Una enfermera alemana y un
enfermo italiano
P. Fernando Pascual
26-2-2022
Corría el año 1915. Desde
Alemania, una joven estudiante de filosofía, discípula de Husserl, quería
ayudar a los heridos de aquella terrible tragedia que hoy conocemos como Primera
Guerra Mundial. La joven tenía 24 años. Se llamaba Edith Stein.
A pesar de la oposición de su
madre, consiguió ser aceptada por la Cruz Roja. La enviaron a una localidad que
entonces pertenecía a Austria, llamada Mahrisch-Weisskirchen
(ahora se llama Hranice). En seguida, empezó a
trabajar en la zona de enfermos de tifus.
Allí desarrolló, como las
demás enfermeras, un trabajo nada fácil. A lo largo de los días, pudo recoger
en su diario diversas historias y anécdotas. Una se refería a un paciente conocido
simplemente como Mario.
Mario era italiano, originario
de Trieste. No podía hablar, y su boca con frecuencia estaba ensangrentada.
Edith le limpiaba continuamente, y comprobaba cómo aquel hombre, que había sido
comerciante, le daba las gracias con su mirada.
La joven enfermera, cuando
trabajaba en los turnos de noche, notó que Mario se mantenía despierto. En una
ocasión, el enfermo le hizo señales de que se acercara y le pidió, siempre con
señales, que escribiera una carta para su familia.
La misma Edith cuenta esa
experiencia: “Una vez me hizo una señal y con gestos me dio a entender que
deseaba dictarme una carta. Probablemente había observado que yo escribía a
veces. Tomé papel y pluma y me arrodillé junto a su cama. Él fue formando las
palabras con los labios (ni siquiera podía susurrar), yo se los miraba con
ansiosa atención, escribía y le mostraba cada frase para que la revisara. De
esta manera logramos escribir una carta a sus hermanas en un buen italiano. Fue
la primera noticia que recibieron en su casa de que estaba enfermo”.
Podemos imaginar la alegría de
las hermanas de aquel enfermo cuando recibieron la carta. En seguida
respondieron. Cuando, ya restablecido, pudo hablar, el mismo Mario dijo a Edith
que su familia le había escrito.
La anécdota parece sencilla,
pero refleja la grandeza de un corazón. Edith no tenía ninguna obligación de
estar allí, ni de atender peticiones especiales de un enfermo entre tantos
otros.
El corazón grande,
precisamente porque es grande, percibe dónde hay una necesidad y busca en qué
manera sea posible ofrecer ayuda.
No fue el único gesto de Edith
para con los enfermos, pues hubo muchos sus sacrificios por ellos en los meses
en que sirvió como voluntaria de la Cruz Roja.
La historia de Edith es más
larga: como pensadora, como profesora, como carmelita, como mártir. En esa
historia un día aquella joven tuvo la oportunidad de ayudar a un enfermo
italiano, con un gesto tan sencillo y tan bello como interpretar el movimiento
de sus labios para escribir una carta a sus seres queridos...
(Los datos sobre esta
anécdota, narrada en el Diario de Edith Stein, que ahora conocemos como
santa Teresa Benedicta de la Cruz, han sido tomado de la siguiente publicación:
Francesco Salvarani, Edith Stein. Hija de Israel y
de la Iglesia, Palabra, Madrid 2012).