demás es la escucha. Al escuchar a una persona le manifestamos respeto, le expresamos que es importante para nosotros y que merece nuestra atención y nuestro tiempo. Escuchar es amar. En la medida que una persona es escuchada, se siente amada.
Brindemos nuestra atención a quienes tienen más necesidad de ser escuchados: los pequeños, los débiles, los olvidados, los que no tienen voz. Escuchemos, sobre todo, a quienes viven o trabajan con nosotros; es más fácil escuchar al que se encuentra a mil kilómetros que a quien está a nuestro lado.
Cuando escuchemos, pongamos atención no sólo a las palabras sino a la persona. Tratemos de entender lo que nos dice a través del lenguaje no verbal: el tono de voz, el volumen y la velocidad con la que habla, los ademanes, las expresiones faciales, la postura corporal… Todo es manifestación de lo que nos quiere transmitir; sepamos escucharlo todo. Escuchemos con los oídos, con los ojos, con el corazón.

Debemos también escuchar al mundo y la historia. ¿Qué palabra se me está diciendo a través de las guerras, el hambre, la política, la situación económica…? Giovanni Papini nos echa en cara nuestra sordera:
"Ustedes miran el mundo, lo copian, lo describen, lo usan para las necesidades de la vida, pero nunca piensan en escucharlo. A ninguno se le ocurre que el mundo le habla, que le dice algo, que espera de ustedes alguna respuesta. Conciben el mundo como un almacén o una hacienda, como una casa de pena o de alegría, pero nunca han pensado que acaso el mundo es una voz, una voz que repite insistentemente ciertas preguntas, una voz dirigida a los oídos, al alma de ustedes; una voz desesperada, cansada, que invoca e implora de ustedes una respuesta." 

Soy un misterio para mí mismo. Un misterio fascinante que debo descubrir. Lo iré logrando en la medida en que me escuche a mí mismo. Prestarme atención es un signo de respeto y amor hacia mí.
Algunos viven en la superficie de su persona; su conocimiento propio es casi nulo. Para conocernos es muy útil hacernos algunas preguntas y escuchar las respuestas que surgen de nuestro interior: ¿Qué me está pasando? ¿Qué estoy sintiendo; por qué? ¿Qué estoy pensando; de dónde viene ese pensamiento? ¿Qué busco con esto? ¿Cuáles son mis anhelos más profundos? ¿A dónde quiero llegar?
La máxima de Sócrates: "Conócete a ti mismo" conserva una extraordinaria actualidad. Si no nos conocemos, nunca seremos dueños de nosotros mismos.


Escuchar a Dios es fuente de alegría y esperanza. Sólo quien sabe escucharlo podrá conocerlo, descubrir su voluntad, entrar en comunión con él y disfrutar de su amistad.
Dios se nos ha revelado para que lo escuchemos. Se comunica con nosotros en la Biblia; nos habla por la voz de la Iglesia y sus pastores; el mundo y la historia son "signos de los tiempos" a través de los cuales Dios nos manifiesta su voluntad; en cada persona -sobre todo, en los pobres- puedo descubrir el rostro de Jesús que me interpela. Donde más claramente puedo escuchar la voz de Dios es en el fondo de mi corazón.
Dios quiere ser escuchado, no porque tenga necesidad de nuestra atención sino porque sabe que nosotros necesitamos su Palabra.


Obstáculos para la escucha


¿Por qué no sabemos escuchar? ¿Por qué nos cuesta tanto trabajo poner atención a los demás?
En el origen de esta dificultad puede estar una deficiente educación (no se nos enseñó a escuchar) y un insuficiente ejercicio de escucha (los deportistas, los músicos… adquieren sus habilidades a base de esfuerzo y ejercicio). Para aprender a escuchar, debemos querer aprender y ejercitarnos en la escucha.

Existen "barreras" que me impiden escuchar. La primera es el pecado, pues implica una ruptura en mi relación con Dios, con los demás, conmigo mismo y con el mundo. El pecado es sordera radical.
Otro impedimento para escuchar viene de mi orgullo. No podré escuchar al otro, si no lo valoro como persona, si no creo que lo que me quiere decir es importante para él. No podré escuchar a Dios, si creo que no necesito de él. Sólo el humilde sabe escuchar.
La tercera barrera para escuchar es mi egoísmo. Escuchar pide olvidarme de mí, estar para el otro, acogerlo. Si no soy capaz de dar mi tiempo a los demás, es mentira que los amo. Mientras más amamos, mejor escuchamos.

También hay "filtros", conscientes o inconscientes, que dificultan la escucha. Entre los principales están los prejuicios. Si tengo un prejuicio hacia los extranjeros, las mujeres o hacia alguna persona en particular, todo lo que digan será filtrado por mí; el mensaje será recibido parcialmente o distorsionado.
El ruido nos dificulta la escucha. Vivimos en una sociedad de ruido; estamos envueltos en música estridente y bombardeados por mensajes publicitarios. Huimos del silencio y no damos reposo a nuestros sentidos. Mientras no sepamos crear silencio a nuestro alrededor, no podremos escucharnos a nosotros mismos. Si no aprendemos a callar mientras el otro habla, el "diálogo" no será más que dos monólogos o una lucha por querer imponer nuestras ideas a los demás.
Para escuchar, debemos también hacer callar nuestros ruidos interiores. Ruidos de problemas de nuestra historia aún no resueltos; gritos que vienen de la avidez desordenada de prestigio, poder, dinero, placer, belleza… ¿Cómo poder escuchar a Dios, cuando anhelos egoístas aturden nuestro corazón? El ruido nos dispersa; sólo el recogimiento nos da profundidad. Nuestros ruidos nos impiden estar a disposición del otro. El silencio nos permite poseernos para poder entregarnos a los demás escuchándolos.

No escuchamos bien, porque hay "interferencias". En ocasiones creemos estar escuchando a los demás, cuando en verdad sólo percibimos lo que nosotros creemos que ellos dicen. ¿Realmente la persona se siente escuchada por nosotros? Esto que yo interpreto como voz de Dios ¿es de veras lo que Dios me ha comunicado? Cuando enviamos un fax, esperamos que en el reporte aparezca el signo "OK"; con ello sabemos que el documento fue recibido. Cuando alguien nos dicta un número telefónico, lo repetimos en tono de pregunta: "¿4 38 91 75?"; la respuesta afirmativa nos confirma que hemos oído bien.
No demos por supuesto que hemos escuchado correctamente lo que la otra persona ha dicho. Es necesario verificarlo: "¿Lo que me quieres decir es…?" "Si he entendido bien…" "Dijiste… ¿es así?" Sólo si la persona tiene la certeza de que su mensaje se ha captado bien, tendrá la experiencia de haber sido escuchada, ¡de haber sido amada!
Verifiquemos también si hemos escuchado correctamente a Dios, para evitar así el peligro de engañarnos yendo tras la voz seductora de nuestras fantasías.


¿Para qué escuchar?

La finalidad de escuchar es múltiple. A veces escuchamos para aprender; como el alumno escucha al maestro o como escuchamos un noticiero. Al escuchar me instruyo y me enriquezco. Escuchamos nuestra propia historia, para aprender de ella y no cometer los mismos errores.
También escuchamos, porque queremos entender. El médico escucha los síntomas que le refiere el paciente, para diagnosticar la enfermedad. Nuestra inteligencia busca conocer las causas de lo que aparece.
Podemos escuchar con el fin de comprender: conocer los motivos por los que fulano actúa así; conocer lo que sucedió, para que zutano se sienta de esta manera; comprender lo que me pasa, lo que estoy viviendo.
Otra finalidad de la escucha es compadecer ("padecer con"). No se trata de una lástima estéril sino de compartir con la otra persona su carga y sus sentimientos (positivos o negativos). Es la escucha del que está dispuesto a participar en lo que el otro está viviendo; la que se hace con el corazón.
Pero la finalidad última de la escucha es crear comunión. El diálogo no es sólo intercambio de ideas, experiencias vitales o sentimientos; es mutua donación de personas a través de la palabra. Cuando el otro habla, se me entrega; cuando yo lo escucho, lo acojo en mi corazón. "A ustedes los he llamado amigos -nos dice Jesús-, porque todo lo que he oído a mi Padre se lo he dado a conocer" (Jn 15, 15).

La verdadera escucha siempre es signo de amor. Y como tal, busca el bien de la otra persona.
Al escuchar, ya estoy ayudando al otro. Lo ayudo a que se exprese y así se comprenda mejor. Cuando la persona habla, clarifica lo que le pasa y muchas veces puede encontrar por sí misma el camino a seguir.
Cuando alguien me cuenta un problema, no está esperando que yo le dé la solución sino que lo escuche. No caigamos en la tentación de dar soluciones (sobre todo, los que tenemos un rol de autoridad: padres, maestros, sacerdotes, consejeros): ayudemos a que la persona las encuentre por sí misma.
Lo que más ayuda a una persona no son las palabras que yo le digo sino la experiencia subjetiva de sentirse escuchada.


¡Seamos oyentes!


El hombre contemporáneo, tan conocedor de la ciencia de la comunicación y con tantos medios de comunicación a su alcance, no puede comunicarse a profundidad, porque no hay personas que escuchen: que quieran escuchar y sepan hacerlo.
Dios desea comunicarse con nosotros, pero encuentra tan pocos corazones dispuestos a recibirlo.
¿Por qué no ser nosotros esos oyentes que tanta falta hacen? ¡Tenemos la capacidad de escuchar! Si amamos a los demás, encontraremos tiempo para escucharlos. Si nos decidimos a escuchar, pondremos los medios para desarrollar esa capacidad. "El anhelo del sabio es saber escuchar" (Si 3, 29).
Escuchar no es sólo fruto de nuestro esfuerzo o ejercicio; es un regalo de Dios. El amor es un don que el Espíritu Santo nos comunica (cf Rm 5, 5); el deseo de escuchar y la decisión de hacerlo es fruto de la gracia.
El Espíritu Santo nos capacita para escuchar a Dios, al mundo, al hermano y a nuestro propio corazón: "El Espíritu entró en mí […] me hizo tenerme en pie y pude escuchar al que me hablaba" (Ez 2, 2).