El odio, un mal que no termina
P. Fernando Pascual
20-6-2020
Existe odio. Se lee en
insultos en Internet. Se escucha en comentarios entre conocidos. Se ve en
gritos de rabia de unos contra otros.
Ese odio, a veces, entra en la
propia vida. Surge ante una injusticia. Se nutre del recuerdo. Se aviva al ver
el cinismo de un culpable no castigado.
En sus formas extremas, el
odio lanza sus flechas contra grupos enteros de personas, contra
nacionalidades, contra clases sociales, contra categorías profesionales, contra
todos los miembros de un partido.
Otras veces queda circunscrito
hacia personas concretas. Es un odio que al menos evita la injusticia: se
concentra hacia aquella persona que nos traicionó, que nos hizo mucho daño.
Pero no por ello deja de destruir el corazón de quien lo alberga.
Porque el odio, aunque a veces
uno no se da cuenta, corroe a quien lo cultiva, y lo pone siempre en esa
pendiente resbaladiza que lleva a los insultos en público, a las agresiones,
incluso a la violencia.
No resulta fácil apagar el
fuego del odio cuando ha crecido día a día, sobre todo si ha cristalizado en el
deseo de venganza y en actitudes internas de rabia insatisfecha. Además, a
veces escapa de uno mismo, contagia a otros, y se convierte en un mal que no
termina.
Muchos conflictos sociales
surgen desde el odio y lo alimentan. Conflictos políticos viven del odio hasta “aprovecharlo”
para aumentar el número de votos. Incluso llegan a asaltos contra gente
inocente o a guerras absurdas.
En el “Catecismo de la Iglesia
Católica” (n. 2303) leemos: “El odio voluntario es contrario a la caridad. El
odio al prójimo es pecado cuando se le desea deliberadamente un mal. El odio al
prójimo es un pecado grave cuando se le desea deliberadamente un daño grave”.
Cristo invita a perdonar, a no
dejarse atrapar por esa rabia interior que destruye a quien la acepta y que
abre espacio a heridas mayores.
El mal se vence con el bien,
la injusticia con la verdad unida a la misericordia, la ofensa con la
mansedumbre (cf. Rm 12,17-21; Mt 5,43-48).
Ya hay demasiado odio en
nuestro mundo. Si empezamos a arrancar sus pequeñas raíces de nuestro corazón,
y si pedimos a Dios que nos dé la fuerza de perdonar y de acoger incluso al
enemigo, empezaremos a vencer el odio y a irradiar aquello que tanto necesita
nuestro tiempo: el amor auténtico.