Eutanasia y Estado
P. Fernando Pascual
26-2-2022
Entre los muchos aspectos que
giran cuando se discute sobre eutanasia, uno se refiere al papel que el Estado
tiene a la hora de distinguir entre lo quede establecido como permitido y como prohibido
en ese ámbito.
Hablar del papel del Estado
ante la eutanasia supone aclarar un punto importante: en qué sentido los
legisladores y las autoridades pueden intervenir sobre los deseos y proyectos
de quienes viven en sociedad.
En efecto: defender que el
Estado tenga el derecho de permitir o de prohibir la eutanasia solo es posible
si se cree que el Estado tenga facultades válidas para regular tantos y tantos
aspectos de la vida de las personas.
La discusión sobre la
eutanasia, entonces, se convierte en una discusión sobre el Estado y sobre las
libertades individuales, sobre cuáles sean los ámbitos en los que las
autoridades pueden intervenir.
Muchas personas viven en
Estados donde existen numerosas normativas que afectan a la autonomía personal,
con una larga lista de prohibiciones y de obligaciones a las que están sujetos.
Así, las personas se ven
obligadas a pagar algunos impuestos contra su voluntad, pues querrían no pagar
esos impuestos. O a obedecer normativas sanitarias que no siempre producen
buenos efectos o que resultan especialmente molestas.
Hay quienes consideran que
existe un abuso de autoridad en la vida pública, que la gente está abrumada por
un exceso de leyes y normativas, y que se está violando el derecho de las
personas de escoger cómo vivir y qué actividades realizar.
Decir que el Estado llega a un
abuso de poder solo resulta posible cuando, a través de una buena
argumentación, se distingue entre aquellos ámbitos de la vida en los que el
Estado debe intervenir, y aquellos otros en los que no debería intervenir.
No resulta nada fácil
establecer esos ámbitos y llegar a un acuerdo social sobre los mismos, porque
siempre habrá personas a favor de algunas normativas y otras que se opongan a
las mismas.
En este marco, se coloca la discusión
sobre la eutanasia. Para algunos, se trataría de un derecho de las personas por
su capacidad de autodeterminación, que el Estado debería respetar o, en algunos
casos, apoyar.
Para otros, en cambio, se
trataría de una intervención que va en contra de un principio básico de la
convivencia: la protección de la vida de las personas, que implica prohibir
cualquier acción u omisión orientadas a matar a una persona, incluso si esa
misma persona pidiera ser eliminada.
Un Estado debe respetar
aquellas decisiones que las personas realizan en una sana autonomía y sin dañar
el principio de justicia. Pero no puede apoyar ni permitir decisiones que
implican que unas personas puedan suicidarse con ayuda de otros, o someterse a
acciones orientadas a la eutanasia.
Cualquier decisión que termina
con la vida de otros va contra lo mínimo que el Estado debe garantizar: el que
todos vean respetado su derecho a la existencia. Ese derecho, además, necesita
ser acompañado por otro criterio básico: el de promover una asistencia
sanitaria que cure, cuando sea posible, y que alivie el dolor, siempre.
Solo a través de esa
asistencia sanitaria, ofrecida a todos, será posible dejar a un lado la presión
a favor de la legalización de la eutanasia, al mismo tiempo que se promoverá la
sana tutela del respeto a la vida de todos, especialmente de quienes son más
vulnerables por padecer sufrimientos de cualquier tipo.