COMENTARIOS AL EVANGELIO DE SAN MATEO

CAPÍTULO QUINTO: 2

Padre Arnaldo Bazán

“Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” (5,4-5).

A veces, en nuestro lenguaje popular, podemos llamar mansos a los que son cobardes, o no parecen reaccionar frente a una situación adversa. Es decir, aquellos que todo lo aguantan, incluso los abusos.

Sin embargo, aquí se trata de todo lo contrario. Para ser “mansos”, en el sentido del que habla Cristo, hay que ser valientes.

Leemos en el Eclesiástico: "Los tronos de los príncipes los volteó el Señor, y en su lugar sentó a los mansos. Las raíces de los orgullosos las arrancó el Señor, y en su lugar plantó a los humildes" (10,14-15).

Algo parecido diría la Santísima Virgen al responder a los elogios de su parienta Isabel: "Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes" (Lucas 1,51-52).

Los mansos son, en el lenguaje bíblico, los que aceptan en sus vidas la voluntad de Dios, sin pretender ser grandes y poderosos ante su Señor, sino humildes para reconocer que todo lo deben a El. Por eso merecen poseer la tierra, es decir, recoger el fruto de sus esfuerzos con conciencia tranquila, sabiendo que reinarán con Cristo.

Tampoco los llorones son bienaventurados. En las palabras de Jesús no caben aquellos que nunca se conforman y viven siempre lamentándose de calamidades verdaderas o falsas.

Los que lloran y merecen ser consolados son los que hacen propias las penas ajenas. Aquellos que lloran sus pecados y los males del mundo. Los que descubren las necesidades de los más pobres y luchan por un mundo donde impere la justicia. Las lágrimas pueden ser un don de Dios cuando las vertemos en justas lamentaciones. Cuando unimos las nuestras a las de los que sufren persecución y violencia, a las de los que son explotados o maltratados.

"Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella" (Lucas 19,41). Asi comienza Lucas a describir la lamentación de Jesus frente a Jerusalen. Se lamentaba el Señor de que aquella ciudad sagrada hubiera rechazado su palabra y se preparaba a decretar su muerte.

A las mujeres de Jerusalén que lloraban por él, camino ya del Calvario, les dice: "Hijas de Jerusalén, no lloren por mí; lloren más bien por ustedes y por sus hijos" (Lucas 23,28). Llorar por los pecados propios y ajenos es un llanto saludable que merece consuelo.

Arnaldo Bazán