RECUERDOS DE UNA EXPULSIÓN
PADRE ARNALDO BAZÁN
El 17 de abril de 1961 un numeroso
grupo de cubanos desembarcó en la Bahía de Cochinos con la intención de
derrocar el gobierno revolucionario encabezado por Fidel Castro.
Por las razones que fuesen, el
esfuerzo de esos valientes cubanos resultó en un fracaso, lo que
lamentablemente fue determinante para que se afianzara una tiranía que ha
durado más de cincuenta años, sin que todavía podamos ver el fin de la misma.
Fidel Castro, que hasta ese momento
había tratado de convencer, con mentiras, que su revolución no era comunista,
se quitó definitivamente la careta, afirmando, el muy descarado, que había sido
comunista y lo seguiría siendo.
Esto dio impulso a una constante
represión que llevó al paredón, no sólo a los que pudieron ser acusados de
crímenes y atropellos, sino incluso a muchos de los que combatieron la
dictadura batistiana tanto en la Sierra Maestra como en las ciudades y pueblos
del país.
Esta represión también alcanzó a la
Iglesia, muchos de cuyos miembros se distinguieron en la lucha contra la
dictadura, y que pronto tuvo que advertir al pueblo del rumbo que iba tomando
la revolución, cada vez más en acuerdo con los postulados de Marx, Lenin y los
demás líderes del sistema comunista.
Esto se hizo más notorio desde el
mismo 17 de abril, en que la absoluta mayoría de los sacerdotes fueron
encarcelados, y se dieron claras indicaciones de las verdaderas intenciones del
gobierno de luchar por suprimir la religión como parte de la vida de los
cubanos.
Nada más consolidar la victoria que
destruyó las esperanzas de una buena parte de la población, cuando comenzaron
las expropiaciones de todos los colegios católicos, amén de un sinnúmero de
empresas que cayeron en manos de los supuestos revolucionarios.
Tuve la suerte de librarme de la
cárcel el día de la invasión, ya que muy temprano tuve conocimiento de lo que
estaba ocurriendo, logrando esconderme, hasta que pude viajar a La Habana y
encontrar refugio en la parroquia de Nuestra Señora de la Caridad de la capital
cubana.
Era su párroco el apreciado obispo
auxiliar de la Arquidiócesis habanera, Monseñor Eduardo Boza Masvidal, que siempre tuvo abiertas las puertas para todo
el que lo necesitara.
Allí encontramos refugio varios
sacerdotes camagüeyanos, además de otros que habían tenido que abandonar su
residencia por la persecución que se había desatado.
En esa parroquia pasaría los
últimos cuatro meses de mi estancia en la tierra que me viera nacer, y de la
que seria expulsado junto con otros ciento treinta y
tres sacerdotes y Monseñor Boza Masvidal, a bordo del
vapor español Covadonga.
Pese al deseo del gobierno
fidelista de destruir la religión, sus asesores soviéticos lo habían
aleccionado de que no convenía una persecución que ocasionara mártires, y que
se debía dar la apariencia de que existía una total libertad de cultos,
mientras se obstaculizara por todos los medios la asistencia del pueblo a las
iglesias.
Por otro lado, la maquinaria
propagandista del gobierno, que poco a poco fue controlando todos los medios de
comunicación, hizo posible que muchos cubanos se dejaran engañar, abandonando
toda práctica religiosa, fuese por miedo de ir a la cárcel o por el temor de
perder ellos oportunidades en los trabajos o sus hijos verse limitados en sus
estudios.
De esta manera las iglesias
permanecerían abiertas, pero muy pocos asistirían a ellas, lo que ha sido una
realidad hasta hace muy pocos años, cuando los cubanos comenzaron a perder el
miedo, pues ya no tenían nada ni que conseguir ni que perder.
LA
FIESTA DE LA CARIDAD
El 8 de Septiembre, fecha en que se
celebra el nacimiento de la Virgen María, Madre de Jesús, fue la escogida para
la fiesta en honor a María de la Caridad, patrona de Cuba. En 1961 todavía no
había llegado el tiempo en que los cubanos dejaran de ir a la iglesia. Aunque
el número de los asistentes había ido bajando, eran muchos los que seguían
acudiendo.
Como era tradicional, por esos días
en toda Cuba se organizaban procesiones, verbenas y fiestas en honor a la Patrona,
sobre todo en los templos que llevaban su nombre, algo que era común no sólo en
las capitales de provincia, sino también en otros pueblos y ciudades.
Monseñor Boza Masvidal,
consciente de la situación que se estaba viviendo, supo con tiempo solicitar
los permisos necesarios para la tradicional procesión en La Habana, que solía
recorrer céntricas calles de la capital. Los permisos fueron otorgados. Esta
procesión se realizaba tradicionalmente el domingo más cercano al 8 de
Septiembre, para que la mayor cantidad de fieles pudiese participar. Ese año
tocó el día 10.
El 8 de Septiembre se programaron
varias Misas en la mañana, y una Paraliturgia a las ocho de la noche, en la que
se tendrían lecturas bíblicas, oraciones, cantos y un sermón, todo presidido
por Monseñor Boza Masvidal.
La mañana transcurrió con orden y
una gran asistencia de fieles. En esos momentos, además del Padre Agnelio Blanco, que era el vicario parroquial, estábamos en
la Caridad otros tres sacerdotes refugiados: los Padres Francisco Botey, escolapio, cuyo colegio había sido expropiado, Pedro
Wong, sacerdote chino que ejercía su ministerio en la diócesis de Matanzas,
pero antes había estado en la parroquia, y este servidor.
Cuando se acercaba la hora de la
Paraliturgia notamos la ausencia de Monseñor Boza. Ninguno de nosotros sabía de
su paradero, pero pudimos comprobar que no se encontraba en la parroquia.
Esperamos un tiempo prudencial y decidimos realizar la celebración sin su
presencia.
Fue alrededor de las diez de la
noche que regresó Monseñor. Los cuatro sacerdotes estábamos esperándolo. El
entonces nos contó lo que había ocurrido. Fue llamado de urgencia a presentarse
en las oficinas del G2, que era el servicio de inteligencia del gobierno, para
ser interrogado.
Como parece que ese día ocurrieron
ciertos disturbios en algunas poblaciones, los esbirros comunistas se
encargaron de hacer responsable de los mismos al que desde hace tiempo
consideraban, sin hacerlo público, el "enemigo número 1 de la
revolución". Hay que hacer constar que Monseñor Boza se distinguió por su
apoyo a la revolución durante la lucha contra Batista, y también en los
primeros días en que no se había todavía definido la condición comunista de la
misma. Pero luego, cuando comenzaron los síntomas que hacían sospechar que
Fidel estaba engañando al pueblo, haciéndole creer que lo suyo era una empresa
patriótica y democrática, Monseñor Boza supo escribir varios artículos en los
que alertaba a la ciudadanía a abrir los ojos ante lo que estaba ocurriendo.
Como colofón de la entrevista, los
del G2 le advirtieron que la procesión quedaba prohibida tal como había sido
aprobada, y que sólo podía tener lugar a las siete de la mañana por las calles
aledañas a la iglesia parroquial.
¿Qué debíamos hacer?, fue la
pregunta que nos hizo. Y todos le dimos nuestra opinión. No debíamos sacar la
procesión en la mañana, pues sería una clara rendición ante el régimen, sino
que anunciaríamos con carteles en las puertas de la iglesia y personalmente
durante las Misas, lo que el gobierno había decidido. Sólo tendríamos el
sábado, pues el 8 era viernes, para hacer frente a la nueva situación.
El padre Agnelio
Blanco, que era el vicario parroquial, se había comprometido a atender los
domingos la parroquia de Isla de Pinos, que era además su lugar natal y donde
vivían sus padres y familiares, de modo que el sábado temprano emprendió el
viaje que hacía prácticamente cada semana. Quedamos pues, junto a Monseñor
Boza, los otros tres sacerdotes mencionados.
DOMINGO,
10 DE SEPTIEMBRE
Y el domingo llegó. Las Misas en la
mañana transcurrieron normalmente. Hay que recordar que para ese entonces sólo
había permiso para algunas Misas vespertinas. La parroquia tenía programada una
a las cinco de la tarde, y ese día era yo el que debía celebrarla.
Como se había decidido, en todas
las Misas matutinas se explicó a los fieles lo que el gobierno había decretado
sobre la procesión. Todos pensábamos que la tarde transcurriría sin ningún
problema.
Sin embargo, en un programa de
televisión, al mediodía, que se llamaba según creo recordar, "La
Universidad del Aire", se dijo que el clero estaba preparando una
manifestación contrarrevolucionaria, por lo que se alertaba al pueblo por lo
que pudiera ocurrir. Esto nos preparó para lo peor.
Como todos los domingos, la iglesia
parroquial se cerraba después de la última Misa matinal, y se volvía a abrir a
las dos p.m., en que comenzaban los bautismos, que se hacían por entonces en
forma individual.
En uno de los lados de la iglesia,
en la parte de atrás, había varias capillas que se usaban para la celebración
de dicho sacramento. Los tres sacerdotes que estábamos allí refugiados nos
encargamos de irlos realizando.
En un momento dado alguien enviado
por Monseñor Boza se me acercó para decirme que, cuando terminara el que estaba
celebrando, fuera a la sacristía. Mi sorpresa fue grande al encontrar la misma
repleta de personas que gritaban, pues al parecer exigían que la procesión se
sacara de todas maneras.
Monseñor, sabiendo que yo poseía
una fuerte voz, me pidió que arengara a todos los que allí estaban, diciéndoles
que ya estaba decidido que no habría procesión, y que había que evitar a toda
costa que las cosas se nos fueran de las manos y pudiera ocurrir una matanza.
Después de que a gritos les
transmití el mensaje la gente se fue calmando, pero mientras seguían llegando
más y más personas con el ánimo de participar en la procesión, ya que no hubo
ningún medio que transmitiera que la procesión había sido suspendida.
Yo no podía ver lo que estaba
ocurriendo en las calles, pero aunque los simpatizantes del gobierno, en
general, no se atrevieron a enfrentarse en masa a aquel gran número de fieles,
la sacristía de la parroquia se convirtió en una sala de socorros improvisada,
pues fueron muchos los que llegaron con golpes, magulladuras y hasta heridas.
Existía un verdadero enfrentamiento no sólo verbal, sino también corporal.
Alguien, por ejemplo, le arrebató a un miliciano o soldado un fusil, y entró a
la iglesia y me lo entregó. Yo le dije que lo tirara a la calle, pues la
iglesia no era lugar para armas de fuego.
Serían más o menos las cuatro de la
tarde cuando alguien me dijo que habían llegado dos oficiales del G2. Como yo
era el único sacerdote cubano, aparte de Monseñor Boza, que estaba presente,
salí a su encuentro, en medio de la multitud que ya abarrotaba la iglesia y las
calles aledañas. Les aseguré que aunque ellos vinieran a echar marcha atrás, la
procesión no saldría. Ellos me dijeron que sólo querían hablar con Monseñor
Boza. Alguien me dijo después que uno de ellos era Ramiro Valdés, uno de los
hombres fuertes de la tiranía incluso en estos días.
Los acompañé y me quedé en la
oficina, pues no quise abandonar a Monseñor en aquellos momentos. Por entonces
ya la multitud coreaba consignas en contra del gobierno, y gritaba: "Boza,
seguro, a los comunistas dale duro" y otras cosas por el estilo.
Ellos hacían responsable de todo lo
que allí pasara a Monseñor. Yo les rebatí que allí había miles de personas y
que la mayoría de ellos no pertenecían a la parroquia, por lo que él no podía
ser responsable de nada.
En un momento uno de ellos le pidió
a Monseñor que me callara, pero él le respondió que yo estaba hablando muy
bien. Así era Monseñor Boza, un hombre a toda prueba.
Por fin llegó la hora de la Misa.
Habíamos pensado que era mejor que no la suprimiéramos, de modo de seguir con
el programa habitual. Puedo asegurar que fue una Eucaristía muy especial, ya
que todo aquel gentío que llenaba la iglesia mantenía un silencio respetuoso,
mientras en las calles muchos miles, que alguien calculé en unos cincuenta mil,
gritaban a pleno pulmón consignas contra el comunismo y el gobierno castrista.
Se leyeron las lecturas y los
altoparlantes estaban funcionando, pero nadie pudo oír nada de lo que se decía.
Sólo quisimos seguir el ritual y nada más.
Cuando llegó la hora de la
comunión, en la que sólo yo participaría, pues no había condiciones para otra
cosa, todo cambió. Apenas había yo comulgado cuando se oyeron ráfagas de
ametralladora y entonces sí que todos los que estaban dentro perdieron la
compostura y gritaron con desesperación, pensando que allí iba a ocurrir una
carnicería.
Yo aproveché el momento para
retirarme a la sacristía, y luego subiendo a la azotea desde donde pude mirar
algo de lo que estaba ocurriendo en la calle. Entre otras cosas pude ver un
carro de la compañía de teléfonos volcado, y jóvenes que luchaban con los
policías. Mientras, uno de los sacerdotes que estaban en la parroquia aprovechó
para dar la comunión al grupo que se encontraba ayudando en la sacristía. Esta
siguió recibiendo víctimas de la refriega aunque ninguna, gracias a Dios, con
pronóstico grave.
Mientras yo estaba en la sacristía,
un sacerdote escolapio, el padre Foix, que se
encontraba en la iglesia, trató de calmar a la gente con palabras persuasivas,
pero la situación se había hecho bastante difícil.
LA
PROCESIÓN DE ARNALDO SOCORRO
Toda aquella situación duró hasta
poco más o menos las ocho de la noche, en que un joven miembro de la Juventud
Obrera Católica (JOC), enarboló una imagen de la Virgen de la Caridad que no
sabemos cómo consiguió, e invitó a los presentes a salir detrás de él.
Aquel gesto le costaría la vida,
pues los esbirros de la tiranía aprovecharon la ocasión para cebarse en aquella
multitud de fieles, que sólo quería mostrar su amor por aquella que acompaño a
nuestros mambises en las guerras de Independencia. Fueron precisamente aquellos
héroes los que pidieron al Papa que nombrase a la Virgen de la Caridad patrona
de Cuba.
Pero estos otros no eran héroes ni
patriotas, sino canallas dispuestos a secundar una de las tiranías más largas
que ha padecido el mundo, dejando chiquitas las atrocidades cometidas por los
famosos "voluntarios", defensores de España a pesar de haber nacido
en Cuba. Siempre hay gente con vocación de esclavos.
Arnaldo Socorro cayó abatido por
balas asesinas, mientras los que lo siguieron fueron atacados por una horda de
forajidos, que cual animales salvajes, arremetieron contra ellos causando, si
no muertes, sí muchos heridos.
La iglesia se llenó nuevamente,
pero esta vez de soldados y "nuevos voluntarios", es decir, los
milicianos, mientras un grupo se dedicó a realizar un registro minucioso de la
Casa parroquial.
Yo me les uní, para evitar que
causaran daños o nos pusieran algo con lo que luego acusarnos.
Venían con ínfulas superiores,
dando patadas a las puertas. Les dije claramente que no se los iba a permitir,
ya que yo les abriría las puertas y les enseñaría todo lo que quisieran ver.
Como les hablé con autoridad me obedecieron, y así fuimos habitación por
habitación, sin que lograran encontrar nada que al les sirviera para una
acusación.
Al llegar a la habitación de
Monseñor Boza pude comprobar, cuando ellos levantaron las sábanas que cubrían
su cama, que dormía sobre el alambre del bastidor, quizás para hacer penitencia
por la libertad de la Patria esclavizada. Estoy seguro que los esbirros no se
enteraron de nada.
No recuerdo realmente el tiempo que
había pasado cuando oí una voz fuerte que gritaba algo así como "Esto
parece un saqueo al templo. Esto no puede ser. Yo vengo en nombre del
Comandante Fidel Castro, y todos tienen que salir de aquí inmediatamente".
Fidel, siempre lanzando la piedra y
escondiendo la mano, quiso evitar que lo acusaran de ser el responsable, por lo
que mandó a un oficial, no supe nunca su nombre, que transmitió dichas órdenes
y fue obedecido sin chistar. Yo me acerqué a él y le dije que si también
nosotros tendríamos que salir. Me refería a los sacerdotes. El
me dijo que no, que sólo los que habían entrado a hacer el registro.
Bajé con ellos y entramos en la
iglesia. Pude ver a un guardia al que se le había encasquillado el fusil, y
estaba temeroso de que se disparara y que el gentío volviera y los atacara. Al
fin todos se fueron y yo pude cerrar la puerta principal de la iglesia.
Monseñor y los sacerdotes nos
reunimos para dar gracias a Dios, todavía sin saber lo que había ocurrido en la
calle. La muerte de Arnaldo Socorro, y la suerte que corrieron muchos de los
fieles, la vinimos a conocer al día siguiente.
LUNES,
11 DE SEPTIEMBRE: EL ENTIERRO
El Padre Agnelio
regresó en la tarde. Por precaución nos mantuvimos en la parroquia, previendo
cualquier acción. La multitud que se había congregado convenció al gobierno de
que todavía le quedaba a la Iglesia un gran poder de convocatoria, por lo que
se podía temer cualquier represalia.
Pese a que Arnaldo era un militante
jocista (Juventud Obrera Católica), el gobierno se
hizo cargo de su cadáver, para que apareciera como un revolucionario que había
sido muerto por los católicos contrarrevolucionarios.
Es más, en un periódico salió la
noticia de que el asesino era el padre Agnelio
Blanco, que había disparado desde la torre de la parroquia de la Caridad. Como
ya se dijo, el padre Agnelio se encontraba en ese
momento en Isla de Pinos, por lo que era una mentira manifiesta.
Pero ¿es que se puede confiar en un
régimen que se ha valido constantemente de la mentira para mantener sometido a
todo un pueblo?
Lo cierto es que se dedicaron el
lunes 11 a preparar el funeral del "camarada Socorro", cuyo entierro
convertirían en un mitin político, en el que los discursos iban dirigidos sobre
todo a amenazar a la Iglesia Católica.
Se dijo que la madre de Arnaldo, en
la funeraria, gritaba a los sicarios llamándolos asesinos de su hijo.
La pobre mujer tuvo que sufrir la
afrenta de que tomaran a su hijo muerto como un mártir de la revolución, pero
poco podía hacer ella frente al poder de la tiranía.
Cuando en la parroquia oímos los
discursos incendiarios que se hacían en el cementerio, antes de dar sepultura
al cadáver de Socorro, comprendimos que el gobierno estaba tramando algo grande
en contra de nosotros. De modo que para evitar profanaciones, pues pensamos que
en cualquier momento nos atacarían, fuimos al sagrario y consumimos todas las
hostias consagradas.
Ellos, con todo, tomaron su tiempo.
MARTES,
12 DE SEPTIEMBRE
Monseñor Boza quiso ir ese martes a
informar al Arzobispo, Monseñor Evelio Díaz, y a la Nunciatura, de lo que había
ocurrido en la parroquia el domingo anterior. Para pasar desapercibido pidió a
un hermano suyo que le prestara su carro. Pudo llegar al Arzobispado y hablar
con Monseñor Evelio, pero cuando se disponía a entrar en la Nunciatura unos
esbirros se lo impidieron, ya que lo detuvieron y lo llevaron a una cárcel
provisional que tenía el G2 en Quinta y Catorce de Miramar.
Mientras, otros agentes se
personaron en la parroquia, exigiendo la entrega del carro de Monseñor, que
estaba en un garaje. Esto nos confirmó que a él lo habían cogido preso, aunque
sin tener información alguna de su paradero.
Decidimos que siendo el padre Agnelio y yo los únicos cubanos de entre los sacerdotes que
estaban en la parroquia, fuéramos los dos a hablar con Monseñor Evelio para
informarle de nuestras sospechas.
Cuando estábamos conversando con el
Arzobispo se presentó el entonces encargado de la Nunciatura, Monseñor Zacki, quien nos dijo que, efectivamente, a Monseñor Boza
lo habían detenido cuando intentaba entrar en la misma.
Nosotros les preguntamos qué
tendríamos que hacer, y el Arzobispo nos dijo que nos quedáramos tranquilos y
que si ellos querían algo ya nos enteraríamos.
Volvimos a la parroquia e
informamos a los otros dos sacerdotes y algunos laicos de lo que habíamos
averiguado. La tarde y la noche continuó sin ningún otro incidente, aunque
seguíamos ignorantes de la suerte de Monseñor.
MIÉRCOLES,
13 DE SEPTIEMBRE
Ese día llegué a pensar que sería
el último de mi vida. La mañana había transcurrido sin nada aparente, aunque
las nubes se iban formando poco a poco, para caer como un vendaval.
Cerradas la iglesia y la oficina,
como era costumbre al mediodía, nos dispusimos a almorzar. Cuando ya estábamos
casi terminando, las señoras que trabajaban en la cocina nos alertaron de que,
frente a la puerta de la oficina se estaba reuniendo un grupo de hombres con
algo escondido en las manos.
Me asomé por la ventana y pude ver
que, efectivamente, había alrededor de una docena o más de hombres que
portaban, envueltas en papel periódico, algo parecido a unas cabillas de las
que se usan en la construcción.
No voy a negar que lo que había
comido se me atragantó, y sólo pude pensar que aquellos hombres tramaban romper
la puerta de la oficina, llegar hasta nosotros y matarnos a golpes, apareciendo
después que se trataba de la venganza del pueblo en contra de sacerdotes
fascistas y contrarrevolucionarios.
Me fui a la habitación y me
arrodillé, entregándome a la voluntad del Señor. Fue el único momento en mi
vida en que pensé que me había llegado la hora de ser mártir.
Pero Dios no lo quiso así. Parece
que los del gobierno cambiaban sus planes de acuerdo a las conveniencias, de
manera que apareció una "perseguidora" y los policías que venían en
ella dispersaron a los hombres que se habían reunido. Pudimos respirar. Pero
nos esperaba otra sorpresa.
Como a las cuatro de la tarde se
presentaron en la parroquia unos policías del G2 y nos apresaron a los cuatro.
Nos llevaron a la prisión de Quinta y Catorce de Miramar. No se sabe si por
equivocación, pero el hecho fue que nos pusieron en el mismo saloncito donde se
encontraba Monseñor Boza, del que no sabíamos nada desde su desaparición. Ahí
fue donde nos enteramos del lugar donde lo tenían.
Apenas nos dieron tiempo para
saludarlo, pues enseguida nos llevaron a los cuatro a un gran salón, dividido
en celdillas abiertas, en que había sólo un asiento de mampostería. No podría
decir cuántas eran las celdillas, pero el salón era grande y tenía muchos
aparatos de aire acondicionado para mantener el lugar con un frio que hacía
temblar.
Se suponía que estuviéramos en
silencio, pero como yo estaba todavía convaleciente de una operación de la
espalda, me acosté en el suelo y me pude a cantar. No sé si fue por eso, pero
no pasó mucho tiempo en que nos llevaron a otro salón más pequeño donde nos
sacaron fotografías con el número de presidiario. De ahí nos llevaron a otro lugar,
pasando por delante de las seis celdas que se habían construido, supongo que en
el patio de la mansión que habían "heredado" de alguna familia
pudiente que se había ido de Cuba.
Cuando los presos nos vieron pasar,
todavía vestidos con la sotana, algunos exclamaron: "¡Carne fresca!"
Era lo habitual, según supimos
después, cuando llegaban nuevos presos.
Antes de llevarnos a cada uno a una
celda diferente, nos hicieron quitar la sotana y nos dieron una camisa azul,
que era como el uniforme de los presos. A mí me tocó la número 3, que como las
demás, estaba abarrotada, pues las camas dobles que allí había no alcanzaban ni
para la mitad.
Algo que me impresionó sobremanera
fue que, después de haberse cerrado el portón de la celda, se oyó una voz que
dijo: "Recemos tres padrenuestros por el Padre que acaba de llegar",
lo que hicieron prácticamente todos con devoción. Y luego otra voz dijo:
"Y ahora, sigamos con el show". Se había hecho costumbre, algo que no
sé hasta cuándo duró, que cada noche se rezara el rosario y luego se hac¡a una especie de show improvisado, más o menos durante
una hora, en que se cantaba, se hacían chistes y se recitaba, aparte de algunos
pequeños discursos. Me asombró que todo iba dirigido a criticar y denostar al
régimen, lo que suponía una gran valentía.
Casi a la media noche me llamaron
para llevarme a un saloncito donde me encontré con los tres compañeros. Allí
nos hicieron "la prueba de la parafina", para descubrir quién había
sido el asesino de Arnaldo Socorro. ¡Vaya descaro!
Eso fue lo que dijeron los
compañeros de la celda 3 cuando les dije el motivo por el que me habían
llamado. Como si ellos no supieran que el asesino era uno de sus sicarios.
Nunca se nos dijo que la prueba había dado algún resultado.
Algo que también me enteré es que
el salón grande lo usaban para tener a los presos recién llegados incluso por
toda una noche o más, de modo que se "ablandasen" con el intenso frio
que allí había. Una táctica sicológica como otras tantas que se aplicaban.
JUEVES,
14 DE SEPTIEMBRE
Aunque los presos allí hacinados
mantenían un buen ánimo, gracias a la gran camaradería que allí reinaba, pues
todos éramos presos por razones políticas, las condiciones de las celdas
dejaban mucho que desear.
Las necesidades corporales había
que hacerlas delante de todos, sin ningún tipo de privacidad, y los baños y
servicios eran escasos. Los que tenían camas se habían sacrificado dejando las
colchonetas a aquellos que tenían que dormir en el suelo. La solidaridad era
excelente.
Aquel día, al atardecer, tuvimos la
sorpresa de que fui escogido, junto a varios de la celda, para inaugurar una
nueva, la número 7, que estaría en una habitación grande que era parte de la
casa confiscada, con un solo baño.
La generosidad de los compañeros
permitió que llevásemos algunas colchonetas, pues la habitación, aunque era
grande, estaba totalmente vacía. No había camas. Teníamos que dormir en el
suelo.
En esta nueva celda nos juntamos
los padres Botey, Wong y yo. Al padre Agnelio lo dejaron en la que estaba.
Cuando ya estaba completo el número
de los que allí estaríamos, decidimos entre todos hacer lo mismo que se hacía
en las otras, es decir, rezar el rosario y tener nuestro show. No hubo
problemas, pues todos estábamos unidos por los mismos sentimientos.
VIERNES,
15 DE SEPTIEMBRE
El día transcurrió sin problemas.
Nada especial que señalar. Pero tarde en la noche fuimos llamados los
sacerdotes, uno por uno, a un interrogatorio. A los padres Botey
y Wong, que eran extranjeros, se les dijo que, a las cinco de la mañana del
sábado, se les llevaría a la parroquia para que preparasen su equipaje, pues
serían deportados a España. Ellos me lo informaron enseguida.
Luego me tocó a mí. Me llevaron a
una habitación donde había un frio enorme, o al menos así lo sentía yo, que fui
despertado pasada la media noche, sólo vistiendo el pantalón y la camisa azul.
El interrogador, con gesto adusto, me mantuvo esperando, sin siquiera dirigirme
la mirada, por más de quince minutos. Me di cuenta de que se trataba de la
táctica usada en el primer gran salón, que era ablandarme antes de ser
interrogado.
No les di el gusto, pues me puse a
mirar para todos los lados, hasta que el oficial se dignó dirigirme la palabra
y empezó a preguntarme por una serie de personas, que si las conocía, que si
sabía esto o aquello. Yo, como no era habanero, me escabullía diciendo que mi
presencia en la capital se debía a la operación que me habían hecho apenas un
mes antes. Al final, nada me dijo de irme de Cuba, de modo que volví a la celda
convencido de que allí me quedaría por tiempo indefinido.
SÁBADO,
16 DE SEPTIEMBRE
A las cinco de la mañana, como se
les había dicho, los padres Botey y Wong se fueron.
Me quedé tranquilo, compartiendo con los compañeros de celda.
Serían como las cinco de la tarde,
poco más o menos, cuando alguien entró a la celda y llamó por mi nombre,
agregando: "Con todo". Esto, en el lenguaje de aquella prisión
preventiva, significaba que uno sería trasladado a otra cárcel, y así lo pensé.
Me reunieron con el padre Agnelio y nos invitaron a abordar un automóvil. Partimos
hacia un lugar desconocido, que sospeché sería la prisión de la Cabaña, donde
sabíamos había gran cantidad de presos políticos. Cuando enfilamos la Avenida
del Puerto, divisando a los lejos la masiva construcción de la fortaleza
española, le susurré al padre Agnelio: "Mira
nuestra nueva casa". Pero me equivoqué.
Nos llevaron al puerto, donde se
encontraba el barco español "Covadonga".
Antes de bajar uno de los oficiales
nos preguntó: "¿Son cubanos ustedes?" Aunque contestamos
afirmativamente, no hubo ninguna otra palabra de su parte. Nos hicieron bajar y
nos presentamos ante uno que tenía una lista en sus manos. Agregaron nuestros
nombres a ella, lo que nos confirmó que nuestra deportación se había decidido a
última hora. No querían sacerdotes presos, aunque en esos momentos había en la
cárcel varios que, más tarde, también serian
expulsados.
Un miliciano nos acompañó hasta la
escalerilla del barco, y nos despidió con un "¡Buen viaje!".
Tanto Agnelio
como yo pensamos que nos encontraríamos con los padres Botey
y Wong, aparte de los pasajeros, pero al llegar a cubierta tuvimos la sorpresa
de que eran muchos los sacerdotes que ya se encontraban allí. En total seriamos
ciento treinta y cuatro.
Cuando el gobierno avisó a la
Compañía Naviera que debía dejar en tierra a un igual número de pasajeros, ésta
se negó, diciendo que no podía hacer eso a los que habían comprado su pasaje.
Se comprometió a albergarnos lo mejor posible, pero sin dejar a nadie en
tierra.
Como el buque era de carga y
pasaje, y en esos momentos las bodegas estaban vacías, improvisaron dormitorios
en las mismas. Allí nos acomodaron a muchos, aunque a otros los distribuyeron
en todos los espacios disponibles. La tripulación se comportó admirablemente.
DOMINGO,
17 DE SEPTIEMBRE
Ya todo estaba listo para la
partida. Llegó la hora de levantar el ancla, cuando alguien se encargó de
llevar un aviso: "Falta un pasajero". Enseguida pensamos en Monseñor
Boza. Y efectivamente, fue llevado en un automóvil hasta la misma escalerilla,
mientras todos los que estábamos en el barco aplaudíamos calurosamente.
Luego la tristeza de abandonar la
Patria, aunque a decir verdad, todos, desde el día anterior, comentábamos que
eso sería por unos meses nada más. Qué lejos estábamos de pensar que los meses
se convertirían en largos años.
Desde el buque veíamos desfilar los
carros por el Malecón, y algunas personas que se habían enterado de nuestra
partida se habían reunido en grupos y nos despedían haciendo señales con los
brazos.
Detrás quedaba Cuba convertida en
una cárcel donde los cubanos tendrían que sufrir todo tipo de calamidades, por
la ambición y los locos sueños de un falso líder en el que tantos pusimos
nuestra confianza, pensando que su revolución seria en verdad verde como las
palmas.
Tengo que hacer constar, en honor a
la verdad, que la suerte que corrimos los sacerdotes, con ser terrible la
experiencia de abandonar la Patria, no fue tan mala como la de un numeroso
grupo de laicos católicos, algunos pertenecientes a la Acción Católica de la
parroquia de la Caridad. Estos, después de nuestra expulsión, fueron detenidos
y acusados falsamente de conspirar contra el régimen, formándoseles un
expediente por el que tuvieron que enfrentar un tribunal totalmente arbitrario
y deshonesto, siendo condenados a diversas penas de cárcel.
Muchos cubanos fueron condenados a
muerte por querer una patria libre, como la soñó Martí y por la que lucharon
nuestros mambises en los campos de batalla.
La Iglesia cubana ha tenido también
mártires que con valentía enfrentaron la muerte con el grito de "¡Viva
Cristo Rey!" en sus labios. Sus nombres están junto a aquellos que, en
otros tiempos y lugares, recibieron la palma del martirio.
Han pasado casi sesenta años de los
hechos aquí narrados. Cuántos más tendrán que pasar para que Cuba pueda ser
libre, no lo sabemos.
En los planes inescrutables de Dios
Cuba no ha sido olvidada. Por alguna razón oculta a nuestro entendimiento el
Señor lo ha permitido. Pero como diría el papa Pio XII: "Está escrito: No
prevalecerán".
Y pasarán como pasan esos turbiones
de vuestro suelo, aunque deje detrás de sí una estela de destrucción y
muerte".
Quiera Dios que esto ocurra lo más
pronto posible, porque los cubanos, ciertamente, no aguantan más.