COMENTARIOS AL EVANGELIO DE SAN
MATEO
CAPÍTULO
SEXTO: 6
Padre
Arnaldo Bazán
“Que
si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, les perdonará también a ustedes
su Padre celestial; pero si no perdonan a los hombres, tampoco su Padre
perdonará sus ofensas” (6,14-15).
Este versículo es el que sigue a la
oración que Jesús puso como modelo a sus apóstoles (6,9-13). En ella hay una
frase pidiendo al Padre el perdón de nuestras ofensas como nosotros perdonamos
a los que nos ofenden.
Jesús quiere reafirmar con ella que
se trata de algo muy importante, pues no conseguiremos el perdón de Dios si no
estamos dispuestos a hacer lo mismo con aquellos que nos han ofendido, no
importa la gravedad de sus ofensas.
Ya en otro lugar, Mateo recoge la
parábola con la que Jesús nos enseña esta obligación (18,23-35), hablando de un
hombre que debía a su rey diez mil talentos,que era una cantidad realmente grande en aquel
tiempo. Como no tenía con qué pagar, rogó al rey que le perdonase, lo que le
fue concedido. Pero luego él no fue capaz de perdonar a un compañero que le
debía cien denarios, una suma insignificante, comparada con la que él debía al
rey.
La parábola concluye con el castigo
bien merecido que recibió quien no supo perdonar. Las ofensas que hacemos a
Dios, cuando cometemos pecado, son infinitamente superiores a las que otros
hacen en contra nuestra. Sin embargo, el Señor está siempre dispuesto a
perdonarnos, con tal de que reconozcamos lo que hemos hecho y pidamos perdón.
A ese reconocimiento nuestro, que
llamamos arrepentimiento, y a la petición de perdón, que siempre nos es
concedido, hay que añadir esa otra condición sin la cual el perdón nos sería
negado. Tenemos también que perdonar.
Negar el perdón, cuando el que
ofende está arrepentido, sería un signo de que nuestro corazón está corrompido
por el odio o el deseo de venganza. Y esto es realmente malo. Dejar que el
veneno del odio penetre en nuestro corazón es permitirle que destruya todo lo
bueno que pueda haber en nosotros. Y esto hace que nos apartemos de la gracia
de Dios que recibimos en nuestro Bautismo y ha ido creciendo por la recepción
de los otros sacramentos y de nuestra dedicación al Señor.
Un corazón con odio es incapaz de
amar de verdad a nadie, pues tal veneno perjudica las relaciones con los demás,
incluso con los que más queremos. Por eso el Señor nos alerta, para que nos
mantengamos lejos de un peligro así.