¿La Pasión de Gibson para recomendar y el padre Amaro para condenar?

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 



No sabemos cuánto tiempo antes de su muerte, Cristo tuvo una intervención que cambió y ha cambiado el concepto sobre la dignidad de la mujer. No es lo acostumbrado, pero quisimos entrevistar al mismo Cristo para que él nos diera su impresión de lo que fue aquél día en que logró salvar la vida de una mujer de su pueblo. Reconocemos que es un atrevimiento, pero Cristo estuvo totalmente accesible cuando le enviamos a nuestro reportero.

“¿Jesús, recuerda Ud. aquél día? ¿Qué estaba haciendo?” “Efectivamente, nos respondió Jesús, esa ocasión había pasado un muy buen ratito de mi tiempo en oración a mi Padre Dios en el monte de los olivos y al amanecer me dirigí al templo, donde la gente sin previo aviso, comenzó a acercarse y a escuchar vivamente el mensaje que yo quería transmitirles. Siempre me sorprendió la gran apertura y la disposición de las gentes sencillas para sentarse tranquilamente en suelo y escuchar con atención algo que a ellos les hacía tanta falta”.

“¿Se dio usted cuenta, mientras hablaba a las gentes que algo extraordinario estaba ocurriendo cerca de Ud en ese momento?” Le preguntamos. “Sí, algún alboroto comenzó a escucharse, y fue creciendo de tal manera que hubo que interrumpir lo que decía a las gentes, pues el ruido fue haciendo imposible que yo continuara. No me imaginaba porqué tanto ruido, porqué tanta excitación. Pero pronto caí en la cuenta de qué se trataba, cuando llevaban entre ellos a una mujer semidesnuda que habían pescado en adulterio”. Era un asunto grave, pues se trataba de la vida de una mujer. No llevaban consigo al hombre, que tan culpable era como la misma mujer. Pero sin duda alguna corrió y corrió cuando lo pescaron en la maroma y sólo pudieron aprehender a la pobre mujer que así se vio en un momento como al blanco de las miradas de todos los hombres. Yo creí que pasarían de largo, pero mi sorpresa fue que se detuvieron precisamente frente a mí y casi la arrojaron a mis pies”.

¿Podría Ud. decirnos cuál era la jugada? “Si, nos respondió Jesús, se trataba de escribas y fariseos, gente moralmente buena, pero que se crían tan buenos, y tan rectos, que mi Padre Dios tendría que haberse inclinado para premiarlos, y además se creían jueces de mediomundo y con poder para juzgarles despiadadamente. Y tratándose de la mujer, querían apedrearla hasta hacerla morir por habérsele encontrado en adulterio. Cuando me plantearon el caso, al instante me di cuenta que no les importaba la mujer, sino ponerme a prueba, ponerme en ridículo, y tener de que agarrarse para mostrarme su odio y su deseo de acabar conmigo. Ciertamente la ley marcaba la muerte para los dos adúlteros, pero yo no había sido enviado a dar muerte, sino a salvar a liberar. Porque una mujer muerta sería incapaz de un cambio y de una regeneración. Esa ley ponía en evidencia una religión y una moral sin corazón y sin entrañas. ¿Qué pedían? Pues que yo mostrara la naturaleza de mi mensaje, pues si la condenaba, inmediatamente me podrían acusar de injusto, de hombre sin entraña, de hombre sin misericordia. Pero si la salvaba, entonces yo sería el acusado, y no ella, pues me acusarían de no cumplir con la ley y sería de inmediato llevado a los tribunales”.

Sabemos que Cristo no les dio una respuesta inmediata, parece que dio la impresión de no hacerles caso, y se puso a escribir en el suelo con el dedo. La verdad no nos atrevimos a preguntarle que escribió en el suelo precisamente, ni en qué idioma. Sería interesantísimo saberlo. Pero respetamos su intimidad, y en cambio le preguntamos si su silencio bastó para que aquellas gentes se retiraran. “No, no se retiraron, respondió Jesús, sino que insistieron en su pregunta. Y no les respondí con la ley ni apelé a otros textos de la escritura para mostrar que mi padre no se complace en la muerte, en la condena, sino que es un Dios de misericordia, de perdón y de vida, pero quise apelar más bien a la conciencia y a la entraña de misericordia que todos debemos tener si es que nos hemos acercado al Dios que ha hecho alianza con los hombres. Por eso me levanté, y mirándoles a los ojos les pedí que agarraran una buena piedra, la más grande que encontraran y la arrojaran con fuerza al cuerpo de la mujer, pero con una condición, que comenzara el que se sintiera limpio de pecado”.

Pero eso haría suponer que todos ellos eran adúlteros, ¿no cree Ud? “No, indudablemente no eran todos adúlteros, pues en ese sentido se manejaban bastante bien, pero en el fondo de todo hombre está anidada la semilla de la maldad que trata de aflorar en las acciones del hombre”.

¿Y cuál fue el resultado? “El resultado fue sorprendente, dijo Jesús, no solo no agarraron ninguna piedra, sino que fueron alejándose con la mirada baja, comenzando precisamente por los más viejos, los que tendrían que tener entrañas de bondad y de misericordia, por encontrarse más cerca del final del camino”.

¿Y todos se fueron? “Sí, repuso Jesús, se fueron todos los acusadores, y solo se quedaron los que ya me estaban oyendo antes del incidente, y entre ellos, en medio, había quedado sólo la mujer. Alguien se acomidió a cubrirla discretamente, ocultando su desnudez, y en su vergüenza no se atrevía a levantar la mirada. Le pedí que se levantara, y ella lo hizo todavía con desconcierto, temerosa de que ahora yo fuera su acusador. Pero no tenía nada que temer de parte mía, le hice ver que sus acusadores ya se habían ido y que no yo estaba para condenar, sino para perdonar y perdonar con el corazón mismo de mi Padre Dios. La mujer comenzó a mirar con un mirar dulce y buscando un rayo de esperanza ante aquella gente que la miraba entre inquisidora y entre compasiva. Y tuve que poner las cosas en su lugar. Yo tampoco quería condenarla, pero había que dejar en claro que a mí no me gusta el pecado, y por eso le advertí que con el perdón iba aparejada la condición de no pecar más. Entonces sí, su mirada se aclaró, apareció una sonrisa en sus labios, y se alejó con grandes muestras de alegría, de complacencia y de felicidad. Ese día, con su nueva actitud y su cambio, les hizo saber a las mujeres que su dignidad les había sido devuelta, que desde entonces tendrían que ser verdaderas compañeras del hombre en el camino de la paz y la salvación, y a todos los hombres les manifestaba que ya no podrían ser jueces despiadados e inmisericordes, sino protección y ayuda fraterna para la condición frágil de la mujer”.

Nos despedimos de Cristo no sin antes agradecerle en nombre de todas las mujeres del mundo, el que haya encontrado para ellas, caminos de liberación, de gracia, de perdón y de ayuda fraterna en el camino de la salvación, caminando al parejo con el hombre.