«Semillas de esperanza»
Nacimos siendo alcohólicos

Autor: Padre Fernando Torre, msps.

 

 

Hace tres días tuve el gusto de encontrarme con un amigo mío; fuimos compañeros de escuela durante quince años, desde el kínder hasta la preparatoria. Al llegar al lugar donde trabaja, pregunté por él; me dijeron que había salido, pero que regresaría en una hora; y así fue.

Después de un saludo cariñoso, me dijo que venía de una reunión de Alcohólicos Anónimos. Me habló de la dificultad que había tenido con la bebida; de cuando estuvo internado en una clínica de rehabilitación; de sus esfuerzos por mantenerse sobrio. «Esta es una enfermedad que nunca se cura; sólo se controla. Siempre estoy en peligro de volver a tomar.»

Seguimos hablando sobre su grupo. Entre lo que comentó, hubo tres cosas que me impresionaron:

-          «En el grupo todos estamos fregados.»

-          «Todos necesitamos de la ayuda de los demás para mantenernos sobrios.»

-          «Sólo un “poder superior” nos puede sacar adelante.»

Luego continuó: «Lo más importante para mí es luchar por mantenerme sobrio las 24 horas de hoy, y dejar para mañana las 24 horas de mañana.»

Posteriormente, dijo una frase digna de un monumento: «El verdadero problema no es el alcohol, sino yo mismo.»

Me dijo, además, algo que parecía muy simple, pero que me hizo ver la sinceridad de su deseo de no volver a beber: «En el grupo les pedí que me dieran alguna “chamba”, pues sólo así siento la obligación de ir. Me encargaron preparar el café. Ahora llego media hora antes, pues de mí depende que en la reunión haya café caliente.»

¡Así me siento yo también! No soy alcohólico, gracias a Dios; pero me siento identificado con cada una de las palabras de mi amigo. Su problema es el alcohol; y el mío ¿cuál es? y ¿cuál, el tuyo?

 

Todos estamos fregados

Nacimos siendo alcohólicos; así titulé este artículo. Obviamente el alcoholismo no es el problema de todos; cada uno tiene sus problemas específicos. Pero la raíz es la misma: somos criaturas y somos pecadores. Soy un sujeto limitado, herido por el pecado; y aunque Jesucristo haya extirpado de mí el pecado, sigo en convalecencia. Mi problema —en singular— se llama como yo, tiene mi rostro, siente en mi carne. El problema soy yo, pues «pecador me concibió mi madre» (Sal 50, 7).

Decía mi amigo: «En el grupo todos estamos fregados.» Pues sí, el pecado nos ha fregado a todos. Imaginemos que a un libro le desprendemos todas las hojas y las dispersamos; sería imposible leerlo si primero no recogemos cada hoja y tratamos de ponerlas en orden. Nacimos desencuadernados y con las hojas dispersas; “poner orden” en nosotros mismos será un trabajo de toda la vida.

Freud nos ha ayudado a irnos desprendiendo de la imagen ingenua y romántica que teníamos del niño. Ahora sabemos que bajo un cuerpo frágil y pequeño se esconde un sujeto egoísta, que se cree el centro del universo y que quiere todo para sí; que busca obtener el mayor placer posible; sin capacidad de poner límites a sus deseos; con un sentimiento de omnipotencia; controlador de los demás; que expresa su agresión de manera incontrolada; que demanda irracionalmente atención y afecto; que no se interesa por los otros; que es esclavo de sus sentimientos; que es totalmente dependiente de los demás.

Un adulto así sería un verdadero monstruo. Y si hoy nosotros no somos así, es porque hemos dejado de serlo, pues así éramos.

Llegar a la madurez y a la santidad no solamente es cuestión de tiempo (hay personas de 40 años que siguen siendo niños); implica un lento y doloroso proceso de renuncia y aprendizaje. En este proceso, el ambiente familiar es de extrema importancia. Un niño que recibe una educación adecuada, poco a poco va adquiriendo nuevas maneras de ser, de actuar, de pensar, de amar; deja de ser esclavo de sí mismo para convertirse en una persona libre, capaz de amar.

Dicen los teólogos que el pecado ha dejado en nosotros sus consecuencias. El bautismo, a pesar de que me quitó el pecado, dejó en mí la concupiscencia (al menos conozcamos el nombre de la enfermedad que tenemos). Y aunque no es pecado, sí es una inclinación interior al mal, una predisposición para ser atraído por el pecado, una “enfermedad” —como el alcoholismo— sobre la cual, aunque por el momento no estemos atrapados en sus garras, nunca podemos cantar victoria definitiva.

La concupiscencia me empuja a ser el tipo de persona que no quisiera ser: nadie ha deseado amanecer tirado en la calle, orinado y manchado con el propio vómito. Y sin embargo, no son pocos los que, después de una noche de borrachera, se han despertado así.

Para llegar a ser alcohólicos o ladrones, para llegar a estar excedidos de peso o a pasarnos tres horas diarias frente a la televisión, para llegar a ser incapaces de no mentir o a convertirnos en asesinos, no es necesario hacer muchas cosas; basta con que no hagamos nada para resistir a la tendencia negativa que llevamos en el corazón. Si no estamos atentos a nosotros mismos y no luchamos por oponernos a la inercia, un día descubriremos que estamos encadenados y nos preguntaremos sorprendidos: «¿Qué me pasó? ¿Cómo fue que llegué hasta aquí?»

 

Una enfermedad que nunca se cura

Doce años como sacerdote y, sobre todo, 42 viviendo conmigo, me han hecho ver y sentir qué frágiles somos: simples «vasijas de barro» (2 Co 4, 7). Nos proponemos algo, e inmediatamente surge en nuestro corazón una fuerte resistencia a hacer lo que nos propusimos. Queremos algo, y no ponemos los medios necesarios para lograrlo. Vemos que algo nos hace mal, y seguimos haciéndolo.

El alcohólico se considera a sí mismo “enfermo”, pues, a pesar de llevar años sin beber, sabe que en cualquier momento puede recaer; le sigue gustando el ­alcohol y siente deseos de volver a beber. El pecador (y lo somos todos) es también un enfermo. Durante buen tiempo, mi oración se redujo a decirle a Jesús (como le mandaron decir las hermanas de Lázaro): «Señor, aquel a quien tú amas está enfermo» (Jn 11, 3). Claro que “el enfermo” era yo (¿era?).

El drogadicto, el alcohólico, el pecador sabe de esclavitudes, de luchas y de recaídas, de sentimientos de culpa y de vergüenza.

En 1976 dejé de fumar. Me costó mucho, pues había fumado durante nueve años. Lo había intentado una y otra vez… y no podía. Me proponía: «Mañana dejo de fumar», y lo primero que hacía al despertar era encender un cigarro: «¡Ni modo!, por hoy ya fumé, pero mañana lo dejo.» Y esto se repitió durante años. Me sentía esclavo del cigarro; y sentirme así me daba mucho coraje. Cuando rompía mi propósito de no fumar, me enojaba conmigo mismo y me agredía. A veces lograba dejar de fumar varios días, unas semanas, incluso llegué a dejarlo unos meses, pero cuando volvía, me desquitaba y fumaba en exceso. Quería dejar de fumar, y al mismo tiempo deseaba ardientemente un cigarro.

San Pablo, en una confesión de su propia debilidad, nos habla de la dramática situación del hombre que conoce lo que debe hacer (por la Ley que Dios le ha dado) y no tiene la fuerza para realizarlo: «No entiendo mis propios actos: no hago lo que quiero y hago las cosas que detesto. Puedo querer hacer el bien, pero hacerlo, no. De hecho no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Rm 7, 15.19).

 

Y cuando dejé de fumar, pude ser consciente de otras esclavitudes. Siempre he sido gordo, pero hace doce años había llegado a pesar 80 kilos, y ahora ando de nuevo en 94; y aunque me he propuesto bajar a 85, nada. Voy a le televisión para distraerme, «estaré sólo unos minutos» y me quedo atrapado en sus redes. Me propongo rezar diario las oraciones de la noche: «bueno, hoy no, pues estoy muy cansado». Hay un asunto urgente que debo hacer, y lo voy aplazando día tras día. Para rehabilitar un tobillo debo hacer unos ejercicios y poner el pie en agua caliente, y sólo de vez en cuando lo hago. Tengo elevado el colesterol y el ácido úrico, por lo que debo evitar determinados alimentos, pero ¡vengan las carnitas!  Me propongo poner orden en mi cuarto y en mi escritorio… «Ya no me voy a desvelar»… «Ya no voy a ser exagerado en lo que digo»…  «No dejaré ni un día de hacer el examen de conciencia»… «Ya no seré pasivo ante el sufrimiento de los demás»… «Ya no me quedaré callado cuando deba hablar»… «Este año voy a hacer un estudio serio sobre el Espíritu Santo»…

Sin duda tengo otras limitaciones que ni conozco, pero que deben causar molestias a los que viven conmigo.

Claro que en algunas líneas sí he dado pasos. Por ejemplo, llevo casi veintidós años sin probar un cigarro; pero ¿quién me asegura que mañana no comenzaré nuevamente a fumar?: «ésta es una enfermedad que nunca se cura; sólo se controla», me dijo mi amigo. ¿Quién me asegura que no dejaré la oración, que no seré adicto a las drogas, que no seré ladrón, que nunca llegaré a ser alcohólico (me gusta mucho el tequila, la cerveza, el brandy y el vino)? ¿Quién me asegura que no dejaré el sacerdocio?

 

Sólo un “poder superior” nos puede sacar adelante

Yo desconfío de mí, de mis propósitos, de mi capacidad para vencer las tentaciones. San Pablo tiene una recomendación que me viene perfecta: «El que crea estar en pie, mire no caer» (1 Co  10, 12). Si en algunos campos no he caído, ha sido por pura gracia de Dios.

Y porque desconfío de mí, trato de poner los medios para no verme en situaciones comprometedoras: «evitar las ocasiones de pecado», nos recomendaban en el catecismo. Entre broma y serio, digo que, para los viajes no muy largos, en vez de viajar en avión, viajo en autobús, porque tengo voto de pobreza; y que viajo en ETN —autobuses que tienen una fila de asientos individuales—, porque tengo voto de castidad. Conozco personas que para intentar dejar de robar han cambiado de trabajo; un amigo canceló el servicio de televisión por cable: «sólo me traía tentaciones»; otro se cambió de ciudad para evitar tener relaciones sexuales con una mujer casada: «soy incapaz de resistir a sus seducciones»; mi compañero de escuela pidió que le dieran la “chamba” de preparar el café, para así obligarse a ir a la reunión de Alcohólicos Anónimos… Poner los medios; ¡poner los medios! Allí está la clave de la fidelidad de hoy.

Y porque desconfío de mí, busco la ayuda del Espíritu Santo. Él me da la fuerza que necesito para mantenerme en el camino del bien; y si he caído, él me impulsa a levantarme y volver a empezar. «¡No me voy a desanimar!», «¡Jamás me daré por vencido!», me hace gritar el Espíritu Santo, cuando constato mi debilidad, mis flaquezas, mis caídas.

«Sólo un “poder superior” nos puede sacar adelante», me dijo mi sabio amigo. ¿Será que los cristianos necesitamos que los Alcohólicos Anónimos vengan a recordarnos lo que desde hace tanto tiempo la Iglesia ha confesado acerca del Espíritu Santo?: «sin tu ayuda nada hay en el hombre, nada que sea bueno»; «sana lo que está enfermo»; «conforta sin cesar nuestra fragilidad»; «contigo como guía evitemos todo mal».[1]

 

Siempre estoy en peligro de volver a tomar

Me asombra la gran capacidad de autodestrucción que tenemos. El instinto de conservación, al igual que en los animales, debería hacernos evitar espontáneamente todo lo que atenta contra nuestra vida, nuestra salud física y mental, nuestro equilibrio emocional o nuestra relación con Dios y con los demás; pero no. Cuántas veces el diabético le juega trampas a la dieta; el casado tiene aventuras amorosas fuera del matrimonio; el deportista utiliza sustancias prohibidas para mejorar su rendimiento; el adulto se siente incapaz de hacer su vida sin depender infantilmente de otra persona; el empleado traiciona la confianza de sus patrones y roba. Cuántas personas son esclavas del alcohol o la droga, de la televisión o Internet, del billar o la baraja; de sus estados de ánimo o de la aceptación de los demás.

No deberíamos olvidar la lista de los pecados capitales: ira, lujuria, envidia, gula, avaricia, soberbia y pereza. Cada uno de éstos lanza constantemente sus redes contra nosotros: cuarenta años de sobriedad pueden terminar con una copa («siempre estoy en peligro de volver a tomar»); veinte años de fidelidad matrimonial o de celibato sacerdotal pueden tropezar con un estúpido momento de lujuria; una vida de intachable honradez puede sucumbir ante la oportunidad de obtener ilícitamente un dinero que necesito con urgencia; cegado por la ira, en un momento me puedo convertir en asesino.

Y si hemos sido capaces de no caer en la lujuria, la ira o la avaricia, entonces corremos el peligro de ser atrapados por la soberbia («¡yo he sido capaz de superar la tentación!») o sentirnos con el derecho de despreciar a los que no lograron evitar el mal: «Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros» (Lc 18, 11).

Y aunque muchas veces seamos capaces de superar la tentación, en nuestro interior hay fibras que se activan, al ver la posibilidad de obtener el mal que apetecen; ¿o nunca hemos sentido la emoción de soñar en un amor que nos está prohibido?, ¿o el dulce sabor de la venganza, aunque sepamos que no la llevaremos a cabo?, ¿o el reto de ser capaces de robar o engañar sin que nadie se dé cuenta?

 

Todos necesitamos de la ayuda de los demás

Qué bello testimonio de humildad encierra la frase: «Todos necesitamos de la ayuda de los demás para mantenernos sobrios.» Por eso existe la Iglesia, porque necesitamos de los demás para mantenernos en el seguimiento de Jesucristo, para impulsarnos en nuestras luchas, para levantarnos unos a otros si hemos caído. Por eso las personas que desean salir de la droga, dejar de comer compulsivamente, dejar de fumar…, buscan un grupo que los comprenda y los apoye.

La familia (la comunidad religiosa, el presbiterio de la diócesis) debería ser un grupo de ayuda mutua. Pero muchas veces, cuando alguien siente un problema, no encuentra allí comprensión ni apoyo. Los últimos en enterarse son las personas con quienes convive: «¿Por qué no nos habías dicho?», reclaman los papás (o el/la superior/a o el obispo) para justificarse, mientras que con actitudes repetidamente le habían expresado que no les importaba lo que le sucedía. Y cuando los miembros de la familia (de la comunidad o del presbiterio) se dan cuenta del problema, muy frecuentemente hacen como que no lo ven, o tratan de evitar a la persona problemática, o se contentan con echarle en cara su mal: «¿Cuándo dejarás ese cochino vicio?» «Ya nos tienes hartos; lo mejor es que te marches y nos dejes en paz».

La conciencia de nuestra limitación («siempre estoy en peligro de volver a tomar») debería hacernos más comprensivos con las limitaciones de los demás; más humildes para pedir ayuda cuando tengamos necesidad, y más generosos para brindarla cuando otros tengan necesidad de nosotros, aunque sea a la hora más inoportuna.

 

El verdadero problema no es el alcohol, sino yo mismo

¡Mi problema soy yo!; pero este problema se puede manifestar de múltiples maneras. Además de las que ya hemos hablado, citemos otras. Los personajes son inventados; no me estoy refiriendo a nadie en particular (pero no estaría mal que viéramos si algunos de esos problemas se aplican en nuestro caso):

·          el maestro que tiene gran capacidad para transmitir sus conocimientos, pero que es tremendamente desordenado;

·          la excelente investigadora que se siente paralizada por una timidez invencible;

·          la joven que, a pesar de ser atractiva e inteligente, vive envidiando a las demás;

·          el futbolista (escritor, artista…) famoso que se ha hecho insoportable por su vanidad;

·          el catequista que habla maravillosamente de Dios, pero que hace mucho tiempo no habla con Dios;

·          la madre de familia que a toda costa trata de evadir responsabilidades;

·          el obispo (director, gerente, supervisor…) que por su rigidez e intransigencia a todos infunde miedo;

·          el joven entusiasta que compulsivamente cae en la masturbación;

·          el trabajador que, para obtener más dinero, se ha olvidado de su familia, su salud, sus valores;

·          el sacerdote que busca huir de situaciones en las que pudiera ser criticado o quedar en ridículo;

·          la religiosa que siempre está en conflicto con sus hermanas de comunidad;

·          el oficial de gobierno que por su impuntualidad impacienta a todo mundo;

·          el sesentón que experimenta avidez por la pornografía;

·          el padre de familia de quien huyen su esposa y sus hijos, pues tiene un carácter intratable;

·          el mecánico (carpintero, pintor…) cuyo taller es un desastre a causa de su pereza;

·          la muchacha que se ha recluido en su soledad por vergüenza de tener una deficiencia física;

·          la secretaria (enfermera, cajera…) que se ha hecho enemiga de todos por su invariable mal humor;

·          la anciana que ya no puede hablar sino con mentiras;

·          el joven que está atrapado por sus sentimientos de inferioridad.

 

Leamos unas páginas de la cuenta de conciencia del P. Félix Rougier (la escribe en forma de una carta dirigida a Conchita Cabrera de Armida):

«Domingo, 11 de Dic., 1910

Mi querida madre en el Señor: Hoy he renovado mi resolución de escribir cada día mi Cuenta de Conciencia. Cuento, para eso, en la bondad de mi Jesús, pues la cosa me cuesta y no tengo constancia para hacerlo, como la experiencia me lo demuestra […].

Martes, 20 de diciembre

¡Aquí estoy, con mi famosa resolución de hacer mi Cuenta de Conciencia cada día!! ¡Desde que Ud. me lo dijo cuántas veces he faltado, Dios mío! Pero nunca he dicho: “YA NO LO HARÉ”.

He dicho siempre: “LO QUIERO HACER”, y nada. En siete años que tengo apenas unas quinientas páginas, ¡y eso que en 1903, 1904 y 1905 escribí la mayor parte!

¡Me falta orden, orden, orden!

Y sin embargo, ¡si supiera cuánto anhelo esa virtud, y cómo comprendo por fin que encierra otras muchas!

¡Pues adelante, y volver a empezar esa Cuenta de Conciencia cada noche!!!»[2]

 

El P. Félix nos comparte su dificultad para llevar a la práctica la resolución de escribir. A pesar de la infidelidad a sus propósitos, nunca dijo «ya no lo haré» sino que —sin agredirse ni desanimarse—  se propone «volver a empezar». Esta es una actitud verdaderamente humilde; es el modo de actuar de los santos. Aunque él habla de su inconstancia para escribir su cuenta de conciencia, la actitud con que enfrenta esa infidelidad podemos aplicarla a los diversos campos en los que sentimos nuestra incapacidad de hacer lo que quisiéramos.

 

Las 24 horas de hoy

Cuando aparece alguna situación en la que me siento débil, es una oportunidad para  acudir a “un poder superior” clamando: «¡Ven, Espíritu Santo!» Jesús me dice, como a Pablo: «Te basta mi gracia, que mi fuerza se manifiesta perfecta en la debilidad» (2 Co 12, 9).

Seré un sujeto limitado, seré pecador, hasta el último día de mi vida. Y aunque no pueda superar del todo mis dificultades («Esta es una enfermedad que nunca se cura»), sí podré luchar por mantenerme “sobrio” las 24 horas de hoy.

No digamos que queremos cambiar, si no estamos dispuestos a poner los medios necesarios para alcanzarlo. Para dejar de beber, mi amigo asiste a sus reuniones de Alcohólicos Anónimos; y para obligarse a ir a la reunión, pidió tener una “chamba”: «de mí depende que en la reunión haya café caliente.» ¿Qué medios voy a poner yo para ayudarme a superar (o al menos controlar) mis áreas problemáticas?

De los Alcohólicos Anónimos deberíamos aprender a vivir por días: «Lo más importante para mí es luchar por mantenerme sobrio las 24 horas de hoy, y dejar para mañana las 24 horas de mañana.» Ellos sí aplican correctamente la sabia recomendación de Jesús: «No se preocupen del mañana; cada día tiene bastante con su inquietud» (Mt  6, 34).

La fidelidad —la madurez, la santidad— consiste en luchar por responder a Dios hoy, por superar las tentaciones hoy, por no caer hoy. Y si he caído, luchar por levantarme hoy.



[1] Las dos primeras frases son de la secuencia Veni Sancte Spiritus; las otras dos, del himno Veni Creator.

[2] Rougier F: Cuenta de conciencia 4, 127-128: 11-20 dic 1910.