Muchos católicos no tienen misas
P. Fernando Pascual
22-1-2011
Hay católicos que ven con desgana la posibilidad de ir a misa los domingos, aunque la iglesia esté
cerca de sus casas. Unos porque se cansan en la homilía (larga, o aburrida, o molesta). Otros porque
han reajustado su escala de valores y dedican el domingo a diversas actividades (deporte, televisión,
o más tiempo en la cama) sin dejar ningún espacio para la misa.
En otros lugares, hay católicos que sólo pueden tener la misa una vez al año (con suerte) porque
faltan sacerdotes. O católicos que van a misa a pesar del miedo y las amenazas de quienes adoptan
actitudes agresivas, llenas de odio, hacia los cristianos. O católicos que llevan varios años sin ver un
sacerdote y sueñan con la inmensa alegría que les produce el que pase algún misionero para celebrar
la misa, confesar y administrar otros sacramentos.
Valoraríamos mucho más la misa si nos diésemos cuenta del privilegio que significa tener una
parroquia más o menos cerca de casa con un sacerdote que puede celebrar el gran misterio de la
Eucaristía.
Es cierto que la costumbre nos hace perder el sentido auténtico de cosas importantes; pero
aprendemos a valorar más lo que tenemos cuando nos damos cuenta de que hay millones de
personas que sueñan, ardientemente, con poder tener una misa cada semana y en un clima de paz.
Además, ¿es que podemos imaginar en la Tierra algo más maravilloso que la misa? ¿Es que hay un
momento en la semana que pueda compararse con los instantes en los que podemos asistir al
misterio de la Pascua, cuando Cristo se da para salvarnos del pecado y para acercarnos a la dicha
del cielo?
Con un poco de mayor fe y con los ojos y el corazón abierto a la situación terrible que vive nuestro
mundo lleno de anticristianismo, valoraríamos mucho más cada misa. Los pequeños sacrificios que
a veces realizamos para estar presente en ese gran milagro nos parecerían nada comparados con el
anhelo y la sed de Eucaristía que tienen tantos hermanos nuestros.
Si recordamos a esos hermanos nuestros, sentiremos el alma un poco más abierta y disponible a
recibir a Dios, a pedir su misericordia en la confesión, a comulgar santamente. Y elevaríamos una
oración sincera y llena de esperanza al Padre de los cielos para que envíe obreros a su mies, sobre
todo en tantos lugares del planeta donde recibirían la llegada de sacerdotes con una alegría que
apenas podemos imaginar.