Engañados por nosotros mismos
P. Fernando Pascual
11-7-2020
Entre las muchas formas de
engaño, hay una que tiene el origen en nosotros mismos y que provoca lo que
conocemos como autoengaño.
Puede ocurrir de muchas
maneras. Me duele la cabeza y me engaño al decirme a mí mismo que pasará, que
es un cambio de presión. La causa verdadera puede ser otra: un cáncer que crece
poco a poco.
Ocurre también cuando analizo
un hecho de actualidad a partir de lo que dicen muchos medios informativos, con
la suposición de que dicen la verdad. Cuando salta el engaño difundido a través
de esos medios uno tiene que reconocer que fue ingenuo...
Ocurre cuando nos encerramos
en un grupo de amigos que piensan siempre de la misma manera (chat, Facebook,
otras redes sociales) y que refuerzan continuamente las propias opiniones, sin
dejar ningún espacio a la autocrítica.
Uno de los daños que produce
el autoengaño consiste precisamente en que se apoya en uno mismo, en lo que
siente, en lo que le gusta, en sugestiones aceptadas sin pruebas, en lo que
resulta fácil.
Si el engaño viene de fuera,
nos enfadamos con quien mintió, con quien manipuló, con quien nos traicionó con
sus mentiras. Pero cuando el engaño viene de uno mismo, no podemos reprochar a
otros: la culpa fue mía.
Ya que nos cuesta reconocernos
culpables del propio engaño, a veces preferimos seguir con los ojos vendados,
cuando en realidad necesitamos valentía para reconocer el error, para ver la
propia responsabilidad, y aceptar lo verdadero aunque duela.
Nunca es sano vivir en un
engaño (ni externo ni interno). Lo único que ilumina los asuntos, sobre todo
cuando tocan nuestras decisiones, es la verdad. Lo único que importa a la hora
de votar, de comprar, de ir al médico, es lo que destruya mentiras y nos
acerque a las cosas como son.
No podemos vivir engañados por
nosotros mismos, porque un engaño, tarde o temprano, se desmorona, muchas veces
dejando heridas difíciles de curar.
Por eso, necesitamos
prudencia, serenidad, equilibrio, para analizar los diferentes temas a fondo,
para reconocer las dificultades que existen si queremos alcanzar la verdad,
para relativizar “informaciones” que simplifican pero que engañan.
Sobre todo, necesitamos
desapegarnos de nuestros propios juicios (y prejuicios) para tener más libertad
de espíritu a la hora de pensar. Entonces estaremos en mejores condiciones para
distinguir entre lo oscuro y lo claro, evitaremos afirmaciones apresuradas, y
mantendremos la mente y el corazón en actitud de búsqueda para avanzar, aunque
sea un poco, hacia la verdad.