Dos visiones sobre la
condición humana
P. Fernando Pascual
19-3-2022
Entre las muchas maneras de
comprender lo que significa existir como humanos, hay dos visiones que parecen
antagónicas. La primera, interpreta la historia humana como un progreso desde
la inmadurez hacia la plenitud. La segunda, considera que el hombre natural (“primitivo”)
sería el modelo perfecto de algo que se ha perdido por desarrollos culturales
inadecuados.
Como un representante, entre
otros, de la primera visión encontramos a Auguste Comte y su teoría sobre los
tres estadios de la humanidad: el mítico, el metafísico y el científico. Como
un representante de la segunda manera podemos recordar a Jacques Rousseau.
En cierto modo, la primera
manera parece haber adquirido una amplia difusión en nuestros días. Basta con
escuchar a quienes critican a otros como “medievales”, “primitivos”, “cavernícolas”,
al acusarles de que tienen ideas y modos de vivir que habrían quedado superados
por conceptos nuevos y progresistas.
La segunda manera no carece de
defensores, aunque quizá tengan menos fuerza que los anteriores. Esos
defensores suelen idealizar a aquellos pueblos que conservarían modos de vivir “naturales”,
como ocurre en tribus aisladas o en formas de asociación que se han conservado
más o menos estables durante siglos.
Un análisis amplio sobre estas
dos posiciones podría desentrañar los aspectos positivos y negativos de cada
una, lo cual exigiría tiempo y un auténtico sentido de objetividad que no
resulta fácil conseguir.
Pero también descubriría un
elemento común que caracteriza a ambas posiciones (la del progreso y la de la
tradición): el encasillar la historia de las civilizaciones y la actual
diversidad cultural según un esquema rígido que corre el peligro de declarar a
algunos como más humanos y a otros como menos humanos.
Porque eso ocurre en las dos
visiones sobre la condición humana. Para la primera, solo alcanzaría la
plenitud humana quien ha dado los pasos necesarios para superar límites del
pasado y adherirse al progreso científico y cultural. Los que no hayan
alcanzado tal meta, serían vistos como subhumanos o, al menos, como perdedores.
Para la segunda, el hombre
tecnológico, científico, que habría roto con tradiciones y formas culturales
del pasado, habría adulterado su auténtica naturaleza al revestirse de
estereotipos y de sofisticaciones que le impedirían tener la única manera de
vivir plenamente como humano: la propia de los pueblos que no han sido
contaminados por la tecnología y por ideologías “progresistas”.
En realidad, ese elemento
común de crítica corre el riesgo de promover discriminaciones erróneas y
estereotipos que dividen a los seres humanos en dos clases o castas, unos
vistos como superiores, otros declarados inferiores.
La historia nos recuerda hasta
qué punto ese riesgo ha provocado y provoca odios, persecuciones, incluso
masacres, de miles de seres humanos declarados como inferiores, lo cual va
contra el principio fundamental que debería regir todas las relaciones humanas:
la aceptación del otro en sus derechos, independientemente de la situación
cultural en la que se encuentre.
El riesgo de negar la
humanidad del otro, o al menos de considerarlo un ser humano “disminuido”, no
se da en todos los que defienden la tesis del progreso ni en quienes hacen suya
la tesis de la tradición.
Pero tal riesgo solo será
superado plenamente cuando los defensores de cada visión se pregunten,
seriamente, si su modo de explicar las diferencias históricas y culturales
entre los seres humanos refleja verdaderamente lo específico de la humanidad, o
si tiene que ser corregido e integrado en un modo diferente de analizar los
datos y de llegar a conclusiones bien fundamentadas.