El abad Teodoro y el problema
del mal
P. Fernando Pascual
6-9-2020
Hacia finales del siglo IV,
dos monjes jóvenes fueron a un convento cerca de Nitria,
en el desierto del noroeste de Egipto. Querían encontrarse con el abad Teodoro,
famoso por su santidad y sabiduría.
Los jóvenes, Casiano y Germán,
estaban apesadumbrados por la noticia del asesinato de unos monjes que vivían
cerca de un caserío llamado Tecue (Palestina) y que
tenían fama de ejemplares. Unos sarracenos llegaron al monasterio donde vivían
y los mataron a todos.
La pregunta era difícil de
responder: “¿Cómo -nos decíamos- pudo permitir el Señor se cometiera tal
atrocidad en la persona de sus siervos, y abandonara en manos de malvados a
varones tan queridos y admirados de todos?”
En otras palabras, si esos
monjes de Tecue eran buenos y admirados en la zona,
¿por qué Dios no los protegió, por qué no los libró de una muerte terrible?
El abad Teodoro escuchó la
pregunta con atención. No era fácil explicar ciertos males que ocurren en
nuestro mundo, sobre todo cuando se trata del sufrimiento de inocentes.
El abad empezó, pues, a
ofrecer sus reflexiones. Casiano publicaría años más tarde lo que pudo recordar
de aquel encuentro.
En su explicación, Teodoro
arranca con una frase que puede resultar sorprendente: los santos no
garantizan, con sus méritos, la felicidad en esta tierra, en la que estamos
todos expuestos a peligros que incluso llevaron a la muerte al mismo Cristo.
Ciertamente, la muerte de
aquellos monjes palestinos fue claramente injusta. Pero no podemos acusar a
Dios de esa injusticia, como si fuera culpable de lo ocurrido. Estas son las
palabras de Teodoro:
“Aunque es cosa nefanda, pues
causa horror el decirlo, puede suceder que atribuyamos a Dios la injusticia y
esa especie de incuria que echamos de ver a veces en las cosas humanas. Tanto
más cuanto que parece que no sale en defensa de los suyos en el momento de la
adversidad ni protege a aquellos que viven rectamente. Inclusive parece no
premiar en esta vida con el bien a los justos ni castigar con el mal a los
pecadores”.
Entonces, ¿cómo comprender lo
ocurrido con aquellos mártires? Teodoro acoge una distinción, famosa en el
mundo antiguo, entre tres tipos de realidades, buenas, malas e indiferentes, si
bien las explica de un modo cristiano.
Las cosas buenas se refieren a
la virtud, es decir, nos ayudan a alcanzar nuestro bien, que es Dios. Las cosas
malas se reducen al pecado, y nos apartan de Dios.
Todo lo demás, explica
Teodoro, sería indiferente, en el sentido de que muchas cosas pueden ser buenas
o malas según el modo en el que las usemos.
“Indiferentes son aquellas
cosas que pueden decantarse hacia esas dos partes divergentes, según el afecto
y libre albedrío de quien las usa. Tales son, pongo por caso, las riquezas, el
poder, el honor, la fuerza física, la salud, la belleza, la misma vida o la
muerte, la pobreza, las enfermedades, las injurias y otras cosas semejantes
que, según las disposiciones y sentimientos de quien se vale de ellas, pueden
aprovechar ya para el bien, ya para el mal”.
El abad Teodoro se explaya
luego sobre algunas realidades indiferentes apenas mencionadas, como las
riquezas, las enfermedades, incluso la vida y la muerte. Lo hace con ejemplos
de la Biblia, del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Con este cuadro general, llega
el momento de afrontar la pregunta: ¿Dios es causa de males? Si el mal es el
pecado, Dios no puede causar el pecado (que es el verdadero mal), porque no lo
quiere. Dios solo desea nuestro bien.
Germán pregunta, entonces,
sobre algunos pasajes de la Escritura donde se indica que Dios causa ciertos
males. Teodoro responde que en esos pasajes a veces la palabra “mal” significa “aflicción”,
como una especie de ayuda correctiva para orientar a los hombres hacia el buen
camino.
Tras enumerar algunos pasajes
de la Biblia para comprobar lo anterior, Teodoro dirige la mirada hacia los
males que causan nuestros enemigos. Tales males, para quienes los reciben, no
serían verdaderos males (no serían algo que nos haga pecar), sino realidades
indiferentes. Pueden llegar a ser males si las víctimas los reciben de modo
equivocado, es decir, pecando.
“Pero volviendo al tema
propuesto, es preciso no olvidar que los presuntos males que nos causan
nuestros enemigos o quienquiera que sea no son todos males verdaderos, por ser,
las más de las veces, cosas indiferentes. Y es que, en definitiva, no hay que
estimarlos tal como los conceptúa el sujeto que en un transporte de ira los
infiere, sino como los imagina el paciente que es víctima de ellos”.
Así ya se puede dar una
explicación ante el mal que sufren los justos. Teodoro lo expone con estas
palabras, fijándose en el ejemplo de la muerte.
“Consecuentemente, el varón
justo no sufre por ella [la muerte] detrimento alguno. En realidad, no le ha
ocurrido nada nuevo, sino lo que le había de sobrevenir por exigencia de la
misma naturaleza. Con la particularidad de que la malicia del adversario, al
darle la muerte, le da posibilidad de conseguir el premio de la vida eterna.
Satisfizo la deuda de la muerte humana, que por ley indeclinable había de
pagar, cosechando, merced a sus sufrimientos, frutos ubérrimos, más el galardón
de un valor inestimable”.
Sobre este punto, el ejemplo
de Job es claro, y así lo recuerda Teodoro, que luego cita un famoso texto de
san Pablo:
“En toda acción debemos
considerar no el resultado, sino la intención del que obra. Por eso es
imposible hacer el mal a nadie, si este no procede por cobardía o por
pusilanimidad. Confirma esta doctrina un versículo de san Pablo: Sabemos que
para los que aman a Dios todas las cosas cooperan para el bien (Rm 8,28)”.
En resumen, Dios no quiso el
mal para aquellos monjes que murieron martirizados. Cada uno de ellos, al
recibir el daño de quienes cometieron la injusticia de matarlos, tenía en sus
manos, con la ayuda de la gracia de Dios, la posibilidad de orientar ese daño
hacia la virtud (hacia Dios) o hacia el pecado.
He aquí un amplio párrafo que
expresa estas ideas:
“Todas las cosas, por
consiguiente, tanto las que se consideran propicias, por estar polarizadas
hacia la derecha -y son las que el Apóstol designa por la gloria y buena fama-,
como las reputadas por adversas, por estar orientadas hacia la izquierda -y se
expresan claramente por la ignominia y la infamia-, todas, repito, se truecan
para el varón perfecto en armas de justicia, si las acepta con corazón
magnánimo.
Todo se transforma en sus
manos en instrumentos de combate. Las mismas calamidades que parece habrían de
abrumarle se convierten en verdaderas armas de lucha. Pertrechándose con ellas cual
si fueran un arco, una espada y un escudo fortísimo, se defiende contra
aquellos mismos que se las proporcionan.
De este modo progresa en
paciencia y virtud y alcanza el glorioso triunfo de la constancia gracias a los
mismos dardos que sus enemigos le asestan mortalmente.
Ni la prosperidad le altivece
ni la adversidad le amilana. Discurre siempre por un camino llano, por una
senda real. Cobra estabilidad aquel estado de perfecta quietud, en que ni las
alegrías logran desviarle hacia la derecha, ni las penas le impulsan hacia la
izquierda”.
La enseñanza del abad Teodoro
puede ayudarnos también hoy ante tantas situaciones difíciles que no
comprendemos, pero que, si son acogidas con humildad y con esperanza, abiertos
a lo que Dios nos dice a través de un sufrimiento, se convierten en motivo de
crecimiento en el amor.
(La narración del diálogo
entre Casiano, Germán y el abad Teodoro está recogida en el texto de Casiano, “Colaciones”,
Colación VI).