Los Niños delincuentes

Padre Arnaldo Bazan

 

Sin tener que aceptar, necesariamente, la teoría de Sigmund Freud, quien definía al niño como un "perverso polimorfe", no podemos menos de considerar que en la primera infancia todos sufrimos de la tendencia al mal.

 

Entre las pasiones o impulsos internos que son connaturales al ser humano, uno que se destaca, ciertamente, es la agresividad.

 

Ya en los primeros años el niño trata de imponer su voluntad y rivalizar con sus padres. Es con sus propios progenitores que el pequeño tiene sus primeros arranques de ira o cólera, las que expresa en rabietas o pataletas, cuando no en un claro movimiento de agresión física.

 

No es nuevo que los niños "levanten la mano" en contra de sus padres cuando no logran conseguir lo que quieren y es corriente oírlos proferir amenazas, insultos y otras pesadeces, con frecuencia en forma encubierta por el temor a recibir un buen sopapo.

 

La agresividad de los niños es normal y forma parte de los valores que deben ser educados. Lo que ocurre es que, con frecuencia, lo que hacen los padres es reprimir los impulsos, con lo que el niño puede convertirse en un ser vengativo y rencoroso.

 

Yo recuerdo bien que en mi niñez hacía mortificar mucho a mi madre, ya que a papá le tenía terror por lo fuerte que pegaba. Mi madre era, pues, la víctima principal de mi "perversidad" infantil.

 

Pero también entraban en juego mis hermanos. Siendo yo el segundo de tres, solía pegar a ambas manos. Sobre todo el mayor era frecuente objeto de mis agresiones. En una ocasión hasta llegué a cortarlo en la cabeza con un machete mientras jugábamos en la casa de unos parientes en el campo.

 

¿Qué niño normal no tiene peleas con sus hermanos o sus compañeros? Venir con el uniforme del colegio hecho trizas después de una bronca con los compañeros no puede ser nada del otro mundo.

 

La agresividad se hace presente con más facilidad en unos niños que en otros, pero no podemos fiarnos de los demasiado tranquilos. Como decía el poeta, "del agua mansa líbreme Dios, que de las otras me libro yo".

 

Esos padres que se arman un lío y siempre están amenazando a los hijos de los vecinos porque "abusan" de los propios, no son más que unos presumidos ignorantes que piensan, ingenuamente, que sus hijos no son capaces de "romper un plato".

 

Qué equivocados están, a no ser que sus hijos padezcan de algún retraso mental o sean incapacitados o minusválidos, en cuyo caso sí que habría que tomar las medidas pertinentes.

 

La "perversidad" de los niños (pongo la palabra entre comillas pues aunque significa una realidad, ésta suele ser inconsciente), se nota también por la forma en que se burlan de los físicamente impedidos, o de los locos y perturbados mentales.

 

En mi ciudad, siendo yo niño, había una pobre vieja a la que todos conocían por el mote de "Paloma Rabúa". Detrás de ella solíamos ir los muchachos gritándole el consabido nómbrate, con el único propósito de que ella se deshaciera en improperios y maldiciones, lo que nos divertía de lo lindo.

 

Con todo esto que estoy diciendo no quiere afirmar, ni mucho menos, que los mayores deben alabar y promover la proyección de la "perversidad" infantil, sino que deben corregirla sin caer en la represión.

 

Muchos adultos, también inconscientemente, responden a las travesuras y "maldades" de los niños con una explosión de ira ciega, derramando sobre ellos una lluvia de golpes y hasta de palos.

 

Esto, lejos de ayudar al niño, lo confunde, pues lo confirma en la "bondad" de sus arranques cuando sus padres y, en general, los mayores, actúan de la misma manera, es decir, "como niños".

 

Son los padres los que deben orientar a los menores en el control de su agresividad, dándoles ejemplo del dominio de sí antes que hablándoles de la necesidad del mismo.

 

¿Cómo puede entender un niño que pegar a un hermanito o a un compañero es algo incorrecto si él mismo es víctima frecuente de la agresividad de los mayores?

 

Por otro lado no es raro que los niños perciban a su alrededor un mundo de violencia adulta, de rencores y venganzas, comenzando por la forma en que sus progenitores se tratan o se comportan con los amigos y vecinos.

 

No digamos nada de la influencia perniciosa que sobre ellos están ejerciendo no solo algunos programas televisivos o una buena parte de las películas, sino aun las mismas realidades que conocen a través de la prensa o los noticieros de radio y televisión.

 

Viene a mi mente lo ocurrido hace algunos años, cuando la prensa se hizo eco de la forma de reaccionar de los padres de una niña, a quien su compañerita de seis años había golpeado en varias ocasiones, algunas de ellas "hasta con un palo".

 

Dicha pareja consideraba que la tal compañera era poco menos que un monstruo, por lo que debería ser considerada como "un peligro público". Reclamaba, por tanto, que la misma, sin importar su corta edad, fuera llevada ante los tribunales para ser juzgada lo mismo que si fuera una adulta.

 

Menos mal que la absurda petición no encontró favorable acogida entre los encargados de velar por el imperio de la ley, mostrándose sabiamente sensatos al rechazarla.

 

Si hay que condenar y mandar a la cárcel tendríamos que comenzar por los que son capaces de llenar el mundo con armas de todas clases, o por aquellos que ponen en las manos de los niños juguetes orientados a hacer de la violencia el ideal de sus vidas.

 

Si hay que condenar tenemos que atender primero los casos de muchos adultos que han convertido los castigos en una forma brutal de descargar sus preocupaciones y disgustos en las espaldas de sus infelices retoños.

 

Si hay que condenar... tenemos por delante a los instigadores de toda violencia, sin tener que convertir a los niños en los "chivos expiatorios" por las culpas de este mundo violento que los golpea cada día de muchas maneras.

 

A esos "perversos poliformes", solo nuestro ejemplo y nuestro esfuerzo por educarlos convenientemente puede curarlos de la epidemia de violencia que padecemos.

 

Con amor es que se cura ese mal que no con un castigo pavoroso y desproporcionado que solo conseguiría hacer que el daño pueda ser irreparable.

 

Arnaldo Bazán