«Semillas de esperanza»

Ante la crisis: ¿suicidio o esperanza?

Autor: Padre Fernando Torre, msps.  

 

En últimas fechas los periódicos han multiplicado las noticias de suicidios. He aquí algunos encabezados: «Se han suicidado 200 personas por deudas» ; «Sin fuerza para vivir» ; «Crisis: ¿Motivo para el suicidio?» Estas noticias que antes sólo las oíamos de otros países, ahora abundan en nuestro México . Tal vez entre los que se han quitado la vida esté incluso algún conocido, amigo o familiar.
La causa aludida en muchos casos es la intolerable situación económica. «El banco me embargó...» «Los intereses me están ahogando...» «Me han amenazado con la cárcel si no pago...» «Me he quedado sin empleo...» Y luego, con una lógica extraña, se llega a esta conclusión: «¡Me quitaré la vida!»
La culpa de muchos de esos suicidios cae también sobre nosotros: sobre mí y sobre ti. Al crear un clima de desánimo, desaliento, desilusión y desesperanza hemos empujado a otros a la muerte.
Aunque no lo sepamos o no lo queramos, siempre contagiamos a los demás con lo que llevamos en el corazón. Si tenemos desesperanza, contagiamos tristeza, desilusión y apatía.
Pero la culpa de los suicidios no es sólo nuestra. También nosotros hemos sido víctimas de una ola de desesperanza: otros han contribuido a desanimarnos. En los últimos meses, ¿cuántas veces, después de haber hablado con alguna persona, hemos salido llenos de esperanza y con ganas de seguir luchando? ¿Y cuántas hemos salido deprimidos y angustiados, viendo todo negro, pensando en nuestro interior que ya nada tiene solución?
En estos tiempos de crisis, abundan los profetas de la desesperanza. No son de los que anuncian el fin del mundo ni la condenación eterna. Son profetas que pronuncian un mortal "¿para qué?": «¿Para qué luchar si nada va a cambiar?» «¿Para qué estudiar si después no vas a encontrar trabajo?» «¿Para qué esforzarte?» «¿Para qué trabajar?»
Otro mensaje de estos profetas es: «¿Acaso valió la pena tanto esfuerzo, tanto trabajo, tantos sacrificios, tantas privaciones... para acabar como estás hoy?»
Y no caemos en la cuenta del mal que nos hace prestar oídos a estos oráculos. Al escucharlos permitimos que el pecado contra la esperanza anide en nuestro corazón. Y este pecado ─como decía Bernanos─ «es el más mortal de todos, y acaso el mejor acogido, el más acariciado» .
El suicida no se quita la vida porque tiene deudas o porque siente que ha fracasado o porque sufrió una decepción amorosa o porque tiene una enfermedad incurable. Se la quita porque ha perdido la esperanza (tal vez en esto pudo haber intervenido un proceso psicopatológico). En el balance que ha hecho, no encuentra por qué vivir.
No confundamos desesperanza con desesperación (aunque en un sentido sean sinónimos). Desesperanza es haber perdido la esperanza, mientras que desesperación es la ira y enojo que experimentamos con una persona molesta, enfadosa o impertinente, o con alguien que no entiende lo que queremos decir («Este alumno "me desespera"»). Desesperación es también una mezcla de impaciencia y ansiedad que sentimos cuando nos queda poco tiempo para entregar un trabajo que aún no hemos terminado o cuando nos hacen esperar inútilmente.
El que ha perdido la esperanza está desilusionado de sí mismo y de los demás; siente que a nadie le interesa lo que le pasa y que no tiene alguien en quien confiar; todo lo ve negativamente; piensa que ya nada tiene solución y que incluso el futuro será peor.

Si nos ponemos a ver detenidamente nuestra situación actual, casi todos tenemos motivos de sobra para estar desanimados. No sólo estamos en una difícil situación económica, también a nivel político y social andamos mal. Existe una profunda crisis de valores morales en nuestro mundo. Si dirigimos nuestra mirada hacia nosotros mismos, encontramos muchas deficiencias, limitaciones y debilidades. Lo mismo sucede si vemos nuestra familia, nuestros grupos o Instituciones. Pero... ¡existe la esperanza! Como ha dicho Gabriel Marcel: «Esperar es llevar dentro de mí la íntima seguridad de que, cualesquiera que puedan ser las apariencias, la intolerable situación en que ahora me encuentro no puede ser definitiva, tiene que tener arreglo» .
La esperanza no me hace ciego ante la situación actual, por el contrario me da una lucidez extraordinaria. Sólo si tengo la firme esperanza de que las cosas siempre pueden ir mejor, me atrevo a mirar la situación actual sin ocultarla o maquillarla. Saber que la victoria final ya está conseguida por Jesucristo me permite mirar con serenidad la cruda realidad y asumir responsablemente la parte de culpa que yo tengo en esta situación.
Fundados en esta esperanza, los obispos mexicanos hacen este análisis:
Hoy nuestra Patria se encuentra sumergida en la crisis más difícil y grave de nuestra historia contemporánea. Todos la estamos sufriendo, de una u otra forma todos la hemos provocado y, por lo mismo, todos tenemos la responsabilidad de unir esfuerzos para superarla. Más allá de los factores económicos, sociales y políticos que la han propiciado, la crisis se ha originado fundamentalmente en un creciente deterioro de valores éticos y morales sin los cuales no puede existir una sociedad. Una buena parte de responsabilidad recae sobre los miembros de la Iglesia que no hemos sabido proyectar coherentemente en la vida pública las exigencias de nuestra fe y sobre los mismos pastores que no hemos sabido evangelizar con mayor audacia y eficacia .

Constatar la crisis actual y la responsabilidad que en ella tenemos los católicos, no hace que los obispos caigan en el desaliento. Por el contrario, nos invitan a la esperanza y a la unidad, y nos exhortan «a contribuir en la construcción del México nuevo que todos anhelamos» .

Como cristianos tenemos la misión de infundir esperanza en este mundo herido por el desaliento. La esperanza nos da la firme convicción de que Dios jamás nos abandona. A pesar de la crisis económica, la inestabilidad política y los conflictos sociales; del terrorismo y la guerrilla; de la marginación, la injusticia y el desempleo; del narcotráfico, la corrupción, los crímenes políticos y el fraude electoral... a pesar de todo, Dios no nos ha abandonado.
Esta convicción no proviene de un optimismo ingenuo, sino del lúcido realismo de la esperanza. «El optimismo no es más que un vulgar sucedáneo de la esperanza. La esperanza no anda suelta por la calle. Hay que conquistarla. Sólo se llega a través de la verdad, a base de enormes esfuerzos y mucha paciencia. Para dar con la esperanza hay que sobrepasar la desesperanza. Sólo cuando se dobla la negra esquina de la noche más oscura, empieza a florecer una nueva aurora» .
El cristiano no puede ser pesimista. El pesimismo es diabólico, engendra muerte, empuja al suicidio. Karol Wojtyla en un poema escribe así:
Siempre a tiempo, la Esperanza se yergue
en todo sitio al que la muerte somete.
La esperanza es el contrapeso de la muerte .

Es cierto, pero este «contrapeso de la muerte» no aparece en forma espontánea. La esperanza tiene que ser comunicada ─como una llama viva─ de persona a persona. Hacen falta hombres y mujeres que «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18) infundan aliento de vida en los demás.
La esperanza es un don que recibimos de Dios, pero un don que tenemos que cultivar. A tal grado el desaliento es común en nuestro mundo que, como ha dicho Péguy, incluso Dios se maravilla de la esperanza: «la esperanza, dice Dios, esto sí que me extraña, me extraña hasta a Mí mismo, esto sí que es algo verdaderamente extraño. Que estos pobres hijos vean cómo marchan hoy las cosas y que crean que mañana irá todo mejor, esto sí que es asombroso y es, con mucho, la mayor maravilla de nuestra gracia» .

Uno de los signos para saber si tenemos esperanza es sentir un impulso a luchar. La esperanza es fuerza para la acción:
la esperanza cristiana no tiene nada que ver con ese balido paciente de ovejas cobardes. La verdadera esperanza es la de quien pone cada día su mano en el arado, sabiendo ─eso sí─ que otra Mano sostiene las nuestras y llegará allí donde nosotros no lleguemos. La esperanza no es la simple espera a que venga alguien a resolver los problemas que nosotros debemos resolver, ni menos la aceptación cansina de injusticias que estaría en nuestras manos modificar o suprimir .

¡Si los mexicanos aprendiéramos de Alemania y Japón! Esos países quedaron prácticamente destruidos después de la Segunda Guerra Mundial; y veamos lo que ahora son. El cambio no surgió a base de resignación ni de estarse lamentando ni de permanecer con los brazos cruzados, sino a base de trabajo. Trabajar todos, unidos, generosamente, sin desmayos, con perseverancia, hasta conseguir la meta.
Pero con el complejo de inferioridad que tenemos los mexicanos, cualquier adversidad la consideramos un obstáculo insalvable. ¿Por qué no verla como un reto? Pero no; ante la adversidad nos hacemos pequeñitos; parecemos ratones asustados y nos sentimos como saltamontes frente a gigantes (cf Nm 13,33). Nos encogemos porque no tenemos esperanza.
La situación que estamos viviendo en México, en nuestras familias y en nuestra propia persona es un reto y no un obstáculo insalvable. Es un reto que exige coraje, ilusión, creatividad, iniciativa y acción.
Un futuro mejor para todos no es una lotería que nos sacamos sino una conquista. El futuro es tarea nuestra; la de todos. Sólo construiremos un futuro mejor a base «de trabajo obstinado, de fe que no admite desalientos y, sobre todo, de pasión generosa que ignora la mezquindad humana» .

Otro signo de que tenemos esperanza es experimentar paz y alegría en el fondo del corazón. «Que la esperanza los tenga alegres» (Rm 12,12), decía san Pablo. Estos sentimientos provienen de la certeza de que el futuro será mejor.
Imaginemos a dos amigos que están viendo por televisión un partido de fútbol entre la selección nacional y la de otro país. Ambos, obviamente, le van al equipo nacional. Están en los últimos diez minutos del segundo tiempo y su equipo va perdiendo por un gol a cero. (Si se quiere más emoción, imaginemos que un jugador de su equipo ha sido expulsado). Uno de los amigos está nervioso, irritado y deprimido, mientras que el otro está sereno y disfrutando del juego. El primero le reclama al segundo su actitud: «¿No te importa que vayamos perdiendo? ¿Cómo puedes estar tan tranquilo?» (Si se quiere aún más dramatismo, imaginemos que habían apostado una fuerte suma de dinero a que su equipo ganaba el juego). Entonces el segundo le revela el secreto de su paz y su alegría: «No te lo había dicho; pero éste es un partido diferido. El juego terminó hace cuatro horas y yo escuché en el noticiero el resultado final: la victoria fue para nuestro país por dos goles a uno.»
Así sucede con la esperanza. Puesto que ya sabemos por adelantado el resultado final de la historia (cf Ap 21,1-4) podemos vivir con paz y alegría en todo momento y frente a cualquier circunstancia.
«¡Animo! yo he vencido al mundo» (Jn 16,33), nos grita Jesucristo. Ha vencido al pecado (cf Rm 8,3), a la muerte (cf 1Co 15,26) y al demonio (cf Jn 12,31). La prueba de la victoria de Jesucristo es la asunción de María. Una mujer de nuestra raza participa ya, en cuerpo y alma, de la gloria celestial. Al contemplar a María se aviva en nosotros la esperanza ─cierta─ de participar con ella en la victoria de Jesucristo . La asunción de María nos permite conocer anticipadamente el resultado final de la historia. 

Ante la incansable labor de los profetas de la desesperanza, los cristianos tenemos que ser testigos valientes de la esperanza.
Para realizar esta misión, dirigimos nuestras súplicas al Espíritu Santo pidiéndole un milagro. Este no consiste en que los bancos perdonen las deudas de todos o en que haya una solución mágica para la crisis política o en que desaparezca todo problema en nuestro mundo. El milagro que pedimos es que la esperanza no muera en nosotros, pues «depende de nosotros que la esperanza nunca falte en el mundo» .
En este tiempo de crisis nuestros obispos nos hablan como profetas de esperanza y nos revelan cuál es la razón de ella:
Como Pastores y hombres de fe, proclamamos a Cristo muerto y resucitado, como razón suprema y definitiva de nuestra esperanza. No hay otro en quien podamos salvarnos (cf Hch 4,12) [...].
Como Señor de la historia, Cristo camina junto a nosotros, nos enseña a discernir los signos de los tiempos, hace suyos los gozos y problemas del hombre, y nos invita a superar nuestros miedos y temores. La esperanza activa y dinámica en Cristo genera en nosotros confianza, valentía, más aún, gozo en la tribulación, y así nos convierte en generadores de esperanza incluso en las situaciones más difíciles .

Tenemos que ser profetas audaces de esperanza. Profetas que infundan la seguridad de que Dios no nos ha abandonado; que comuniquen la certeza de que nosotros podemos cambiar y de que todo puede ir mejor; que den ánimos para vivir y luchar; que entusiasmen a los demás a trabajar por construir el futuro; que transmitan la firme certeza de que Jesucristo nos tiene preparado un lugar en el cielo (cf Jn 14,1-3) y de que Dios Padre nos está esperando con los brazos abiertos. Profetas que contagien esperanza. Y «la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).