Ante nuestro tiempo
P. Fernando Pascual
1-5-2023
Las diferentes narraciones
sobre la historia humana escogen una serie de datos para luego ofrecer modos de
comprenderlos en sus diferentes aspectos.
Esas narraciones, sin embargo,
suelen ser incompletas. En parte, porque el mundo humano es casi inabarcable en
la multiplicidad de pueblos y culturas del pasado y del presente. En parte,
porque ningún historiador es capaz de recoger todos los eventos que tejen el
caminar humano a lo largo del tiempo.
Si intentásemos elaborar un
cuadro de la situación de nuestro tiempo, encontraríamos dificultades parecidas
a las que encuentran los historiadores cuando desean comprender el pasado.
Nuestro tiempo, según vemos,
se caracteriza por pueblos que se consideran democráticos y por dictaduras, por
sistemas que buscan separarse de lo religioso y por formas de sociedad donde la
religión resulta fuente del derecho y de las costumbres.
Además, existen enormes
desequilibrios entre Estados que recurren a un alto uso de la tecnología y
otros que conservan formas de vida tradicionales. En un mismo Estado conviven
ricos y pobres, personas instruidas y quienes no han conseguido un mínimo nivel
educativo.
Las conductas y sus relaciones
con criterios éticos más o menos coherentes también muestran una gran
diversidad. Incluso hay personas que recorren diversas etapas, al pasar de
modos de vivir que podríamos llamar rigoristas a otros más bien laxistas, sin
dejar de lado mezclas extrañas en quienes a veces encienden una vela a un santo
y luego colaboran con asociaciones delictivas.
Podríamos alargar en mucho los
aspectos que caracterizan nuestro tiempo, en temas tan importantes como la
guerra y la paz, la información seria y los rumores infundados, los sistemas
sanitarios y la desatención en la que viven millones de enfermos, los impuestos
y el libre mercado, la globalización y las fuerzas que buscan revitalizar las
costumbres de grupos más o menos tradicionales, la emergencia por el
envejecimiento de algunos pueblos y la aprobación de comportamientos tan
equivocados como los del aborto o la eutanasia.
Ante nuestro tiempo, los
analistas exponen teorías, buscan trazar líneas de lo que será el futuro,
intentan comprender la lógica o la falta de lógica de tantas decisiones que se
convierten en materiales con los que construimos la ciudad global.
En este panorama difícilmente
completo y lleno de contradicciones y de matices no fáciles de comprender,
¿dónde queda el mensaje de Cristo? ¿Qué puede hacer la Iglesia que se acerca a
cumplir los 2000 años de su fundación?
A lo largo de la historia los
católicos, en su esfuerzo por ser fieles a Cristo y su mensaje, han buscado
ofrecer en cada época y para cada pueblo un Evangelio que salva, que enciende
esperanza, que abre el mundo a la misericordia y al amor auténtico.
Unos han acogido ese Evangelio
llenos de alegría y se han convertido en fermento y sal con los que el mundo se
purifica, se transforma, se orienta hacia la meta definitiva, la Jerusalén
celestial, que es nuestra patria verdadera, porque somos ciudadanos del cielo
(cf. Hb 12,22-24; Flp 3,20-21).
Otros rechazan el mensaje de
Cristo, pues prefieren sus propias ideas y planes, tal vez con el sueño de
construir un mundo perfecto, una ciudad que satisfaga plenamente al hombre,
cuando la historia y el presente nos demuestran una y otra vez el fracaso de
tantas utopías terrenas.
Ante nuestro tiempo, nos queda
tomar las lámparas encendidas y hacer nuestra la súplica que inspira y sostiene
el camino de los que creemos en Cristo, Señor de la vida y de la historia,
verdadero Alfa y Omega, mientras repetimos llenos de fe y de esperanza “¡Amén!
¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20).