SI TE DICEN QUE...
La
Virgen María no puede interceder por nosotros,
porque está muerta...
diles que están totalmente
equivocados.
Como sabemos, no todos los
protestantes o evángelicos, como ellos prefieren
llamarse, creen en lo mismo. Los miles de denominaciones en las que se dividen
pueden variar en sus creencias en un amplio abanico que los separa, más o
menos, de la verdadera doctrina enseñada por la Iglesia Católica.
En cuanto a la inmortalidad del
alma y la vida más allá de la muerte, posiblemente los que más se separan son
los Testigos de Jehová y los Adventistas. Y es por una
razón: se mantienen apegados a enseñanzas del Antiguo Testamento que fueron
superadas por la revelación que recibimos de Jesucristo, la Palabra Viva de
Dios.
Veamos lo que dicen los Testigos al
respecto: “Cuando una persona muere está muerta en cualquier forma: el alma
muere, el cuerpo muere, el espíritu (o aliento de vida) no tiene conocimiento
ni actividad. Todo aquello que forma el ser humano viene a ser totalmente
inconsciente y no puede, bajo ninguna circunstancia, tener contacto con los
vivientes” (Traducción de “Amazing Facts that affect
you” “Hechos asombrosos que lo afectan a Ud.”,
publicado por los Testigos). Esta misma creencia la tienen los Adventistas y otros. Pero, de ninguna manera esa es la forma
de pensar de los verdaderos cristianos, pues la misma Escritura nos enseña lo
contrario.
Antes de Jesús los israelitas no
tenían toda la Revelación, por lo que muchas verdades que ahora nosotros
conocemos les eran desconocidas.
En tiempos de Jesús sabemos que
había una gran división de criterios, pues mientras los fariseos creían en la
inmortalidad, los saduceos la negaban.
Con todo, ya en los siglos
anteriores a la venida de Cristo, se habia ido
purificando el concepto y había muchos judíos que esperaban una vida eterna más
allá de la muerte.
Esto lo podemos ver claramente en
el segundo libro de los Macabeos, que aunque los protestantes consideran
apócrifo, con todo, los verdaderos cristianos lo aceptaron como inspirado desde
los primeros tiempos.
Con el dominio de los reyes griegos
sucesores de Alejandro el Grande, los judíos quedaron sometidos a una dura
tiranía, pues aquellos que no se sometían y abjuraban de su religión, eran
torturados y asesinados.
Así ocurrió con una madre y sus
siete hijos. El tirano Antíoco Epífanes había
decretado que todos tenían que comer carne de cerdo, que estaba prohibida en la
ley de Moisés. Todos ellos, uno a uno, se negaron. Cuando le tocó el turno al
más pequeño, después de haber visto cómo sus hermanos eran triturados y
asesinados, despreció los halagos del rey y confesó la fe en la inmortalidad,
diciendo: “Mis hermanos, después de soportar ahora un dolor pasajero,
participan ya de la promesa divina de una vida eterna, tú en cambio, pagarás la
pena que merece tu soberbia” (2 Macabeos 7,36).
El Antiguo Testamento sólo puede
ser leído por un cristiano a la luz del Nuevo. De lo contrario resulta
ininteligible, sobre todo porque nuestros conceptos son totalmente nuevos, como
nuevo fue el mensaje de Jesús, quien con su predicación ilumina todo el
contenido de las Escrituras correspon-dientes a la
Antigua Alianza.
El mensaje de Jesús es fundamental
para nosotros, pues es la base de nuestra fe. Y es lo que han creído desde el
principio los verdaderos cristianos. En él encontramos, claramente, que el que
muere sigue viviendo, para su bien o para su mal. El alma es inmortal. Al final
de los tiempos “resucitaremos”, es decir, volveremos a tener un cuerpo, aunque
no el mismo que ahora tenemos, como nos dice Pablo en su 1a. Carta a los
Corintios, 15, 43-44: “Se siembra algo corruptible, resucita incorruptible; se
siembra algo mísero, resucita glorioso; se siembra algo débil, resucita pleno
de vigor; se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual”.
Es necesario analizar lo que Jesús
nos enseña con relación a la vida más allá de la muerte. Los tres evangelistas
sinópticos - Mateo, Marcos y Lucas -, nos narran el enfrentamiento de Jesús con
algunos saduceos, el grupo que no creía en la resurrección ni en la
inmortalidad del alma, que le plantearon un caso con el fin de poder luego
criticarlo.
Pero Jesús les responde con toda precisión:
“-Y que resucitan los muertos lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la
zarza, cuando llama al Señor: “El Dios de Abraham y Dios de Isaac y Dios de
Jacob”. Y Dios no lo es de muertos, sino de vivos; es decir, que para El todos
ellos están vivos” (Lucas 20,37-38).
En la parábola de Lázaro y el rico,
Jesús presenta a ambos personajes después de su muerte. Lejos de decir que
están durmiendo o inconscientes allá en el “sheol” o
lugar de los muertos, coloca a Lázaro junto a Abraham, en el lugar o estado
especial al que iban los justos antes de que Jesús nos abriera con su Redención
la puerta del Cielo. Al rico, por su parte, lo pone en un lugar de tormentos.
Lo cual nos enseña que después de la muerte seremos juzgados y nuestra
situación eterna quedará definida, como dice la Carta a los Hebreos: “Por
cuanto es destino del hombre morir una vez, y luego un juicio...” (9,27).
Dirigiéndose a Marta, la hermana de
su amigo Lázaro, que hacía algunos días había fallecido, Jesús le afirma: “-Yo
soy la resurrección y la vida: el que tiene fe en mí, aunque haya muerto,
vivirá; y todo el que está vivo y tiene fe en mí, no morirá nunca” (Juan
11.25-26).
Podemos también citar otros textos
del Nuevo Testamento que demuestran que la fe de los discípulos siempre fue que
después de la muerte, y no al final de este mundo, podrían disfrutar de la
corona en el Reino de Dios.
Creo que el más contundente de
todos es el de Pablo en su carta a los Filipenses 1,20-26: “Tal es mi
expectación y mi esperanza, que en ningún caso saldré fracasado, sino que, viva
o muera, ahora como siempre se manifestará pública-mente en mi persona la
grandeza de Cristo. Porque para mí vivir es Cristo y morir ganancia. Por otra
parte, si vivir en este mundo supone trabajar con fruto, ¿qué elegir? No lo sé.
Las dos cosas tiran de mí: deseo morirme y estar con Cristo (y esto es con
mucho lo mejor); sin embargo, quedarme en este mundo es más necesario para
ustedes”.
¿Hablaría así el apóstol de creer
que habría de esperar hasta el final de los tiempos para estar consciente junto
a Cristo en la gloria?
Clarísimo que no. Estas palabras
son de un hombre que cree que, inmediatamente después de la muerte, podremos
estar con Cristo gozando, junto a El, en la Casa del
Padre.
Esto significa que entre los mismos
judíos convertidos al Cristianismo la idea que muchos judíos tenían de que
habría que esperar hasta el final en un lugar de oscuridad e inconsciencia, ya
había desaparecido, para dar paso a la creencia de que, si bien la resurrección
no llegará hasta el final de los tiempos, el alma seguirá viviendo separada del
cuerpo y la persona humana, toda ella entera en ese estado espiritual, estará
consciente de lo que le sucede tanto en el cielo como en el infierno.
Si ibamos
a seguir creyendo con las limitaciones que tenían los judíos del Antiguo
Testamento, ¿para qué necesitábamos que viniera Cristo a revelarnos más
claramente todo lo que necesitábamos saber?
Pero los Testigos, Adventistas y otros sectarios se empeñan en permanecer en el
Antiguo Testamento, por lo que ignoran las enseñanzas claras del Nuevo
Testamento sobre muchos puntos importantes de la DOCTRINA CRISTIANA.
Esa fue, precisamente, la promesa
que hizo Jesús a uno de los malhechores crucificados con El, y que le pedía:
“Acuérdate de mí cuando vuelvas como rey”. El le
contestó: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23,42-43).
San Esteban, el primer mártir
cristiano, mientras sufría tormento, vio los cielos abiertos y a Jesús a la
diestra del Padre. Y el libro de los Hechos agrega: “Mientras le apedreaban,
Esteban hacía esta invocación: «Señor Jesús, recibe mi espíritu” (7,59). Estaba
seguro que vería de inmediato al Señor.
Cientos de miles le sucederian, entregando sus vidas alegremente antes que
apartarse de la fe. Todos ellos son un testimonio de que creian
que, al morir por Cristo, llegarian de inmediato a
gozar con El en el Cielo.
Como san Justino, a mediados del
siglo II, interrogado por el prefecto Rústico: - “Así, pues, en resumidas
cuentas, te imaginas que has de subir a los cielos a recibir allí no sé qué
buenas recompensas”. Justino respondió: - “No me lo imagino, sino que lo sé a
ciencia cierta, y de ello tengo plena certeza”. O en el martirio de san
Fructuoso, en Tarragona, España, en el año 259, cuando algunos presentes vieron
“cómo subían coronados al cielo Fructuoso y sus diáconos, cuando aún estaban
clavadas en tierra las estacas a que los habían atado”.
¿Acaso
no dijo Jesus: “En la casa de mi Padre hay muchas
mansiones; si no, se lo habría dicho; porque voy a prepararles un lugar. Y
cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los tomaré conmigo,
para que donde esté yo estén también ustedes?” (Juan 14,2-3).
Arnaldo Bazán