CAPÍTULO
OCTAVO: 10
Padre
Arnaldo Bazán
"Subió
a la barca y sus discípulos le siguieron. De pronto se levantó en el mar una
tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas; pero él estaba
dormido. Acercándose ellos le despertaron diciendo: “¡Señor, sálvanos, que
perecemos!” Díceles: “¿Por qué tienen miedo, hombres
de poca fe?”. Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino
una gran bonanza"(8,23-26).
Iba Jesús con sus apóstoles en una
barca. Por lo visto el Señor estaba cansado, dado el trajín que había tenido
con todos los enfermos que le presentaron. Por tanto, se recostó en un rincón y
se quedó dormido.
¿Estaba consciente de la tempestad
que se desató de pronto? No podemos saberlo. Cuando la naturaleza divina de
Jesús se imponía sobre la humana es parte del misterio de la encarnación del
Hijo de Dios.
Lo que vemos es que la tempestad no
logró despertarlo. Y los discípulos, asustados, lo despertaron para que hiciera
algo por ellos.
La cobardía ante el peligro es una
de las características propias de los seres humanos. Por más que queramos
disimularlo, cuando llega un situación extrema todos
nos acobardamos.
Estas tempestades en el lago de
Galilea eran frecuentes. Por eso, quizás, le llamaban “mar”, como vemos en los
evangelios.
Así que aquellos que entre los
discípulos eran pescadores debían estar acostumbrados a enfrentarse a esos
peligros. Lo que no significa que no pudieran estar asustados.
Lo cierto es que Jesús les
reprendió por su falta de fe. Tenían que suponer que aquel que había hecho
tantos milagros delante de sus ojos no iba a permitir que les pasase nada. Pero
somos así los seres humanos. Pensamos que tenemos una gran confianza en que
Dios nos auxiliará, pero ésta se rompe cuando se presenta algo que nos causa
miedo. Y somos hasta capaces de renegar del Altísimo.
No es que la fe nos asegure que
nada nos puede pasar, pues todos estamos expuestos al peligro y aún a perecer
en una circunstancia extrema. Los que creemos en el amor de Dios sabemos que
incluso si morimos en un accidente el Señor estará a nuestro lado, pues la vida
no termina con la muerte.
Millones de creyentes han muerto en
accidentes, y eso no significa que Dios los haya abandonado. Es el riesgo mismo
del vivir, sin que el Señor intervenga para impedirlo. Por eso tenemos que
estar preparados, pues en la vida y en la muerte somos del Señor, como afirma
san Pablo (ver Romanos, 14,8).