Un católico escribe a sus hijos

P. Fernando Pascual

24-10-2020

 

Takashi Nagai (1903-1951) fue médico japonés que se convirtió al catolicismo. Se bautizó con el nombre de Pablo. Antes de morir, quiso dejar a sus hijos un libro que puede ser considerado como un testamento de su fe.

 

Cuando lo redactó, Nagai sufría las consecuencias del cáncer que contrajo tras largos años de servicio a los enfermos a través de los rayos X. Además, había perdido a su esposa Midori en la terrible explosión de la bomba atómica en Nagasaki, el 9 de agosto de 1945.

 

“Muy pronto os quedaréis huérfanos y, queráis o no, tendréis que tomar un camino empinado, duro y solitario. Vuestra fe cristiana no es ninguna medicina que anestesie el dolor”, escribía su padre a Nakoto, el hijo mayor (14 años), y a Kayano, la hija menor (6 años).

 

El camino puede parecer difícil, pero Nagai sabe que Dios lo escoge para cada uno. ¿Cómo aceptarlo? Como algo venido de Dios. A ese Dios, en ocasiones, hay que preguntarle: ¿cómo darte gloria en esto que me pides?

 

“Esto no es psicología barata ni un método inteligente para sacudirse la tristeza. No: es la respuesta verdadera al misterio de la vida. Y, cuando seáis felices, aceptadlo también como su Providencia y en la oración pedidle que custodie esa felicidad para su gloria”.

 

Una situación difícil y dolorosa no puede hacernos pensar que Dios se ha alejado. Está siempre cerca de nosotros. Es algo que se palpa en ejemplos de santos como Teresa de Lisieux o Bernardette, como recuerda Nagai. Y añade:

 

“Nosotros no creemos en un Dios de pequeñas hazañas que permite que sus elegidos ganen la lotería e ignora caprichosamente a los demás: Él es demasiado grande para obrar así. Sin embargo, sí responde siempre a nuestras oraciones”.

 

Hay personas enfermas que rezan y empiezan a mejorar. No siempre se trata de un milagro, explica Nagai a sus hijos, sino la “consecuencia natural de una vida en gracia y en paz”. Pero no importa curarse o no curarse: “La única vida que importa es la que se vive para Él un día detrás de otro, apoyado en la oración”.

 

Dios no pide grandes hazañas. Todos pueden vivir a fondo su fe, aunque sus existencias no parezcan “útiles”. “Pero es que no es la utilidad lo que importa. Nuestras vidas adquieren su valor si aceptamos de buen grado la situación en la que nos ha colocado la Providencia y si seguimos viviendo en el amor”.

 

Existe el riesgo de protestar contra Dios, de pensar que existen injusticias en la Providencia divina. Ante situaciones difíciles, Pablo Nagai no tiene una respuesta completa, pero sí una seguridad: “os puedo asegurar que, si nos aceptamos como somos, indudablemente llegará el día en que podamos ver cumplidos los planes de Dios a través precisamente de nuestra debilidad”.

 

Cada uno tiene su propia misión, y puede, desde lo que es, amar y servir a Dios. De este modo, alcanzará la felicidad aquí en la tierra y la vida eterna tras la muerte.

 

“Hijos míos, vosotros no sois ningunos genios y el futuro que os espera es duro: es cierto. Pero, si tomáis la importante decisión de vivir en el amor y con humildad, vuestras vidas darán fruto y seréis felices”.

 

Al final, tras la muerte, solo importa una cosa: preguntarnos sobre lo que ha sido nuestra vida. “A todos se nos juzgará con la misma medida: ¿hemos hecho buen uso de nuestros talentos?, ¿los hemos empleado para gloria suya? Tanto los que han recibido mucho como los que han recibido poco tendrán que responder si eligen ignorar sus talentos. Por el contrario, si os esforzáis en hacer rendir lo mejor posible los que tenéis, no os costará más o menos si sois ministros o carpinteros, capitanes de barco o grumetes”.

 

Los consejos de Nagai reflejan fe y cariño. Están firmados con una vida de dolores y de cruz, afrontados siempre con esperanza. Sus hijos recibieron un gran tesoro de su padre.

 

Ese tesoro también llega hasta nosotros, como una invitación a la esperanza en medio de cualquier situación que permita la Providencia. Dios estará siempre a nuestro lado, como lo estuvo respecto de Takashi Nagai y de su esposa, y de tantos hombres y mujeres que, en el pasado y en el presente, aceptan a Cristo en sus vidas, y reconocen que todo lo que dispone el Padre es para nuestro bien.