Guerras que matan personas y matan verdades

P. Fernando Pascual

28-9-2022

 

Se trata de una idea conocida: una de las primeras víctimas de la guerra es la verdad. Cientos de mentiras, de contrainformaciones, de censuras para que no se conozca lo que realmente pasa, forman parte de ese gran paquete que inicia con cada agresión armada.

 

Si causa escándalo la “muerte” de la verdad por culpa de quienes dirigen las guerras, debería causar mucho más escándalo y dolor la muerte de miles de personas, sea en las batallas, sea en la retaguardia, sea en las dramáticas consecuencias económicas y sociales que toda guerra provoca.

 

Reconocer que las verdades son víctimas de toda guerra no nos debe hacer olvidar que resulta mucho más grave la existencia de víctimas humanas, de hombres y mujeres cuyas vidas son destruidas por quienes han decidido “resolver” un asunto con el uso de las armas.

 

Siempre será mucho más grave matar personas que matar verdades. Ciertamente, la verdad sirve para reconocer las injusticias que se cometen por parte de unos y de otros (por desgracia, muchas veces en ambas partes) en toda guerra. Pero la mayor injusticia sigue siendo el uso de la fuerza para matar.

 

Por eso, hace falta ir a fondo y denunciar el mal perverso que explica el origen de toda guerra: el deseo de imponer por la fuerza las propias razones, a costa de la vida de seres humanos, muchos de los cuales ni siquiera conocen los fines reales que buscan sus respectivos gobiernos y jefes militares.

 

Solo cuando los gobernantes y quienes tienen responsabilidades en el mundo de las armas busquen sinceramente la justicia y renuncien al uso de la fuerza como camino para imposiciones arbitrarias y dañinas, el mundo podrá avanzar hacia paces bien fundadas.

 

En esas paces, que deseamos de todo corazón para el bien de todos, las energías estarán orientadas a la defensa de la justicia, a la promoción de la verdad, y a un esfuerzo individual y colectivo para que entre los seres humanos existan lazos de unión fraterna, fundada en el hecho de que todos somos hijos del mismo Padre de los cielos.