Autoabsoluciones

P. Fernando Pascual

12-9-2020

 

Ante los pecados que uno comete, lo más hermoso es reconocerlos, pedir perdón, abrirse a la misericordia, reparar cuando hayan provocado daños.

 

Pero existe el peligro, una especie de “segunda tentación”, de buscar autoabsoluciones, de recurrir a modos concretos para excusarse y para autoperdonarse.

 

Hay autoabsoluciones, por ejemplo, cuando uno no reconoce que haya hecho algo malo, cuando llega a decir que lo malo sería bueno.

 

También hay autoabsoluciones cuando uno sabe que lo malo es visto como malo, pero afirma haberlo cometido porque estaba muy tenso, o porque tenía un problema psicológico, o porque solo fue por una vez, o porque es imposible mantenerse íntegros.

 

O se elabora una autoabsolución con excusas del tipo de que todos lo hacen, de que el mundo ha cambiado, de que no hay que ser rígidos, de que la gente ahora es más comprensiva ante esa falta.

 

El problema de las autoabsoluciones consiste en que no llevan al verdadero perdón, y muchas veces impiden un auténtico arrepentimiento.

 

Porque las autoabsoluciones pretenden justificar lo injustificable, sitúan el propio pecado como si fuera algo que uno controla plenamente.

 

Pero el pecado nunca es algo de uno consigo mismo. Es, ante todo, una ruptura, una avería, en nuestras relaciones. Herimos nuestra relación con Dios, dañamos al prójimo, y provocamos desórdenes en el mundo que nos rodea.

 

Los frutos nocivos del pecado solo empiezan a ser curados cuando uno, con sencillez, humildad, y amor a la verdad, reconoce la propia falta y la pone ante Dios y ante la Iglesia.

 

Entonces superamos el peligro de las autoabsoluciones que no perdonan nada, y entramos en el maravilloso mundo del encuentro con un Padre que ama a cada hijo herido por el pecado y necesitado de la misericordia que salva.