La prudencia del gobernante
P. Fernando Pascual
12-12-2020
Para Aristóteles un
gobernante, que lo sea de verdad, busca el bien de la ciudad, que coincide con
el bien de quienes viven en ella.
Podríamos preguntarnos si
también hoy los políticos, legisladores, jueces, policías y otros
administradores públicos buscan ese bien de la ciudad y de sus habitantes.
Un indicador para responder es
bastante fácil: ver si después de una normativa mejora la vida de las personas,
si hay más armonía social, si disminuyen los delitos, si la economía satisface
las necesidades fundamentales.
Por desgracia, a veces hay que
esperar meses para reconocer que las decisiones han sido dañinas. Entonces,
reparar los efectos negativos no resulta nada fácil, y las cosas empeoran más
si se proponen remedios que provoquen nuevos perjuicios.
De ahí la importancia de
fomentar, en quienes trabajan por el bien público, esa virtud de la prudencia
con la que se analizan, del mejor modo posible, todos los aspectos que entran
en juego a la hora de hacer leyes, decretos y normativas, y a la hora de
aplicarlos en concreto.
No resulta nada fácil tener en
la mente tantos aspectos: en un Estado, una región, una ciudad, se cruzan miles
y miles de circunstancias y variables que ni las mejores computadoras pueden
llegar a comprender de modo adecuado.
Pero allí precisamente se
coloca la virtud de la prudencia, como esa habilidad de la persona con la que
reconoce los aspectos centrales que entran en juego en cada decisión, y luego
deja espacio a lo no previsto (y a lo imprevisible) a la hora de aplicar lo
decidido y a reajustarlo sobre la marcha.
Por eso es tan importante
rezar, hoy como en el pasado, por los gobernantes y administradores públicos en
general, y pedir para ellos el don de la prudencia, que resulta fundamental
para promover el bien común. Por eso, acogemos la invitación de san Pablo para
pedir a Dios por nuestros gobernantes:
“Ante todo recomiendo que se
hagan plegarias, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres;
por los reyes y por todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir
una vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad” (1Tm 2,1‑2).