La ecología práctica de cada día
P. Fernando Pascual
20-2-2011
No hace falta leer estudios llenos de datos ni discutir con los expertos para decidirnos en modos
concretos a ayudar en la conservación (y mejora) del ambiente en el que vivimos.
Lo único que hace falta es tener un corazón sensible para reconocer que si no apago la luz, si tiro un
plástico al suelo, si desperdicio agua, si provoco humos tóxicos, habrá alguien que sufra las
consecuencias de mis actos.
Quizá ese alguien está muy cerca: un amigo o un vecino que se lamenta al ver tanta suciedad en la
calle o en los ríos. Quizá está más lejos: un pobre que no tiene agua limpia mientras otros
desperdician diariamente decenas o centenas de litros de agua potable.
Reconocer lo anterior nos lleva a descubrir y asumir ideas concretas y asequibles con las que
podamos mejorar el ambiente, con el deseo sincero de beneficiar un poco a otros seres humanos: los
del presente y, mientras exista vida en la Tierra, también los del futuro.
La ecología más sana es la que nos hace pensar en nuestro bien y en el bien de quienes viven a
nuestro lado, la que une la preocupación por el ambiente con la preocupación por el hombre (cf.
Benedicto XVI, encíclica “Caritas in veritate” n. 51).
Sí: el ser que más necesita cuidados y atenciones en nuestro mundo frágil es el hombre, porque
tiene un alma espiritual y una dignidad única, porque vive en el tiempo y vive para lo eterno, porque
viene de Dios y va a Dios.
Desde el reconocimiento de la dignidad humana sabremos tomar actitudes y decisiones concretas
para que nuestro ambiente (cercano o lejano) no se convierta en algo insufrible, sino en un auténtico
hogar que acoge y que ayuda. Aunque sea por un tiempo provisional (no viviremos para siempre en
la Tierra), vale la pena co laborar para que el mundo sea más limpio, más justo y más bello.