Al rescate de la conversión

P. Fernando Pascual

1-2-2024

 

El mensaje cristiano ofrece bellezas incomparables para todo corazón que reconozca los propios pecados y se abra a la acción salvadora de un Dios que es Padre misericordioso.

 

En ese mensaje brilla con fuerza la llamada a la conversión: “Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos” (Mt 3,2; 4,17; Mc 1,15).

 

El mensaje ha llegado a ser un anuncio central de la Iglesia, como leemos ya desde la predicación de los Apóstoles: “Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados” (Hch 3,19).

 

Existe el peligro de pensar en la misericordia y las bendiciones de Dios como algo que exime de la llamada a la conversión, como un regalo que no tiene en cuenta la actitud interna de cada uno.

 

En realidad, el mensaje cristiano, que es un regalo inmenso y nunca merecido (cf. Rm 5 y tantos otros textos del Nuevo Testamento), está siempre unido a una invitación a mirar lo que hay dentro de nuestras almas, a denunciar el pecado que pueda anidarse allí, y a rechazarlo.

 

Desde luego, la conversión resulta posible porque antes llega el anuncio, porque trabaja la gracia de Dios. No podemos apartarnos del mal sin la ayuda divina. No hay conversión sin Cristo.

 

Es siempre oportuno recordar que sin conversión no existe auténtica vida cristiana. Al máximo, en quien no se convierte puede haber buenos deseos, incluso comportamientos correctos, pero nunca ese rechazo del pecado que abre a la misericordia.

 

Por desgracia, en el pasado, como en nuestras días, ha habido y hay cristianos que viven en situaciones aceptadas de pecado grave, que llega a ser habitual, incluso sin el menor deseo de conversión, mientras luego piden, por ejemplo, el acceso a la Eucaristía, o algunas bendiciones por parte de sacerdotes.

 

Bastaría con imaginar lo contradictorio que sería, en el pasado, que un esclavista pidiera la bendición para él y sus compañeros antes de llevar en un barco ese terrible “cargamento” de hombres encadenados.

 

O el escándalo que provocaría en nuestros días si un grupo criminal organizado, al estilo de las mafias, pidiera la bendición a los locales donde almacenan objetos robados, armas, y otros instrumentos para sus delitos.

 

Necesitamos rescatar el auténtico sentido de la conversión cristiana, que implica un sencillo reconocimiento de los propios pecados. Solo entonces evitamos el riesgo de un culto vacío, como el del fariseo piadoso que rezaba a Dios, y haremos nuestra la única oración de quien se abre al perdón divino:

 

“En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh, Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’” (Lc 18,13).