Acercar a otros a Dios 

Rebeca Reynaud   

 

Para acercar a otros a Dios hay que orar, hacer pequeñas mortificaciones por ellos y hablar o callar. Una mujer joven, que se convirtió hace ocho años, dice que lo que le ayudó era ver que sus padres callaban ante sus rebeldías, porque sabían que sería peor argumentar. Y a través de la oración, lograron que si hija volviera a Dios. 

Si nosotros queremos identificarnos con Cristo, hemos de cultivar sus mismos sentimientos. Si amas al Señor, “necesariamente” has de notar el bendito peso de las almas, para llevarlas a Dios (Forja, n. 63). 

Felipe le dice a Natanael: Hemos encontrado a Jesús de Nazaret…: “Ven y verás” (Juan 1,46). Eso es lo nuestro, llevar a nuestros amigos a Jesús. 

Jesucristo nos dio ejemplo de amistad. Después de 30 años de trabajo silencioso en Nazaret, comenzó el Señor a recorrer las ciudades y aldeas anunciando la llegada del Reino de Dios. Supo ser amigo de los discípulos y de otros personajes. (Carta pastoral 1-XI-19). Cuando se perdió a los 12 años, sus padres pensaron que estaba con sus amigos. En su vida pública lo vemos en casa de Pedro, de Leví, de Simón, de Jairo, de Zaqueo. También lo invitaron a una boda en Caná. Se siente contento en Betania, con Lázaro, Marta y María la Silenciosa (dice Ana Catarina Emmerick), quien muere antes de la Pasión del Señor. 

Cuentan los evangelistas que el Señor, al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas sin pastor (Mateo 9,35). 

El trato con nuestro Señor nos lleva a tener visión sobrenatural y corazón grande para ser apóstoles. Él no rompe la caña cascada, ni apaga la mecha que aún humea (Mat 12,20). En la Última Cena les dice a sus Apóstoles: “A ustedes les he llamado amigos” (Juan 15, 15). Y en ellos nos lo ha dicho a todos. 

En el Nuevo Testamento aprendemos la importancia de la amistad como medio habitual de apostolado. En el Señor encontraron los Apóstoles a su mejor amigo. Sabían que les quería, que podían preguntarle y comentarle cualquier cosa. Cuando les decía en el cenáculo: amaos los unos a los otros (...) como Yo os he amado (Juan 13,14), cada uno de ellos podría recordar sus manifestaciones concretas de cariño que les había dispensado. Cada uno se sintió tratado con inmenso afecto, lo mismo las santas mujeres. 

De Cristo aprendemos a tener muchos amigos, aprovechando las relaciones de vecindad, de trabajo, de estudio... El Señor se sirvió de Juan Bautista para encontrar al otro Juan, el que iba a ser el amigo predilecto. Otras veces Él se hace el encontradizo, como con la samaritana. Jesús no excluye a nadie, y eso enojaba a los fariseos, querían que tratara sólo con personas destacadas, importantes a los ojos humanos. 

San Agustín hace un elogio de la amistad: “Dos cosas son necesarias en este mundo: la vida y la amistad. Dios ha creado al hombre para que exista y viva: en eso consiste la vida. Mas para que el hombre no esté solo, la amistad es también una exigencia de la vida (Sermón 16,1, PL 46, 870). Y, además, “si no tenemos amigos, ninguna cosa de este mundo nos parecerá amable”. 

 

La calidad de caridad está en la capacidad de escucha, ¿cómo escucho a Dios y a los demás? 

Las personas son lo más interesante con lo que uno se encuentra. El “yo profundo” tiene una indecible fascinación, dice Valerio Manucci, y es en el encuentro amistoso donde no se teme liberar el secreto sentido de su ser. Y después de haber comunicado libremente su “yo” y haberlo ofrecido a la libre acogida del otro, el amigo puede volver a empezar su itinerario sin fin del descubrimiento de sí mismo y del otro. 

Podríamos decir que el “yo” y el “tú”, convertido en “nosotros” dentro del seno de la amistad, toca el invisible e intangible “Tú” divino. (Manucci, p. 23). 

Un ex miembro de la ETA, Mikel Azurmendi, se convirtió y escribió el libro, El Abrazo. “¿Qué cambia?”. Le preguntaron, y contesta: Me estoy vaciando del hombre viejo: ya no hay temor a las enfermedades del futuro o lo que vendrá. Acepto el instante en que puedo estar en contacto con Jesús. Ya no pienso como antes, que tenía razón en todo. Ahora sé escuchar. Recuperé el gusto por la vida… 

 “Precisamente porque el hombre es un ser personal, no se pueden cumplir las obligaciones para con él si no es amándolo”, dijo San Juan Pablo II (Memoria e identidad, Planeta, México 2005, p. 165). 

No se puede testimoniar una fe, una pasión por el Evangelio que no se vive. 

Más que un vaso que llenar el apostolado es un fuego que encender. Quizás va a ser un fuego más grande que el nuestro, porque no conocemos las potencialidades de cada alma. Lo nuestro es encender fuegos. Hay que pedirle al Señor no acostumbrarnos a las cosas que tratamos. 

Tolkien le ayudó a C.S. Lewis a convertirse, y todo empezó con la amistad y la afición a la literatura.