EL SENTIDO
DE LA PASCUA
Padre
Arnaldo Bazan
Muchas cosas en este mundo, con el
tiempo, cambian de valor o se hacen sin el debido sentido.
El sistema de valores de cada
persona depende, en gran manera, de la visión que se tenga de la vida. Sobre
todo de lo que piensa acerca de la futura inmortalidad.
Para nosotros, los cristianos, la
fe en Jesús da a la vida un valor extraordinario, pues sabemos que nuestra
permanencia en la tierra es solo una primera etapa, como un preámbulo, de una
existencia que irá superándose hasta alcanzar toda su plenitud en la
resurrección.
Pero ocurre que no son pocos los
que estiman que la vida en la tierra es lo único que pueden esperar y se
lanzan, desesperadamente, a la búsqueda de una felicidad que consideran ligada
a las sensaciones corporales, al placer carnal o a la posesión de bienes
materiales.
La enseñanza de Jesús va por un
camino totalmente diferente, pues comienza por revelarnos el amor de un Padre
que quiere para nosotros solo lo mejor.
Los que piensan que todo se termina
con la muerte, hacen derivar su teoría de la suposición de que A) Dios no
existe o B) Dios no se ocupa de sus criaturas.
Los ateos, en realidad, aparecen
como más lógicos, pues al negar la existencia del Creador son incapaces de
concebir que la vida pueda tener trascendencia alguna.
Con ello quedan atrapados en su
propia red, pues aunque pretenden explicar la existencia de tantas maravillas,
como hay en la Naturaleza, sin la previa presencia de un Ser Superior, no se
atreven a suponer otra cosa sino que solo existe NADA después de la experiencia
de la muerte.
Lo raro es encontrar personas que
admiten la existencia de Dios y, sin embargo piensen, al mismo tiempo, que el
Creador ha sido tan ridículamente tacaño que nos ha reducido a una existencia
temporal, sin categoría suficiente para llenar los profundos anhelos que
sentimos en el corazón.
Porque hay algo que nadie puede
negar, y es que todo ser humano lleva dentro de sí, como marcada a fuego, un
ansia de perfección y felicidad que no hay maneras de saciar en la tierra.
Si Dios nos hubiera creado solo
para esta vida, sería un monstruo sin entrañas al que no tendríamos más remedio
que odiar con todas las fuerzas de nuestro ser, pues ha concebido unas
criaturas inteligentes con el único fin de burlarse de ellas.
Esta vida sin Dios es imposible de
ser concebida, pues no hay manera de explicar las maravillas del Universo sin
pensar en Alguien que las hiciera posibles.
Pero esta vida, limitada solo a la
etapa terrenal, con Dios, sería todavía más difícil de concebir, pues
tendríamos que aceptar la existencia de un Ser Superior lleno de maldad,
dispuesto a destruir, para siempre, a las criaturas que concibió hambrientas de
inmortalidad.
¿Qué "dios" sería ese?
Tal engendro solo merece figurar en las peores noveluchas
de ciencia-ficción.
A Dios solo lo podemos concebir
como es: tal y como se nos ha revelado, primero a través de los profetas y
luego, en forma completa, por la presencia entre nosotros de su Hijo Encarnado,
Jesús, nuestro Redentor.
Es entonces cuando descubrimos que
el mal no es la obra de Dios sino del hombre, que creado libre y destinado a
gozar de las maravillas de Dios para siempre, se rebela a su Creador e intenta
suplantarlo.
La soberbia pierde al hombre y lo
enfrenta a quien solo busca ser su Padre. Desobediente, la criatura reclama
para sí el poder de gobernarse y solo encuentra muerte y perdición.
Pero no por ello Dios deja de amar
al hombre. Todo lo contrario, aunque podía destruirlo o doblegarlo, espera
pacientemente la oportunidad de salvarlo. En todo momento el Creador respeta la
libertad de su criatura. Como dice san Agustín: "El que te creo sin ti no
te salvará sin ti".
¿Cómo ha de salvar Dios al hombre?
De la forma más inconcebible, pero que ha de probar, de manera indiscutible,
que su amor es incomparable. Ahí tenemos a Dios que, en la Segunda Persona de
la Trinidad, el Hijo, desciende de la máxima altura hasta la humillación
suprema. El Creador compartiendo la mísera condición en que se hallaba la
criatura.
Jesús, al hacerse hombre, demuestra
lo que Dios es capaz de hacer para vencer la resistencia de la soberbia humana.
El hombre quiso ser dios y es Éste el que se abaja, haciéndose hombre, para
curar definitivamente la locura que lo pierde con falsos sueños de grandeza.
¡Qué pobres resultan esas
felicitaciones que rebajan este tiempo de Pascua, convirtiéndolo en un sinónimo
de la Primavera, con sus colores y su invitación a una
renovación de la naturaleza toda!
Pascua merece ser el tiempo de
felicitación por excelencia, pues la muerte y resurrección de Cristo son la
demostración palpable del amor de Dios y su designio salvador para el ser
humano.
Pascua tiene que constituir el
tiempo por antonomasia para descubrir la real grandeza de una criatura
destinada a la dignidad de ser hija de su Creador.
Cristo resucitado nos anuncia que
ya la muerte no tiene poder; que el hombre no está condenado a morir y
desaparecer sino que es invitado a escoger, libremente, una vida de felicidad
sin fin en el Reino de Dios.
Este es un tiempo para gritar a
todos que Dios nos ama, porque proclamamos que Jesús destruyó las cadenas que
nos ataban al mal y nos hacía rebeldes a Quien ha inventado, para nosotros, la
verdadera alegría.
Queden atrás los sueños y las
fantasías que el hombre fabrica para olvidarse que vive en un mundo sin
esperanzas. Jesús dice: "Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en
mí, aunque esté muerto, vivirá, y el que haya creído en mí no morirá para
siempre" (Juan 11,25).
Arnaldo Bazán