Renovar la esperanza en
tiempos de pandemia
P. Fernando Pascual
15-11-2021
Si la pandemia de Covid-19 ha
generado un sinfín de daños en casi toda la humanidad y ha destruido “seguridades”
que han demostrado ser muy poco seguras, también ha destacado la importancia de
la virtud de la auténtica esperanza cristiana.
Porque no es verdadera
esperanza la que se basa en nuestras fuerzas, en nuestros bienes, en nuestros
almacenes, en nuestra salud, en nuestro dinero, en nuestros servicios públicos.
La verdadera esperanza inicia,
según explicaba G.K. Chesterton, cuando no hay motivos para esperar... “La
esperanza significa esperar cuando la situación resulta desesperada, pues si
no, no es virtud ni es nada” (G.K. Chesterton, Herejes, capítulo XII).
En la obra que acabamos de
citar, Chesterton añadía: “La esperanza es el poder de permanecer alegres en
circunstancias que sabemos desesperadas. Es cierto que existe un estado de
esperanza que pertenece a las brillantes perspectivas del mañana, pero esa no
es la virtud de la esperanza. La virtud de la esperanza existe solo tras un
terremoto, durante un eclipse”.
Sí: la esperanza empieza
cuando ya no tenemos agarraderas, cuando los motivos humanos de nuestras
seguridades se desvanecen, cuando una epidemia, un accidente, o la pésima
gestión de algunos gobernantes, nos privan de bienes fundamentales.
Sobre todo, vale en este
tiempo que ha mostrado lo fútil y lo inestable que es todo lo humano, también
aquello que parecía estar garantizado por los admirables progresos de la
ciencia y la medicina, que han mostrado ser insuficientes.
En la encíclica Spe salvi, el Papa
Benedicto XVI exponía elementos fundamentales de la esperanza cristiana, que
valen para cualquier situación humana y, de modo especialmente intenso, para la
época que estamos viviendo tras la explosión de la pandemia.
“La verdadera, la gran
esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, solo puede
ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo,
hasta el total cumplimiento (cf. Jn 13,1;
19,30)” (Spe salvi,
n. 27, cf. n. 31).
Por eso, a pesar de todos los
fracasos y las frustraciones que hemos experimentado (y que experimentamos
todavía) por causa de la pandemia, y de tantos otros males que caracterizan
nuestro tiempo, tenemos la certeza de que Dios no nos ha abandonado y que nos
acompaña en la barca zarandeada por las olas de la tempestad.
Recordamos con viveza las
palabras de oración del Papa Francisco el 27 de marzo de 2020, en una Plaza de
San Pedro vacía y bañada por la lluvia, cuando apenas estábamos en los primeros
momentos de esta terrible tragedia:
“El Señor nos interpela y, en
medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y
esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo
parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe
pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en
su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido
sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor.
En medio del aislamiento donde
estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando
la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva:
ha resucitado y vive a nuestro lado.
El Señor nos interpela desde
su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos
reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No
apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que
nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza” (Papa Francisco, Atrio de la
Basílica de San Pedro, 27 de marzo de 2020).