Cuando el Estado asfixia a la gente

P. Fernando Pascual

5-3-2022

 

No resulta fácil explicar cómo se han desarrollado en el pasado, y de modo concreto durante buena parte del siglo XX, sistemas políticos que asfixiaban poco a poco casi todos los aspectos de la vida de la gente, hasta llegar incluso a crear sistemas de cárceles y campos de concentración tristemente famosos.

 

Los mecanismos en cada lugar fueron diferentes. Lo que hizo Hitler en Alemania fue diferente respecto de lo que hizo Stalin en Rusia y en toda la Unión Soviética. Mao, en China, y Pol Pot en Camboya, siguieron otros caminos. El resultado también fue diferente, pero siempre con una enorme presión que asfixiaba libertades fundamentales.

 

Puede ocurrir que sistemas democráticos inicien procesos en los que poco a poco el Estado priva a las personas de sus libertades básicas. No se actúa como lo hicieron dictadores famosos por sus injusticias, pero por otros caminos resulta posible limitar seriamente derechos fundamentales en la vida social.

 

Quizá un gobierno democrático limita libertades por motivos fiscales, para controlar el movimiento del dinero; o por motivos sanitarios, para controlar una epidemia; o por motivos administrativos, para lograr una mayor “eficacia” en el uso de los datos.

 

Pero si el Estado, al aplicar ciertas medidas, llega a suprimir la libertad de movimiento, a impedir el legítimo derecho a un trabajo remunerado, a asfixiar la libertad de los padres a la hora de escoger el tipo de enseñanza de sus hijos, estamos entonces en situaciones en las que el Estado, aunque conserve la etiqueta de “democracia”, está asfixiando a la gente.

 

No resulta fácil reaccionar ante este tipo de procesos. En parte, porque a veces las autoridades proceden a través de pasos pequeños que impiden percibir lo que está pasando. En parte, porque muchos temen enfrentarse al poder, sobre todo si pueden perder el acceso a lo más básico (comida, asistencia sanitaria, dinero en el banco, casa).

 

La falta de atención ante este tipo de procesos, o el miedo, o incluso un cierto interés egoísta (“mientras no me pase nada, me desintereso de las injusticias que sufren otros”), hace que el Estado se agigante, hasta el punto de que luego resulta casi imposible reaccionar y librarse de cadenas asfixiantes.

 

Héroes del pasado se han enfrentado al monstruo estatal cuando hacía falta defender las libertades fundamentales. Pero incluso los héroes necesitan el apoyo de esa “masa silenciosa” que tiene que despertar ante presiones totalitarias, vengan de donde vengan.

 

Casi todos deseamos paz, seguridad, justicia, espacios para ejercitar libremente los propios derechos. Para mantener esos espacios, hemos de estar atentos cuando parlamentos y gobiernos aprueban, una tras otra, medidas que a corto plazo impiden a la gente expresar ideas legítimas, o contar con la suficiente autonomía económica, o acceder a los servicios básicos de salud.

 

Solo con un número suficiente de hombres y mujeres decididos, incluso dispuestos a sufrir una persecución injusta por reaccionar contra cualquier forma de tiranía, será posible detener a quienes buscan nuevas formas totalitarias de gobernar, y promover Estados donde se respeten las libertades fundamentales para todos.