EL GRAN INTERROGANTE

Padre Arnaldo Bazán

¿Para qué vivimos? Esta pregunta no siempre es fácil de contestar. Sin embargo, es una de las cuestiones que más han inquietado a los hombres de todos los tiempos.

Intimamente relacionada con la idea de la existencia de Dios, el fin de la vida se presenta como un problema medular, que muchos no han sido capaces ni siquiera de plantearse con sinceridad.

Vivir para morir no parece nada convincente. Es de pura lógica concluir que si todo lo que podemos esperar de la existencia está encerrado en los breves años que dura nuestra estancia en la tierra, la idea de Dios ha de presentarse como un absurdo.

Sobre todo, porque a nadie cabe en la cabeza que pueda existir un Dios que haya sido tan cruel como para condenarnos a nacer y luego desaparecer, sin encontrar una explicación convincente a la vida.

Entiendo que si la conclusión a la que llegamos es la de una muerte destructora de todos los anhelos, la figura de Dios resulta soberanamente ridícula ante un panorama tan desolador y terrífico.

Yo no podría aceptar - como no lo hace san Pablo - la existencia de Dios sin una clara visión de lo que hay más allá de la muerte (Ver 1a. Corintios 15).

Porque en definitiva, la finalidad de la vida no puede verse sino a través del prisma del absurdo, si todo desembocase en una muerte que nos espera al final del camino para darnos un abrazo eterno.

Y una existencia absurda no merece la explicación de un Dios trascendente, dotado de todas las cualidades que se supone debe tener el Ser Divino.

Ahora bien, nadie puede negar una serie casi infinita de grandezas que contemplamos en un mundo que se desnuda ante nuestros ojos.

Una simple flor, hasta una de esas humildes hierbecitas que pisamos con indolencia, nos hablan de un cúmulo de maravillas que son el asombro de los científicos.

Por mucha inteligencia que el hombre logre desarrollar, nunca ha conseguido fabricar siquiera algo parecido al más insignificante ser viviente de la naturaleza.

¿Qué fin tiene todo ese derroche de sabiduría y poder?

Si aceptamos como verdadero el principio de que todo efecto tiene su causa, ¿podríamos insensatamente afirmar que todo lo que vemos - independientemente de la obra del hombre - no ha tenido ninguna causa ni tiene un fin determinado?

Es cierto que algunos soslayan estos puntos al no encontrarles una explicación, pero de esa forma no llegamos nunca a plantearnos con sinceridad el problema de la vida.

Si queremos encontrar, aunque sea respuestas no totalmente convincentes, hemos de analizar todos los puntos que ofrezcan alguna luz a la intranquilidad de nuestra mente.

Yo me pregunto: ¿Podemos afirmar que la vida no tiene ninguna finalidad?

Me niego a dar una respuesta afirmativa porque no la creo razonable.

Si la vida no tuviera ninguna finalidad, entonces habríamos de admitir que hemos caído en una terrible trampa: la de existir para desaparecer.

En ese caso bien valdría no haber tenido nunca que comparecer ante el escenario de este teatro del absurdo, que sólo ocasiona angustias y desgarros a todos los actores.

De ser cierta la conclusión que proclama la no finalidad de la vida, la hipótesis de la inexistencia de Dios estaría bien fundamentada.

Pero aun así nos queda por ver el juego de la causa y el efecto. Y esto es algo que no han podido resolver los científicos, por mucho que se lo han propuesto.

Porque, ¿de dónde sale todo lo que vemos? Esta multitud de astros que nadie ha podido contar, ¿para qué están? ¿Quién los ha hecho?

La maravillosa existencia de la vida misma en todas sus múltiples formas, ¿qué explicación tiene?

Ninguna de las teorías logran dar en el clavo cuando pretenden convencernos de que todo puede existir sin una Causa primera que lo haya ordenado todo con un fin lógico y determinado.

Pero, aunque así fuera, ninguna de ellas tiene solución al problema del absurdo que tal cosa plantea.

Si nuestra vida no tiene un fin trascendente, todas las teorías se revuelcan en el cieno del sin sentido y de la sinrazón.

Arnaldo Bazán