Los gobernantes y la guerra
P. Fernando Pascual
12-8-2023
Los gobernantes que deciden
emprender o continuar una guerra llevan sobre su conciencia una responsabilidad
enorme que afecta la vida de miles de personas.
Como uno entre tantos
ejemplos, bastaría con profundizar en la experiencia terrible de la larga serie
de campañas militares que conocemos como “Guerra de los Treinta años”.
Las tensiones religiosas y
sociales que acompañaron aquel conflicto no son suficientes para explicar su
enorme duración y el alto costo de vidas y de daños materiales.
Porque las tensiones por sí
mismas no explican el origen de cada guerra, que surge por culpa de decisiones
concretas de emperadores, reyes, nobles, consejos de Estado, generales y otros
cargos públicos.
Una vez escogido el camino de
las armas para “resolver” un conflicto, se desencadenan mecanismos complejos,
que van desde el reclutamiento de tropas y la búsqueda de dinero, hasta los
momentos más dramáticos de las batallas y de sus consecuencias.
Cualquier autoridad que opta
por la violencia como camino para imponerse sobre otros, por más
justificaciones que pretenda tener a su favor, desencadena procesos de
violencia que luego provocan daños que nunca podrán ser cuantificados
correctamente.
Ciertamente, se pueden evaluar
daños en campos de cultivo, en infraestructuras, en edificios, en hambrunas.
Pero nunca se puede evaluar con dinero la pérdida de una vida humana bajo la
acción violenta de quienes luchan en una guerra.
Los terribles daños de la
Guerra de los Treinta años, como los daños de tantos conflictos, deberían
servir como recuerdo y aviso para que las autoridades busquen todos los medios
posibles para evitar el uso de las armas.
Es cierto que negociar puede
ser algo muy complejo. Pero si hay buena voluntad y, sobre todo, un deseo
sincero de los gobernantes a favor de la justicia y la paz, será posible evitar
guerras que siempre generan heridas y daños en soldados y en civiles.
Los gobernantes de todos los
tiempos, también en nuestros días, tienen una responsabilidad enorme para
evitar nuevas guerras, para detener las que están en curso y, sobre todo, para
entablar negociaciones que permitan ese anhelo de la inmensa mayoría de los
seres humanos: el de una paz justa y duradera.