Un Papa habla a los donadores de sangre

P. Fernando Pascual

22-5-2021

 

Dar sangre puede parecer difícil, incluso implica sacrificios no pequeños, pero resulta un gesto hermoso de caridad.

 

El Papa Pío XII exponía estas ideas, con la mirada puesta en el mismo Cristo, al dirigir un discurso a un grupo de voluntarios italianos donadores de sangre, el 9 de octubre de 1948.

 

Tras recordar que derramar la sangre por “una causa noble y santa” sería una “admirable prueba de generosidad”, el Papa añadía:

 

“Pero dar la propia sangre por la salud de los desconocidos, o incluso de los ingratos, que quizá olvidarán o ni siquiera intentarán conocer el nombre y el rostro de su salvador (...) es a eso a lo que vosotros os habéis orientado generosamente”.

 

Tras aludir al ejemplo de Cristo, al que un donador se puede inspirar en su gesto de caridad cristiana, el Papa continuaba con estas palabras:

 

“A los enfermos, a los heridos, que te deben su regeneración, no les dais, como si se tratase de un remedio ordinario, las gotas materiales de vuestra sangre”.

 

Estamos ante un gesto más comprometedor: se trata de una transfusión. Así lo explicaba Pío XII:

 

“Y tal admirable transfusión hace pasar de vosotros a ellos, con vuestra sangre, con vuestro vigor, que les donáis, algo de vuestra propia vida, que os otorga, respecto de ellos, si así se puede hablar, casi una especie de paternidad”.

                                                                                                                                                         

Es cierto que quienes reciben la donación pronto generarán su propia sangre, dejando atrás la recibida de otros. Pero en cierto modo, explicaba Pío XII, “vuestra sangre, como la sangre de sus padres, seguirá fluyendo en sus venas, y circulará, bajo la acción de corazones vivificados gracias a vosotros, en todo su organismo”.

 

El Papa dirigía su mirada a la Sangre de Cristo, que nos es dada, ciertamente, de un modo muy superior, pues a través de ella hemos sido rescatados y salvados.

 

La analogía puede ser atrevida, pero tiene su sentido, siempre que se respeten las distancias. Porque la sangre del donador ayuda y sostiene, en un momento concreto, la vida de otra persona. En cambio, la Sangre de Cristo regenera y cambia profundamente la vida espiritual de quien la acoge en la fe.

 

Quienes, por la salud que Dios les ha dado, pueden donar sangre, tienen ante sí una hermosa oportunidad que les permite compartir no solo algo prescindible, sino una pequeña parte de su propia vida.

 

De ese modo, imitan al Maestro Bueno, que dio toda su Sangre en el único sacrificio que nos salva. Al mismo tiempo, practican, desde un gesto sencillo, el dar gratis lo que gratis han recibido, como nos enseña Cristo en el Evangelio...