Mi pecado ante Dios
P. Fernando Pascual
17-4-2023
Cada pecado provoca un daño en
el corazón de quien lo comete.
Al rendirse ante el egoísmo,
al ceder a la pereza, al abandonarse a la tristeza malsana, al dejarse envolver
por la envidia, el pecador se daña a sí mismo y, en muchos casos, también a los
demás.
Pero el pecado no es solo un
daño absurdo que hiere nuestra maravillosa vocación humana. Es, sobre todo, un
daño que llega hasta el corazón de Dios.
Por eso, necesito ver el
pecado en su perspectiva más profunda: como algo que me aparta de Dios y, por
lo mismo, como algo que Dios, como Padre, “experimenta” con una gran tristeza.
Cuando lo vemos así, el pecado
deja de ser algo simplemente personal, como una especie de mancha que oscurece nuestros
proyectos de bien y nos arrastra hacia lo vil y dañino.
Empezamos a verlo en una
dimensión relacional, como un hijo que sabe que el Padre desea lo mejor para
sí, y que cada vez que peca se aparta de ese Padre bueno para buscar lo que
envenena y destruye.
Si el pecado hiere nuestras
relaciones con Dios, solo ese Dios puede restablecer en serio nuestras vidas a
través del perdón que cura, de la misericordia que salva.
Entonces el pecado puede
quedar superado. Mi alma, tras recibir el perdón, agradece a Dios su ternura y
su fidelidad, su misericordia cercana y siempre ofrecida.
Vuelvo a la vida ordinaria. No
lucharé solo contra el pecado, porque conservo en mi corazón la certeza de que
existe un Dios cercano que me acompaña y ayuda porque ama y porque me ofrece,
sin medida, su misericordia.