Conciencia, dime quién eres...
Autor: Fernando Pascual
El hombre es libre. Esta sencilla afirmación, escrita sobre
una hoja en blanco, puede suscitar un montón de reacciones. Desde las preguntas
radicales “¿será verdad? ¿soy libre? ¿los demás son libres?” hasta esas
preguntas más concretas “libre, ¿en qué, para qué, cómo, cuándo, dónde?” La
libertad ha sido uno de los temas más discutidos en la historia del
pensamiento, y, a la vez, una de las realidades más atacada y denigrada.
Puede ser útil no olvidar que la libertad radica en el fondo
de cada corazón. En este sentido hasta un esclavo es libre: tendrá cadenas y
sufrirá hambres o latigazos, pero puede amar u odiar, puede aceptar su destino
o rebelarse, puede callar o puede gritar aunque lo golpeen hasta la muerte,
puede ceder al miedo o puede romper alambradas y correr en busca de una
libertad más plena y completa. A la vez, un hombre “libre” puede vivir como
esclavo: esclavo en el sentido de que no es capaz de mover su voluntad para
realizar nada que valga la pena, sino que vive encadenado a la droga, al
alcohol, a la pereza o a unas sábanas que no le dejan levantarse por la
mañana... También este ciudadano “libre” tiene una capacidad de opción (a no
ser que se encuentre en un estado hipnótico, sometido a la voluntad de otros),
pero la guarda y la estropea... Hay cosas que se arruinan si no se usan, y una
de esas cosas es la libertad...
Un discurso sobre la libertad queda incompleto si no
tratamos también de la otra cara de la moneda: la responsabilidad. Cada vez que
hacemos una opción, cada vez que escogemos, hemos de responder, hemos de dar
cuentas de lo que hemos hecho, y nos sentimos “presionados” por otros o por una
voz interior que nunca calla... Muchas veces serán personas de nuestro ambiente
quienes nos pregunten: “¿por qué lo has hecho?” Cuando se ha producido un
crimen uno de los principales elementos de intriga es precisamente descubrir el
“intríngulis” que ha llevado a ese asesinato, la causa, el porqué. Pero otras
veces es una voz interior, esa que llamamos “conciencia”, la que nos susurra al
oído: “tienes que hacerlo” o “no lo hagas”; y luego, una vez que hemos actuado,
nos dice “has actuado bien, ¡felicidades!” o “has sido un cobarde, un egoísta,
un temerario: ¡no deberías haberlo hecho!” Hay momentos en los que la pregunta
exterior nos duele y nos toca mucho más (como cuando procede, por ejemplo, de
la esposa o del esposo, de un hijo o de los padres, de un amigo o de una
autoridad judicial), y otros en los que no nos importa nada lo que se diga: nos
alegra o nos hiere solamente la autorecriminación o
la felicitación de la voz interior, que nos pide implacablemente una
respuesta...
En el binomio libertad-responsabilidad entra en juego, por
lo tanto, la conciencia. Y la conciencia puede tener muchos estados de
desarrollo. Existe la conciencia inmadura, que se ha quedado con las pocas
prohibiciones que nos hicieron cuando éramos pequeños, que sólo nos dice que no
nos mordamos las uñas, que no peguemos al “hermanito”, que no manchemos el
vestido de fiesta. Esa conciencia no ha crecido, quizá por culpa de otros,
quizá, la mayoría de las veces, por culpa propia, pues son muchos los momentos
en los que nace el deseo de preguntar, y a veces nos engañamos creyendo que sea
mejor no hacerlo para poder seguir lo más fácil y placentero.
Existe también la conciencia “apaleada”. Un adolescente veía
así su historia personal: “mi conciencia puede ser comparada a un perro
guardián, que salía y ladraba cada vez que yo iba a hacer algo malo; el
problema es que le he dado ya tantos golpes para que no ladre y para que me
deje tranquilo, que ahora apenas si se asoma como si quisiese avisarme de algún
peligro, pero no se atreve a ladrar...” Esa conciencia existe, pero ha perdido
mucho de su fuerza: no es capaz de hacernos caer en la cuenta de lo hermoso que
es hacer el bien y del daño que producimos a los demás (y a nosotros mismos)
cuando perseguimos el mal.
Existe una conciencia que podemos llamar “psicoanalizada”.
La hemos presentado a algún psicólogo que nos ha dicho que nos dejemos de
represiones y de tabúes, y que vivamos según lo espontáneo, según lo que nos
pase por la mente, para “realizarnos”. Desde luego, no todos los psicólogos
piensan así, pero no son extraños quienes afirman, por ejemplo, que si un chico
o una chica solteros no han tenido todavía relaciones sexuales son unos
reprimidos y unos inmaduros, y que tienen que “liberarse” cuanto antes... Esos
psicólogos no saben que una relación sexual es algo tan serio que sólo tiene
valor plenamente humano (plenamente libre y responsable) dentro del matrimonio,
aunque muchos hagan lo que les dicten sus pasiones en lo que se refiere a la
vida sexual...
Podemos encontrar otro tipo de conciencia, la “secuestrada”.
Existen sectas y grupos fundamentalistas, sociedades secretas o ambientes
difícilmente identificables con un nombre concreto, que no dejan pensar, que no
dejan espacio a la decisión personal, que exigen una total sumisión al “gurú” o
al líder, al cantante de moda o al slogan del momento. Quien acepta un
secuestro total de su conciencia hace algo que la misma conciencia le dictamina
como malo. No podemos renunciar a nuestra responsabilidad ante la verdad, a
nuestra libertad, ni siquiera cuando nos encontremos ante un hecho
extraordinario, ante un líder fuera de serie. Sólo desde la libertad nos pueden
convencer, pero jamás nadie deberá usurpar ese tesoro de la propia libertad,
hecha para amar y para buscar el bien y la verdad.
Existe, por fin, y es lo que todos queremos, una conciencia
sana. Es aquella que busca conocer lo que sea bueno y lo que sea malo, por
encima de lo que piensen los demás, de lo que diga la televisión, de lo que
griten en un festival rock. Es aquella que se compromete por la verdad hasta el
punto de no traicionar a un amigo para conseguir un sueldo más alto. Es aquella
que es capaz de denunciar incluso a un familiar implicado en enormes delitos
(como el tráfico de niños para la prostitución) con tal de lograr un paso
adelante en la justicia y el respeto de la dignidad de todo hombre y mujer en
nuestra sociedad. Es aquella que dice “no” a quien le ofrece una pequeña dosis
de droga o una copa de más, porque quiere tener siempre despiertos y ágiles un
corazón y una inteligencia que tengan el señorío, de verdad, de la propia vida.
Es aquella que busca consejo y que recurre a los mayores y a aquellos líderes
humanos y religiosos sinceros y coherentes con los principios que valen la
pena, para poder recibir luz y fuerzas a la hora de tomar decisiones
importantes. Es aquella, en definitiva, que mira al cielo y piensa en el Dios
que conoce nuestro corazón y nuestros pensamientos más escondidos, y busca
solamente que se haga en la propia vida lo que a este Dios agrade, que no es
sino lo que puede hacer feliz al hombre.
Ser libre es ser responsable. Y hemos de responder, ante
todo, a nuestra conciencia. Es algo que nunca ha sido fácil. Pero es el camino
que debemos seguir para ser felices, con esa felicidad interior que va mucho
más allá del triunfo del momento o del aplauso público. Una felicidad que
empieza en esta vida y que, según nos enseña la fe católica, continuará
eternamente en la otra vida. ¿No vale la pena seguir a fondo la voz de la
conciencia?