Biblia y revelaciones privadas
P. Fernando Pascual
15-1-2011
¿Cómo examinar y entender las revelaciones privadas y su relación con la Biblia? El
tema es complejo y no resulta fácil tratarlo en sus distintas implicaciones. Podemos
ayudarnos, para ofrecer algunas reflexiones sobre este argumento, de unos párrafos
de la exhortación apostólica postsinodal “Verbum Domini” (número 14), publicada por
el Papa Benedicto XVI el año 2010.
El número 14 se sitúa en la primera parte, la más teológica del documento, que
presenta el hecho de que Dios nos habla, y espera y acoge la respuesta que podamos
ofrecer a su Palabra. Esta primera parte se divide en tres secciones: “El Dios que
habla” (nn. 6-21); “La respuesta del hombre a Dios” (nn. 22-28), “La hermenéutica
de la Sagrada Escritura en la Iglesia”.
El tema de las revelaciones privadas está situado en la primera sección de esta parte,
es decir, se coloca entre las reflexiones sobre el hecho de que Dios busca ayudar al
hombre a descubrir y acoger su Amor.
Después de haber presentado cómo Dios habla, de modo definitivo en el Hijo hecho
Hombre por nosotros (nn. 10-13), Benedicto XVI titula el número 14 con estas
palabras: “Dimensión escatológica de la Palabra de Dios”.
Los momentos iniciales de este número sintetizan lo dicho anteriormente: según la
conciencia de la Iglesia, “Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios; él es «el primero
y el último» ( Ap 1,17)”. Por lo mismo, no tenemos que esperar otra Revelación, pues
ya todo ha sido dicho y manifestado a través del Verbo hecho carne.
Para subrayar esta idea, el documento recoge una famosa cita de san Juan de la Cruz.
Según este gran místico español, Dios ya lo ha dicho todo y de una sola vez en su
Palabra. “En lo cual da a entender el Apóstol que Dios ha quedado como mudo y no
tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha
hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora
quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una
necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin
querer otra alguna cosa o novedad” ( Subida del Monte Carmelo , II, 22).
El texto, en su densidad, recoge una idea clave expresada en los momentos iniciales
de la Carta a los Hebreos: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado
a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado
por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los
mundos” ( Heb 1,1-2). La pluralidad de mensajes del Antiguo Testamento queda
sintetizada y reunida, por lo tanto, en el culmen de la Revelación, que es Jesucristo.
Después de Jesucristo, no necesitamos esperar otro mensaje para ser salvados, pues
ya lo tenemos todo en el Hijo encarnado.
Entonces, ¿cuál sería el modo correcto de afrontar las revelaciones privadas, es decir,
aquellos mensajes y mociones que Dios produce en algunas almas y que desvelan
aspectos centrales de la fe católica o de la marcha de la historia humana? El número
14 de la “Verbum Domini” recoge, antes de dar una respuesta más articulada, dos
textos sobre el tema.
El primer texto es la recomendación de los obispos que participaron en el Sínodo
sobre la Palabra de Dios (del año 2008) y que es el origen del documento que
estamos considerando: hay que “ayudar a los fieles a distinguir bien la Palabra de
Dios de las revelaciones privadas” (Proposición 47).
El segundo texto procede del Catecismo de la Iglesia Católica , en el que se explica que
las revelaciones privadas no tienen como función 'completar' “la Revelación definitiva
de Cristo” sino que sirven para “ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época
de la historia” ( Catecismo de la Iglesia Católica , n. 67). En otras palabras, una
revelación privada no puede ofrecer cosas nuevas en el sentido de que “llene” el
mensaje de Dios: su función consiste en ayudar a una mejor vivencia del mismo.
Con este cuadro general, el Papa ofrece una serie de pistas para valorar de modo
correcto las revelaciones privadas. En concreto, siempre dentro del mismo número 14
que estamos comentando, encontramos estas ideas:
a. “El valor de las revelaciones privadas es esencialmente diferente al de la única
revelación pública: ésta exige nuestra fe; en ella, en efecto, a través de palabras
humanas y de la mediación de la comunidad viva de la Iglesia, Dios mismo nos
habla”.
Esta primera apreciación recuerda el diferente nivel de hablar de Dios. En el nivel
público (la Revelación recogida en la Biblia y la Tradición) se pide a los creyentes un
acto de fe como miembros de la Iglesia. En el nivel privado, en cambio, la Iglesia no
exige a los bautizados una adhesión de fe, pues estamos ante un mensaje que no
sería, en su modo de ser expresado, necesario para acoger la Revelación de Dios.
b. “El criterio de verdad de una revelación privada es su orientación con respecto a
Cristo. Cuando nos aleja de Él, entonces no procede ciertamente del Espíritu Santo,
que nos guía hacia el Evangelio y no hacia fuera. La revelación privada es una ayuda
para esta fe, y se manifiesta como creíble precisamente cuando remite a la única
revelación pública”.
En este momento del número 14 el Papa explicita lo dicho anteriormente: si toda la
Revelación nos lleva hacia Cristo, una revelación privada mostrará su grado de verdad
sólo en tanto en cuanto esté orientada hacia Cristo. De lo contrario, no viene de Dios.
Esta afirmación es clave para entender el siguiente punto, que nos coloca en el ámbito
propio de todo católico: la obediencia a la Iglesia.
c. “Por eso, la aprobación eclesiástica de una revelación privada indica esencialmente
que su mensaje no contiene nada contrario a la fe y a las buenas costumbres; es lícito
hacerlo público, y los fieles pueden dar su asentimiento de forma prudente”.
Estas líneas exponen el criterio que sigue la Iglesia a la hora de juzgar, antes de su
aprobación, si una revelación privada sea o no sea correcta: ver si el mensaje
supuestamente revelado a algunas personas concretas está o no está de acuerdo con
la fe y la sana moral.
Una vez que se obtiene la aprobación, el mensaje puede difundirse y, según un
criterio prudencial, es posible (no obligatorio) considerarlo como válido y acogerlo de
modo personal (no oficial).
d. “Una revelación privada puede introducir nuevos acentos, dar lugar a nuevas
formas de piedad o profundizar las antiguas. Puede tener un cierto carácter profético
(cf. 1Ts 5,19-21) y prestar una ayuda válida para comprender y vivir mejor el
Evangelio en el presente; de ahí que no se pueda descartar. Es una ayuda que se
ofrece pero que no es obligatorio usarla. En cualquier caso, ha de ser un alimento de
la fe, esperanza y caridad, que son para todos la vía permanente de la salvación”.
Estas líneas conclusivas del número 14 ofrecen un análisis del sentido y valor que
puede tener una revelación privada. Por ejemplo, esa revelación sería capaz de dar
origen a “nuevos acentos”, a “nuevas formas de piedad”, o permitir una
profundización de lo que ya es patrimonio de la Iglesia orante. O tal vez tiene un
carácter profético, lo cual ayuda a abrir los ojos a la marcha de la historia humana. O
quizá permite vivir el mensaje evangélico de un modo más concreto y cercano al
propio tiempo.
Por eso una revelación privada no debería ser descartada, aunque tampoco sea
obligatorio asumirla y usarla. Su sentido pleno radica en alimentar las virtudes
teologales, desde las cuales entramos en el camino de la salvación
Estas consideraciones del Papa tienen sentido, desde luego, en el conjunto de un
documento que invita al estudio y a la meditación del mensaje de Dios, presente en la
Revelación (Biblia y Tradición) como parte del camino de diálogo entre Dios y los
hombres (cf. los números 6-21 de “Verbum Domini”).
Este mensaje se convierte en alimento del alma desde la fe de la Iglesia, y puede ser
mejor comprendido y acogido con ayudas ofrecidas por el mismo Dios a través de
quienes, como instrumentos, se convierten en transmisiones de revelaciones privadas,
las cuales no son esenciales, pero sí útiles, en la marcha que nos permite avanzar
hacia el encuentro definitivo con el Señor.