El ciego de nacimiento
P. Fernando Pascual
5-11-2022
Es una de las escenas más
dramáticas del evangelio según san Juan: la curación del ciego de nacimiento (Jn 9).
Cristo está al centro. Se
encuentra con un ciego concreto en un lugar del mundo. Ese ciego experimentará
cómo en pocas horas pasa de la alegría de la curación al dolor de la expulsión
de la sinagoga...
En este pasaje encontramos esa
contraposición entre la luz y tinieblas. No vemos cuando falta la luz. No vemos
si estamos ciegos.
Con Cristo son posibles dos
situaciones muy distintas: quien era ciego recupera la vista; quien tiene ojos
y se encuentra ante la luz de Cristo no ve...
Podemos mirar ahora nuestro
propio interior, nuestro “corazón”, lo más íntimo de nosotros mismos. ¿Tenemos
activado el sentido de la vista?
Quizá hace ya mucho tiempo que
fuimos bautizados. El milagro de la vista interior se hizo realidad: fuimos
insertados en la Iglesia. Desde entonces, podemos decir “vemos”.
Pero... en medio de tanta luz,
puede ser que nos hayamos vuelto ciegos al estilo fariseo, y ya no seamos
capaces de descubrir la maravilla de la acción de Dios que sigue salvando y
dando esperanza a miles y miles de hombres y mujeres, que logran superar
situaciones morales y físicas sumamente difíciles...
Es entonces cuando necesitamos
que Cristo haga barro, nos mande a la piscina de Siloé. Entonces será posible
el milagro: recuperaremos una vista que ya habíamos perdido.
Cuando el ciego recibe la
curación, empieza a descubrir un mundo desconocido, un mundo que antes solo
podía imaginar vagamente.
Ahora puede ver. Ve a sus
familiares, a los que antes estaban cerca de él en el templo, a los jefes
judíos que quizá en algunas ocasiones le habían dado unas monedas como
limosna...
Ve muchas caras y muchas reacciones,
pero todavía no ha visto a Jesús, a ese hombre misterioso que le había curado.
Cristo, de repente, se deja
encontrar. Conoce la situación: sabe que han echado al ciego de la sinagoga.
Ahora le ofrece un regalo infinitamente más grande que el de la vista y que el
de la pertenencia a pueblo de Israel: la fe.
El ciego cree y se arrodilla.
Su confesión nace de lo más profundo de su corazón, pues ha vivido un milagro
extraordinario. Pero arrodillarse ante un “hombre” implica un milagro mayor.
Nosotros también podemos
arrodillarnos ante Jesús, y ser capaces de decir cada día, con sencillez y
confianza: “Creo, Señor”.
Lo haremos porque hemos
descubierto un poco más quién es Él, y porque nos hemos enamorado locamente de
su Persona, de su doctrina, de su Obra.
Surge la pregunta: ¿cómo fue
la vida del ciego curado de ahí en adelante? El Evangelio no lo dice. Solo
sabemos que ha perdido la vinculación al Templo, al Israel de la promesa.
Sin embargo, el recuerdo de un
hombre que hizo lo que nadie antes había hecho va a llenar su corazón y su
vida.
Jesús va a ser para él lo
máximo, el que le ha traído la bendición de Dios y le ha dado la paz del
corazón.
En nuestro camino personal,
tras descubrir a Cristo, puede llegar una enfermedad física, una grave caída
espiritual, un pecado.
Pueden fallarme los amigos,
puedo ser abandonado por todos, puedo sufrir la persecución y la calumnia…
En los momentos de mayor
soledad y abandono, la única esperanza que me puede quedar es Cristo.
Cristo seguirá ahí, a mi lado,
y Él es fiel... Siempre podemos darle lo poco que somos, incluso en medio de
las pruebas más hondas y difíciles.
Señor: Tú me has amado no solo
en el gran milagro del bautismo, sino en el milagro continuo de mi existencia
terrena. Ayúdame a descubrir tu providencia amorosa en mi vida, y a adorarte
también en los momentos de enfermedad, de dolor, de incomprensión, de abandono.
¡Permíteme encontrarte, y que
tu Amor llene de alegría, de luz y de paz mis momentos de Calvario!