Cuando hacemos algo bueno
P. Fernando Pascual
25-7-2020
Una de las experiencias más
hermosas de la vida humana consiste en realizar obras buenas.
Puede ser visitar a ancianos
en una residencia, o a enfermos en un hospital, o a condenados en prisión.
O puede ser donar sangre,
llevar comida y vestidos para personas necesitadas, o dar apoyo económico a un
familiar o amigo en problemas.
O puede ser algo tan sencillo
como dejar el propio plan (una tarde ante la televisión) para convivir más a
fondo con la familia en un paseo.
La lista es mucho más larga y
variable, según situaciones y momentos de la propia vida. Lo común a esas obras
buenas es la satisfacción que dejan en uno mismo, además de la alegría que
otros reciben (lo cual debería ser lo más importante).
Junto a todo lo bueno que
podemos hacer, y es tanto, hay otra alegría que colorea las anteriores, incluso
que las supera: dejarnos amar por Dios y por tantas personas que están a
nuestro lado.
Es cierto que nos gusta hacer
cosas, sentirnos útiles, descubrir habilidades y fuerzas interiores que pueden
mejorar las vidas de otros.
Pero también es cierto que
acoger un amor tan grande y tan hermoso como el de Dios nuestro Padre supera,
en mucho, todas las alegrías que nacen de nuestras buenas acciones.
Por eso, al mismo tiempo que
surge esa bella alegría cuando hacemos algo bueno, también podríamos mirar al
cielo y reconocer que todo don, toda gracia, todo amor, vienen de un Padre que
nos ama, nos sostiene, nos perdona, nos espera.
Esa alegría rodea y engrandece
todas las demás alegrías, además de darles su significado completo. Porque por
más “poder” que tuviéramos en nuestras manos para hacer decenas de obras
buenas, al final solo un Dios omnipotente y misericordioso dará el sentido
pleno y la belleza completa a la existencia de cada uno de sus hijos...