Diálogo, respeto y verdad en “Fratelli tutti

P. Fernando Pascual

29-5-2021

 

El tema del diálogo resulta central en la vida de la Iglesia, como parte de la misión que Cristo puso en manos de los Apóstoles: anunciar el Evangelio.

 

El Papa Francisco ha elaborado numerosas reflexiones sobre el diálogo y sobre la “cultura del encuentro”. De modo especial, la encíclica “Fratelli tutti” (2020) ofrece todo un capítulo (el sexto) sobre este tema. Su título es “Diálogo y amistad social”, y se extiende a lo largo de 27 números (nn. 198-224).

 

Ya desde el inicio de ese capítulo, el Papa ofrece unas primeras reflexiones de especial valor:

 

“Acercarse, expresarse, escucharse, mirarse, conocerse, tratar de comprenderse, buscar puntos de contacto, todo eso se resume en el verbo dialogar. Para encontrarnos y ayudarnos mutuamente necesitamos dialogar. No hace falta decir para qué sirve el diálogo. Me basta pensar qué sería el mundo sin ese diálogo paciente de tantas personas generosas que han mantenido unidas a familias y a comunidades. El diálogo persistente y corajudo no es noticia como los desencuentros y los conflictos, pero ayuda discretamente al mundo a vivir mejor, mucho más de lo que podamos darnos cuenta” (n. 198).

 

Tras analizar algunos ámbitos en los que ocurren encuentros (y desencuentros) en el mundo contemporáneo, y con la mirada en fenómenos que se desarrollan sobre todo gracias a Internet, Francisco dedica un importante párrafo a un punto clave a la hora de construir verdaderos diálogos: el respeto.

 

“El auténtico diálogo social supone la capacidad de respetar el punto de vista del otro aceptando la posibilidad de que encierre algunas convicciones o intereses legítimos. Desde su identidad, el otro tiene algo para aportar, y es deseable que profundice y exponga su propia posición para que el debate público sea más completo todavía. Es cierto que cuando una persona o un grupo es coherente con lo que piensa, adhiere firmemente a valores y convicciones, y desarrolla un pensamiento, eso de un modo o de otro beneficiará a la sociedad. Pero esto solo ocurre realmente en la medida en que dicho desarrollo se realice en diálogo y apertura a los otros. Porque en un verdadero espíritu de diálogo se alimenta la capacidad de comprender el sentido de lo que el otro dice y hace, aunque uno no pueda asumirlo como una convicción propia. Así se vuelve posible ser sinceros, no disimular lo que creemos, sin dejar de conversar, de buscar puntos de contacto, y sobre todo de trabajar y luchar juntos” (n. 203).

 

Respetar las posiciones de otros no implica aceptar el relativismo como presupuesto para el diálogo, como subraya el Papa en el n. 206 de la misma encíclica. Reconocer que la verdad entra en juego en todo diálogo bien llevado resulta clave para una vida comunitaria construida sanamente.

 

“Si algo es siempre conveniente para el buen funcionamiento de la sociedad, ¿no es porque detrás de eso hay una verdad permanente, que la inteligencia puede captar? En la realidad misma del ser humano y de la sociedad, en su naturaleza íntima, hay una serie de estructuras básicas que sostienen su desarrollo y su supervivencia. De allí se derivan determinadas exigencias que pueden ser descubiertas gracias al diálogo, si bien no son estrictamente fabricadas por el consenso. El hecho de que ciertas normas sean indispensables para la misma vida social es un indicio externo de que son algo bueno en sí mismo. Por consiguiente, no es necesario contraponer la conveniencia social, el consenso y la realidad de una verdad objetiva. Estas tres pueden unirse armoniosamente cuando, a través del diálogo, las personas se atreven a llegar hasta el fondo de una cuestión” (n. 212).

 

La Iglesia, que surge desde el Amor de Dios hacia los hombres, y que promueve el amor universal y la fraternidad auténtica, desarrolla hoy, como en toda su historia, un diálogo fecundo y rico, como recuerda el Papa Francisco en su encíclica “Fratelli tutti”.

 

Desde diálogos bien llevados resulta posible abrirnos a la verdad del Evangelio, una verdad que nos lleva a reconocer que somos hijos del Padre que está en los cielos y, así, también hermanos y miembros de la misma familia humana.